Creado para definir la
dinámica de extracción de recursos naturales (fundamentalmente oro y plata) y
su traslado desde las colonias americanas a las metrópolis europeas, el
extractivismo se ha ido convirtiendo en una corriente de crítica social cada
vez más extendida en algunos círculos intelectuales –y en menor medida
políticos– de América Latina.
José Natanson / Le Monde Diplomatique (Edición Cono Sur)
Se define como
extractivistas a aquellas actividades económicas que remueven grandes volúmenes
de recursos que no son procesados (o que lo son muy limitadamente) y que se
destinan sobre todo a la exportación. En esta definición amplia, el
extractivismo no se limita a los minerales, el gas o el petróleo, sino que
engloba materias primas agrarias, forestales e incluso pesqueras. Desde esta
óptica, los países latinoamericanos seguirían desarrollando “economías
adaptativas” a la división del trabajo mundial. Se dice, un poco
dramáticamente, que son “exportadores de naturaleza” (1).
La crítica extractivista
viene asociada a otra, que no es la misma pero se le parece, y que gira
alrededor de la idea de rentismo. Concebido más como una cultura que como un
modelo macroeconómico cerrado, el rentismo alude a un tipo de economía que
depende básicamente de la generosidad de la naturaleza. Como el ingreso que
genera no tiene contrapartida productiva sino que es resultado de la buena
fortuna (los hallazgos en el subsuelo, la fertilidad de la tierra, las
lluvias), las economías rentistas consolidan mentalidades anti-schumpeterianas
que ahogan la capacidad de innovación, el riesgo empresarial y aun el esfuerzo
individual. En uno de los estudios sistemáticos más famosos sobre el tema (2), la politóloga estadounidense Terry Lynn Karl
desarrolla la tesis de “la paradoja de la abundancia”, según la cual aquellos
países con una dotación extraordinaria de recursos naturales tienen mayores
dificultades para lograr un crecimiento económico sostenido, mejorar la equidad
social y evitar la inestabilidad política. En suma, son menos desarrollados.
¿Es tan así? En buena
medida sí, por supuesto, pero creo que la crítica extractivista-rentista merece
una puesta en cuestión, no para desmentirla totalmente sino para, primero,
complejizarla con algunos matices conceptuales y, después, considerarla desde
el incómodo pero inevitable punto de vista del realismo político, porque si no
estaremos hablando en el aire.
Veamos.
Teoría
Comencemos revisando la
idea de que las economías basadas en los recursos naturales son necesariamente
subdesarrolladas. No solo por el caso de Noruega, octavo productor de petróleo
del mundo y segundo país en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, situación
que podría atribuirse al hecho de que el petróleo fue descubierto y comenzó a
explotarse tardíamente, pasados los 60, cuando Noruega ya era un país de punta,
sino por la experiencia de naciones que lograron interesantes saltos de
desarrollo en base a la exportación de materias primas: el 49 por ciento de las
exportaciones de Nueva Zelanda, por ejemplo, está constituido por recursos naturales
o productos elaborados en base a ellos. La clave es el valor agregado, que es
altísimo: el gobierno neozelandés ha creado organismos y programas que alientan
la cooperación entre el sector público y las empresas privadas con objetivos
tan precisos como incrementar las exportaciones de vino a los segmentos de
mayor poder adquisitivo del Sudeste Asiático o desarrollar nuevas variedades de
kiwi –que en el pasado era una fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora
se cultiva en todo el mundo– para no perder presencia en el mercado. El
resultado es que una tonelada de alimentos exportada por Argentina vale, en
promedio, 300 dólares, mientras que una exportada por Nueva Zelanda vale 1.285
(3).
Este tipo de experiencias
–hay otras: Australia, por ejemplo, es una potencia minera– demuestra que
existen economías basadas en recursos naturales y al mismo tiempo dinámicas y
prósperas, lo que a su vez implica romper el viejo dogma desarrollista que
predica que cualquier actividad industrial es buena y cualquiera generada a
partir de materias primas es mala. Por supuesto, un país que exporta uno o dos
productos sin agregarles valor probablemente esté condenado al fracaso, pero en
el contexto del ascenso imparable de China e India la vieja tesis de Raúl
Prebisch en el sentido de un deterioro inexorable de los términos de
intercambio para los países exportadores de recursos naturales merece cuanto
menos una discusión. Con un centro global en crisis desde el 2008 y una
periferia en ascenso, nos enfrentamos a un cambio radical de paradigma que
descoloca a los frondizistas nostálgicos (dicen que todavía quedan algunos).
¿Qué vale más hoy, una planta de agua pesada o un buen complejo
agroalimentario?
El otro punto a revisar
es el concepto mismo de extractivismo. Tal vez resulte demasiado amplio, en la
medida en que incluye dentro de la misma bolsa a actividades generadas a partir
de recursos no renovables (como minería e hidrocarburos) y otras que no lo son.
La soja es un caso interesante, pues se trata de una actividad productiva
basada en un recurso renovable (el suelo), cuyo rendimiento depende en parte de
la tecnología, el capital y la innovación (no tanto del trabajo, ya que emplea
poca mano de obra). Y aunque es cierto que si se descuidan los métodos de
cultivo se corre el riesgo de que la tasa de explotación de la tierra sobrepase
la tasa de renovación ecológica, también es verdad que la rotación garantiza su
preservación. Al mismo tiempo, la soja depende para su éxito de factores no
productivos (la fertilidad del suelo, las lluvias) y produce una hiperrenta
superior a la de casi todas las actividades legales… salvo los hidrocarburos.
Práctica
Desde un punto de vista
político, todos los gobiernos latinoamericanos alientan o toleran las
actividades extractivas. Esto es así incluso en aquellos que reivindican a la
Pachamama, como el boliviano, pero no se privan de explotar el gas, el estaño y
la nueva vedette de los minerales, el litio; aquellos que defienden el “buen
vivir”, como el ecuatoriano, pero impulsan la extracción de petróleo en la
Amazonia, y los que, como el de Argentina, se reivindican industrialistas, pero
no pueden evitar que un porcentaje importante (67 por ciento) de las
exportaciones se basen en materias primas. Que prácticamente todos los
gobiernos de la región recurran a los recursos naturales como palanca para el
crecimiento no les da automáticamente la razón, pero sí invita a considerar el
tema con cierto cuidado.
Sucede que el despegue
económico de los últimos años y los avances sociales registrados en casi todos
los países se explican en buena medida por el boom de los commodities, y
la renta que habilitan es apropiada por el Estado y, con mayor o menor éxito,
redistribuida. A uno podrá gustarle más o menos, pero habrá que reconocer que
los ingresos extraordinarios y la ampliación del gasto social están
relacionados. En términos argentinos, hay un vínculo entre el monocultivo
sojero y la Asignación Universal, y ése es, desde mi percepción, el punto ciego
del correcto razonamiento planteado por Carta Abierta cuando alerta sobre la
imposibilidad de una política social inclusiva sin retenciones: lo que falta
decir es que para que haya retenciones tiene que haber soja, y para que haya
soja tiene que haber glifosato.
Como suele suceder,
quienes parecen percibir con mayor agudeza esta relación dilemática no son los
intelectuales sino los ciudadanos, y en este sentido uno de los aspectos más
opinables de la crítica extractivista es la idea de que se trata de actividades
económicas no democráticas. No es así. Si bien es verdad que los escasos
ejemplos de consultas populares realizadas alrededor de estos proyectos en
general terminaron inclinándose por el rechazo, lo cierto es que los líderes
políticos (intendentes, gobernadores) que los impulsan son elegidos o reelegidos
con porcentajes a menudo abrumadores de votos (con todo su cianuro, José Luis
Gioja fue reelegido gobernador de San Juan con casi el 70 por ciento de apoyo).
Sintomáticamente, los intentos por construir alternativas de izquierda a los
gobiernos latinoamericanos a partir de cuestionamientos ambientales y
ecológicos fracasaron estrepitosamente, tal como demuestran los casos de
Alberto Acosta en Ecuador, Marina Silva en Brasil y Pino Solanas en Argentina.
Insisto: esto no implica
negar los efectos negativos de este tipo de actividades, pero sí invita a
considerar con cuidado la relación entre votos y recursos naturales (que es la
relación entre democracia y ecología). Con un dato extra, también incómodo. Por
inercia intelectual, desidia o conveniencia, la izquierda a menudo asume que
hay una alianza natural entre, por un lado, los sectores, muchas veces
campesinos e indígenas, que resisten las dinámicas económicas extractivas, y,
por otro, los grupos pobres urbanos (estoy tentado de escribir: proletarios),
en la medida en que todos deberían luchar objetivamente contra el mismo
capitalismo depredador, cuando en verdad los sectores populares de las ciudades
constituyen la base fundamental de los gobiernos que tanto se critican.
La
escalera
Por motivos obvios, en
los últimos años han ido ganando fuerza en Europa y Estados Unidos las teorías
del decrecimiento y el pos-desarrollo, que plantean la necesidad de abandonar
la expansión económica como objetivo prioritario de la gestión estatal y
avanzar hacia un nuevo modelo de sociedad, en donde el consumo ya no ocupe el
lugar central y donde las relaciones entre el ser humano y la naturaleza se
vayan reequilibrando. Aunque interesante, el debate parece un poco lejano a la
realidad de América Latina, que entre todos sus problemas enfrenta el de la
ausencia –no el exceso– de consumo por parte de vastos sectores de la población
(incluso de consumo de alimentos). Sin un crecimiento alto y sostenido, parece
difícil que los países latinoamericanos logren mejorar la calidad de vida de
sus habitantes. Y, aunque no hablaremos aquí de colonialismo cultural ni nada
por el estilo, resultan llamativas las semejanzas entre este tipo de planteos y
lo que el economista coreano Ha-Joon Chang define como la “estrategia de tirar
la escalera”: el hecho de que los países centrales desplegaron históricamente
una serie de políticas proteccionistas que, una vez alcanzado un alto nivel de
desarrollo, pretenden vedar al resto del mundo con la consigna del libre comercio.
O como dicen que un alto dirigente chino respondió cuando un funcionario
europeo acusó a su país de estropear el medio ambiente con emisiones
descontroladas de dióxido de carbono: “Ustedes ya hicieron su revolución
industrial; ahora nos toca a nosotros”.
NOTAS
1. Alberto Acosta,
“Extractivismo y neoextractivismo, dos caras de la misma maldición”. Disponible
en www.ecoportal.net
2. Terry L. Karl, The
Paradox of Plenty. Oil Booms and Petro-States, University of California
Press, 1997.
3. www.agrositio.com/vertext/vertext.asp?id=125734&se=1
4. Ha-Joon Chang, 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo,
Debate, Buenos Aires, 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario