¿Será verdad que están
muriendo en masa las abejas en los Estados Unidos? ¿Qué significa que los
científicos estén hablando de una suerte de apocalipsis de las abejas? ¿Será
verdad que Albert Einstein anunció que la muerte masiva de esas diminutas
criaturas podría acarrear la de la especie humana?
William Ospina / El Espectador
Oímos decir que
Vladimir Putin estuvo a punto de no recibir esta semana a John Kerry en el
Kremlin porque los Estados Unidos se niegan a discutir el tema de las
multinacionales que ahora hacen su negocio con la alteración de las semillas y
la invención de pesticidas y fertilizantes. Y oímos decir que el gobierno
norteamericano no reacciona ante esas empresas que manipulan las especies con
el argumento de que las están fortaleciendo frente a determinadas amenazas, no
porque esté convencido de que los transgénicos no son peligrosos, sino porque
Monsanto y otras marcas están entre los poderosos financiadores de su campaña.
¿Hasta cuándo estarán
los países en manos de esos poderes que están en condiciones de financiar las
costosas campañas electorales de los gobernantes de este tiempo? ¿Y hasta
cuándo seguiremos llamando democracia a poderes elegidos por el que más dinero
tenga, esto que Borges llamaba “ese curioso abuso de la estadística”?
¿Hasta cuándo la
humanidad va a persistir en la costumbre insensata no sólo de abandonar una
dieta alimenticia con cincuenta siglos de seguro, sino de incorporar a la
alimentación cotidiana sustancias a las que se les ha alterado su estructura
con el mero fin de obtener ganancias rápidas y multiplicar la producción,
procesos cuyas consecuencias apenas se habrán probado por cinco o diez años?
El mundo es tan
complejo, la realidad tan llena de abismos y tan múltiple, que nadie está en
condiciones de asegurar que tiene bajo control todas las consecuencias de la
modificación de un patrimonio genético desarrollado durante millones de años.
Todos los días llegan
noticias del salmón que tardaba en crecer tres años y al que se le incorporó el
gen de crecimiento de otra especie para que alcance un tamaño mayor en sólo año
y medio; de los conejos a los que se les añadió el gen luminiscente de un pez
del fondo del mar, para poderlos ver en la oscuridad; de los pollos acalorados
y estresados en galpones horribles bajo una luz que nunca se apaga, y a los que
les han modificado la piel para que pierdan sus plumas, como una manera de
hacerles soportable su crecimiento acelerado e insomne.
Todo indica que aquí y
allá cunde la tentación de la monstruosidad. Una ciega sed de lucro, una
urgencia de rendimiento, un discurso de la eficiencia y el crecimiento avalado
a veces por científicos a sueldo y académicos sin escrúpulos, pone cada día en
nuestro plato carnes cada vez más llenas de antibióticos, pollos saturados de
hormonas, quesos con rastros de plástico, cereales expuestos a plaguicidas
derivados de la nicotina que pueden producir alteraciones fatales sobre
especies inofensivas y laboriosas como las abejas de Virgilio.
Una filigrana de fina
racionalidad en el detalle y de absurda irracionalidad en las consecuencias
permite ya la producción de organismos cuyo único fin es proveer alimento
aprovechable y que por ello no parecen necesitar el equilibrio anatómico de las
especies naturales. Un ominoso discurso que pretende que, siendo nosotros parte
de la naturaleza, todo lo que hagamos resulta también natural, parece
permitirnos toda extravagancia, toda profanación y todo experimento, sin la
menor consideración ética o estética.
Todas esas cosas
podrían ser comprensibles como investigaciones. Pero hay poderes que pasan
enseguida “de la información al asalto”, del experimento a la acción, movidos
casi siempre por los motivos más egoístas, y no vacilan ante el riesgo de
consecuencias irreversibles. Basta una criatura modificada genéticamente, que
se pretendía mantener circunscrita a cierto espacio, y que escape por azar y
salga al mundo, para que por contagio, por la reproducción, por el polen, la
mutación se extienda imprevisible e irrestricta.
¿Cuántas sustancias
químicas inesperadas forman ya parte de nuestro organismo gracias a los aportes
silenciosos y furtivos de la industria? ¿Quién está diseñando nuestra dieta?
¿Para quién trabajan los científicos? ¿Sabrá protegerse de lo que se gesta en
laboratorios herméticos y en factorías inaccesibles una humanidad que ni
siquiera sabe protegerse de los políticos que le piden sus votos y de los que
manipulan la información? ¿Tienen la industria y el mercado defensores
desinteresados? ¿Hay propósitos secretos pagando verdades a sueldo?
Todas estas preguntas
parecen alarmas de pesadilla y titulares extravagantes de ciencia ficción, pero
bien podrían estarse gestando ahora mismo en los mares algunas pesadillas que
hagan irreconocible nuestro mundo; así como flota en el Pacífico lo que han
dado en llamar el sexto continente, una isla de plásticos del tamaño de los
Estados Unidos; así como el gobierno norteamericano, tan celoso de las
libertades, autoriza el espionaje sobre millones de llamadas telefónicas, y se
niega a aceptar el debate sobre temas que, como el de los transgénicos, no son
asunto de especialistas sino que conciernen a la conciencia de cada ser humano,
a la necesidad de sobrevivir de la especie.
De sobrevivir, se
entiende, con la forma que hemos tenido siempre: con ojos en la cara y dedos en
las manos. Las tabernas de larvas fosforescentes que beben cerveza y los
escarabajos que despiertan en su cama después de algún sueño intranquilo, es
mejor dejárselos al cine de fantasía y a la prosa de Kafka.
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