Al lado de las drogas
ilegales -supuesto flagelo de nuestro mundo, nueva “plaga bíblica” que puede
servir para justificar cualquier cosa, invasiones de países por ejemplo- se
desarrolla impetuoso el mercado de las drogas legales. Pero todo esto, las
legales y las ilegales, ¿no es en definitiva una forma de fabuloso control
social planetario?
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
El campo de la llamada
“enfermedad mental” es, sin lugar a dudas, el ámbito más cuestionable y
prejuiciado de todo el ámbito de la salud. “Yo no estoy loco” es la respuesta
casi automática que aparece ante la “amenaza” de consultar a un profesional de
la salud mental. Aterra al sacrosanto supuesto de autosuficiencia y dominio de
sí mismo que todos tenemos, la posibilidad de sentir que uno “no es dueño en su
propia casa”, como diría Freud.
Pero Sigmund Freud,
justamente, fundador de la ciencia psicoanalítica, jamás escribió una
definición acabada de normalidad. Cuando fue interrogado sobre ello,
escuetamente se limitó a mencionar la “capacidad de amar y trabajar” como sus
notas distintivas. Por cierto que “lo normal” es problemático: ¿dónde está la
línea divisoria entre normalidad y lo anormal? Eso remite obligadamente a la
finita condición humana, donde los límites aparecen siempre como nuestra matriz
fundamental. Muerte y sexualidad, para el psicoanálisis, son los eternos
recordatorios de ello, más allá de la actual ideología de la felicidad comprada
en cápsulas que el mundo moderno nos ofrece machaconamente.
¿Qué es ser normal? La
homosexualidad ¿es una enfermedad mental? Hoy no, pero hace algunos años atrás
sí; ¿cómo pudo haber cambiado la taxonomía psiquiátrica de esa forma? Los
ejemplos pueden repetirse al infinito. ¿Es “normal” el coito anal, o es una
“desviación psicológica”?; y el consumismo, ¿cuándo empieza a ser
psicopatológico? ¿Qué decir de la hiperactividad de los niños? ¿Es una práctica
normal o es una enfermedad mental la tortura? La respuesta a todo ello no hay
que buscarla en el especialista “de los nervios” sino en construcciones
sociales, en paradigmas ideológico-culturales (de los que, en todo caso, la
psiquiatría manicomial es su expresión pretendidamente científica).
Pues bien: la figura
del psiquiatra -en mucho menor medida la del psicólogo dada la cultura
biomédica que nos envuelve- tiene ese halo aterrorizante, de respetabilidad
temida, en cuanto es quien certifica nuestra normalidad… o nuestra locura. ¿Y a
quién le gusta estar loco? Eso es la patencia de no ser dueños de nosotros
mismos.
A esto hay que
agregarle hoy algo aún más cuestionable: dado que el campo de la
salud/enfermedad mental es tan problemático, los legos en la materia (la gran
mayoría de la población, por cierto) sienten un temor reverencial ante el saber
psiquiátrico. Un “médico de locos” puede decidir el futuro de alguien: su
diagnóstico es lapidario, segrega, cambia la vida. Recibir la etiqueta de
“enfermo mental” tiene un valor de estigma imposible de borrar. Por ello,
distinto a lo que sucede con otras especialidades del campo de la salud, la
palabra del psiquiatra tiene un peso especial. Un diagnóstico de “enfermedad
mental” asusta de un modo especial, se oculta, tiene una carga moral que no
conllevan las “las enfermedades del cuerpo”.
En esa lógica,
aprovechando el temor que todo este ámbito acarrea, viene a sumarse un nuevo
problema: el campo de las enfermedades mentales, justamente por todo lo
anterior, significa la posibilidad de un gran negocio para quien se quiere
aprovechar de esos temores. Vince Parray, ejecutivo de la empresa InVentiv
Communications ligada a grandes fabricantes farmacéuticos, lo dice sin tapujos:
“no hay una categoría terapéutica que
acepte mejor la calificación que el campo de la ansiedad y la depresión, donde
la enfermedad raramente se basa en síntomas mensurables”. Es decir: se
trata de aprovechar mercadológicamente estos temores tan arraigados para, a
partir de eso, desarrollar estrategias comerciales: convencer a la gente sana
que está enferma, o a gente ligeramente enferma de que está muy enferma,
ampliar el problema, magnificarlo, contratar “expertos” que hablen del tema
para aumentar los temores. La población, por tratarse justamente de temas tan
delicados donde está en juego la fantasía de salud y locura, se asusta con
estas enfermedades. Y ahí aparece el medicamento a la medida, fabricado justo
para atacar ese síndrome.
Favoreciendo estas estrategias de venta -que no otra cosa
son- aparece la clasificación psiquiátrica, cada vez más enfocada a “inventar”
nuevos cuadros. El conocido DSM (por sus siglas en inglés, que corresponden a Diagnostic and Statistical Manual of Mental
Disorders -Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales-) de
la APA (American Psychiatric Association,
Asociación Psiquiátrica Estadounidense), hoy día en su V Edición, publicada el
18 de mayo de 2013, presenta en forma creciente “cuadros psicopatológicos”
producto más de la mercadotecnia que de la práctica clínica, “inventados” en
los departamentos de mercadeo de grandes firmas farmacéuticas. Lo que se oculta
tras ello es la voracidad de los laboratorios por vender psicofármacos.
Según estimaciones de
algunos de estos “expertos” que nunca faltan y aparecen hablando pomposamente
-¿quién le discute a la autoridad de un psiquiatra?- 500 millones de personas
en el mundo padecen enfermedades mentales. La necesidad de medicamentos para
atender esto da lugar a lo que decía el citado Vince Parray. Para muestra, lo
sucedido en 1999 en Estados Unidos con el así llamado Trastorno de ansiedad
social. “¿Te imaginas ser alérgico a la
gente?” decía un afiche de propaganda sobre la “nueva enfermedad”
descubierta. 13.3% de la población estadounidense pasó a ser portadora de este
mal (nuevo nombre pretendidamente científico para ¡la timidez!). Más aún: se
llegó a formar una Coalición del Trastorno de ansiedad social para enfrentar el
problema. Claro que…tanto la coalición como la campaña promocional de la
enfermedad y su “droga-maravilla” (el Patzil) las había creado una agencia de
relaciones públicas financiada por el laboratorio Glaxo, fabricante del
medicamento en cuestión. De hecho el Patzil pasó a ser el primer fármaco
vendido para enfrentar esta enfermedad, desplazando a otros similares. El
director de producto del nuevo lanzamiento diría luego que “el sueño de un mercadólogo es encontrar un mercado no identificado o
desconocido y desarrollarlo. Eso es lo que pudimos hacer con el trastorno de
ansiedad social”.
La reciente
actualización del DSM en muy buena medida se maneja con estos criterios:
aparecen “nuevos” trastornos con los que se psiquiatriza el malestar, asustando
a los portadores y sus allegados y al público en general, dejando abierta la
posibilidad de los nuevos fármacos que vienen a resolver el problema en
cuestión. Por cierto: nadie controla esto. Al contrario: el halo de
cientificidad con que se monta todo el circuito no deja lugar a las dudas.
De esta forma del DSM
pasó a ser palabra sagrada en este campo siempre resbaladizo de las
“enfermedades mentales”. Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido “trastorno
bipolar” hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas.
Cuando apareció, se calculaba que el 1% de la población lo padecía; hoy día,
esa cifra subió al 10%. Y el trastorno bipolar pediátrico en unos pocos años
creció “¡alarmantemente!” Pero… ¿estamos todos locos…., o estrategias de
mercadeo?
Antes de la aparición
de los antidepresivos, por ejemplo, en Estados Unidos se consideraba que
padecían “depresión” 100 personas por cada millón de habitantes; hoy día, esa
cantidad subió a 100 mil por un millón. Es decir: un aumento del 1,000%; por
tanto, 10% de su población consume antidepresivos, el doble que en 1996.
Repitamos la pregunta: ¿estamos todos locos…., o estrategias de mercadeo?
Un instrumento como el
DSM abunda en este tipo de ejemplos, de cuadros psiquiátricos de discutible
validez científica, pero de probada eficacia comercial: “trastorno disfórico
premenstrual” para las molestias asociadas con la menstruación, “trastorno de
compra compulsiva” para la conducta consumista, “trastorno desregulador
perturbador del estado de ánimo” para los berrinches infantiles… Incluso la
timidez, como se dijo más arriba, puede recibir alguno de estos rimbombantes
nombres con aire de enfermedad mental. Realmente ¿estamos todos tan locos…., o
se trata de sutiles estrategias de mercadeo? ¿Qué avance real se registra en la
práctica clínica con todas estas nuevas y cada vez más revisadas, corregidas y
aumentadas listas de patologías con sus correspondientes fármacos asociados?
¿Es la enfermedad mental la que crece, o los bolsillos de los fabricantes de
psicofármacos? 100 millones de personas toman diariamente algún psicotrópico en
todo el mundo, es decir: 150 mil dólares por minuto consumidos en ese renglón.
Pero la felicidad está lejos de alcanzarse, por supuesto. ¿Estamos todos tan
locos? ¿Quién dijo que se alcanza la felicidad con comprimidos?
El 1° de abril de 2006
el “Diario médico británico” hizo público el descubrimiento de una nueva
enfermedad psiquiátrica, el “trastorno de deficiencia motivacional”. El mismo
consistía, sintomatológicamente, en letargo e indisposición para trabajar.
Según se daba a conocer, había millones de afectados. Cuando los medios masivos
de comunicación difundieron la noticia, la publicación científica se apresuró a
aclarar las cosas: era una broma por el día de los inocentes. El hecho, sin
quererlo, reveló el mecanismo íntimo de esta mercantilización de la salud: con
una técnica adecuada, cualquier cosa puede venderse.
Así, todo el mundo
puede estar en riego, por lo que a todo el mundo puede recomendársele un
tratamiento preventivo, es decir: el consumo de alguna droga. El drogado
preventivo pareciera marcar la tendencia actual. Al lado de las drogas ilegales
-supuesto flagelo de nuestro mundo, nueva “plaga bíblica” que puede servir para
justificar cualquier cosa, invasiones de países por ejemplo- se desarrolla
impetuoso el mercado de las drogas legales. Pero todo esto, las legales y las
ilegales, ¿no es en definitiva una forma de fabuloso control social planetario?
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