Los procesos de
investigación antropológico-forense conocidos comúnmente como “exhumaciones”
pueden jugar un importante papel en el proceso de recuperación post guerra
vivida en Guatemala. Pueden servir para abrir investigaciones y encontrar
culpables de los graves delitos cometidos (masacres, desapariciones) y, de esa manera,
hacer justicia. Pero corren el riesgo de ser un gesto vacío, políticamente
correcto pero insustancial en su impacto final, si no son parte de un verdadero
proceso de apropiación por parte de las comunidades.
Marcelo Colussi* / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Introducción
En
cualquier momento histórico y en toda forma cultural, los seres humanos hacemos
frente a la finitud, al malestar espiritual, a través de determinados
mecanismos. La revisión de la historia así como la comparación antropológica de
distintas sociedades nos enseña que el sufrimiento moral, las penas, las
ansiedades que produce el proceso de vivir siempre reciben algún tipo de
respuesta, de tratamiento. Entre todas estas aflicciones la relación con la
muerte es la más fuerte. La muerte (aquello de lo que no hay representación
posible, lo que no tiene explicación) es el horizonte espiritual desde donde
transcurre la vida.
Para enfrentar
esas flaquezas constitutivas, este estado de inexorabilidad ante el final que
representa el paso por la vida, existen diversas instancias de amortiguación
del dolor. Hay varias, pero tampoco existe una variedad infinita; hay formas de
abordar este problema que se repiten universalmente y en toda la historia: formas
de explicar lo inexplicable podríamos decir. Para eso están las religiones.
En toda
cultura conocida –lo cual las equipara y viene a confirmar definitivamente que
no hay ninguna mejor que otra, que no hay ninguna superior– se encuentran
cosmovisiones religioso/espirituales. Esto no falta; como incluso no faltó en
las experiencias de socialismo real conocidas, donde supuestamente se caminaba
hacia un presunto ateísmo con base científica. Todo demuestra que los seres
humanos, al enfrentar la sensación de desprotección, de finitud, necesitamos de
un orden que nos organice la vida, que nos constituya y nos dé raíces seguras,
que nos explique el sentido de nuestra proveniencia y nuestro futuro. De
momento, si bien la ciencia avanzó mucho en eso, el papel del pensamiento
mágico-animista sigue estando presente.
El malestar
espiritual, distinto al material, más pernicioso que él en algún sentido (por
la dificultad de encontrarle salidas definitivas), es de más difícil abordaje;
y los resultados de su enfrentamiento, igualmente, no deparan el mismo nivel de
éxito que el de las necesidades concretas (es más fácil llegar a la luna que
dejar de padecer angustia). Existe, podría decirse generalizando, un malestar
intrínseco a toda formación social que debe perpetuamente estar siendo
procesado.
En el
contexto guatemalteco
La
población maya de Guatemala lleva más de 500 años sufriendo hondamente; en
estas últimas décadas ese dolor se vio cruelmente incrementado. La cosmovisión
maya, que en sí misma es una concepción místico-espiritual de la vida (y de la
muerte), ha sido el mecanismo de protección que permitió sobrevivir a los
pueblos. El no haber perdido su identidad histórica, el haber podido conservar
su cultura, su espiritualidad, todo eso funcionó como colchón para aminorar los
efectos de tan grandes y masivos ataques externos.
En el
Occidente moderno, desde el Renacimiento en adelante, marcándose más aún con la
revolución industrial, la idea de ciencia vino a destronar, en buena medida
pero no totalmente, a la religión. El sufrimiento espiritual, en cierta forma,
también pasó a formar parte del universo de la investigación científica; pero
con el mal comienzo de estar concebido desde la taxonomía imperante. De ahí que
el dolor moral, el malestar, pasó rápidamente a ser "enfermedad
mental", psiquiatrizándose desde el momento inaugural. La psiquiatría
manicomial fue la respuesta al "trastorno" psíquico, estableciéndose
desde ahí (fines del siglo XVIII) la figura del médico psiquiatra, del hospital
para locos –el "loquero"– y del padecimiento espiritual como
discordante, como anormal. Inicio que dejó una marca a fuego, imborrable ahora,
por la que se liga indisolublemente salud mental con locura.
No fue sino
hasta el siglo XX que se abrió una pregunta con intención científica respecto
de la subjetividad, del dolor psíquico. Es ahí cuando nace la Psicología como
ciencia moderna.
Con todo
esto queremos decir que siempre han existido mecanismos para afrontar el
sufrimiento subjetivo, el dolor moral. Sacerdotes, guías espirituales, shamanes
o psicólogos –con distintos proyectos, con distintas metodologías– han dado
respuestas a estos temas tan eternos entre los humanos. ¿Cuál es la mejor
respuesta? Desde ya, así formulada, la pregunta es absolutamente inválida.
Todas las ofertas dan alguna respuesta, por eso subsisten.
Los
mecanismos de resolución individual de este tipo de problemáticas son
casi exclusivos de la cosmovisión occidental moderna, donde la subjetividad se
afirma, desde el cogito cartesiano en adelante, como condición del
desarrollo del capitalismo. El "yo" ha destronado al
"nosotros", cosa que no sucede en otras culturas. Entre los pueblos
mayas definitivamente la concepción dominante es comunitaria, todo se juega en
el ámbito de lo colectivo.
Si algo
bueno tienen las ciencias es que formulan conceptos que pretenden tener validez
y efectividad práctica universalmente. En las ciencias naturales nadie pondría
en tela de juicio la validez general de sus conceptos. En Alemania, en la
Amazonia brasileña o en el Tíbet la conceptualización de los átomos puede
hacerse desde los mismos parámetros científicos. Y también lo son las
reacciones físico-químicas de los habitantes de esas áreas: sus mecanismos
respiratorios, sus procesos neurofisiológicos o excretorios. El problema se
plantea cuando lo que está en juego son los objetos de las ciencias sociales,
que implican un compromiso personal del científico en juego: allí no hay
neutralidad posible. Se abre entonces un interrogante epistemológico: si las
ciencias naturales son universales, ¿no lo son también las sociales? Los
conceptos que formula la psicología (insisto: los conceptos, no las
técnicas de intervención) ¿no se aplican igualmente a alemanes, amazónicos y
tibetanos? ¿Funciona distintamente el psiquismo de cada una de estas personas?
Par decirlo
muy rápidamente con algunos ejemplos: la repetición de las religiones
–distintas cada una de ellas, pero religiones al fin– ¿no puede entenderse
desde los mismos parámetros universales: temor a lo desconocido, necesidad de
satisfacción espiritual, esquemas que organicen la vida socialmente en tanto
axiologías? El síndrome de estrés post traumático, nombre con que, según la
Clasificación Internacional de las Enfermedades de la Organización Mundial de
la Salud se conocen los cuadros clínicos con que nos encontramos a diario en la
población afectada por la violencia y cuyos familiares son exhumados, es una
formación que se repite allende las culturas. Ante pérdidas grandes o ante la
posibilidad real de la muerte todos los humanos reaccionamos más o menos igual,
independientemente que esas reacciones estén tamizadas por el tejido cultural.
Intentando
sanar el dolor
Las
exhumaciones, en tanto parte de un ceremonial místico-religioso, constituyen
una práctica muy antigua en la historia humana. La arqueología nos enseña que
las mismas se encuentran presentes ya desde la prehistoria. Ahora bien, hasta
donde se conoce actualmente, nada indica que las mismas hayan hecho parte de la
cultura maya clásica. El sentido de prueba forense para el ámbito de la
justicia es algo muy reciente, de estas últimas décadas, y nacido en el orden
técnico-jurídico occidental.
En
Guatemala, por diversos motivos, se lleva a cabo una gran cantidad de
exhumaciones; y la gran mayoría –casi la totalidad– de las mismas teniendo a la
población maya como su objeto de trabajo (porque los restos exhumados son
mayas, porque los familiares de esos muertos son mayas. Porque la inmensa
mayoría de víctimas de la reciente guerra interna son mayas –el 82% más
precisamente–, lo que permite tipificar lo ocurrido como un virtual genocidio).
Ahora bien: ¿por qué se desarrollan exhumaciones en este país?
El proceso
de investigación antropológico-forense surgió en Guatemala como una forma de
aportar pruebas para demostrar y actuar en contra de las masacres que tuvieron
lugar durante los años de guerra. El impulso de las mismas básicamente proviene
de organizaciones que reivindican, en el sentido más amplio del término, el
trabajo con derechos humanos. Algo interesante a destacar aquí es que todo este
esfuerzo está concebido desde una posición político-ideológica no maya (hay que
apurarse a aclarar que no por ello es anti-maya, obviamente, pero que no viene
desde la cosmovisión clásica de los pueblos que fueron los más castigados
durante el conflicto). Al trabajar con los familiares sobrevivientes de las
masacres se ve que el pedido de justicia, de castigo a los culpables de los
atropellos, no es lo que primeramente destaca. ¿Qué espera de todo esto la
población cuyos familiares son exhumados: justicia, resarcimiento, reparación
psicológica?
Las
investigaciones antropológico-forenses constituyen la posibilidad de aportar
pruebas en los tribunales. Pero junto a ello (y quizá más que ello) sirven como
bálsamo para los familiares de los muertos. Las exhumaciones realizadas en
otros contextos históricos y culturales (Bosnia, Argentina, las de judíos luego
del Holocausto en Europa) apuntan fundamentalmente a la aportación de
evidencias probatorias de los presuntos ilícitos, con miras enjuiciatorias y
condenatorias. En Guatemala, en las comunidades donde tuvo lugar la política
contrainsurgente de "tierra arrasada" y "castigo ejemplar"
(montada sobre una práctica discriminatoria ancestral que se articuló con el
"ladinizar a los indígenas" que guiaba la intervención del ejército),
la búsqueda de la justicia no parece ser, al menos en principio, lo fundamental
en los familiares de la población masacrada. Eso es, más bien, el pedido de
grupos urbanos políticamente comprometidos y alineados en el campo del trabajo
en derechos humanos, más aún en su vertiente cívico-política. Según el
testimonio de los familiares sobrevivientes lo que se espera en las comunidades
es que "sus muertos estén bien enterrados".
Un interés
no se contrapone con el otro. En todo caso, y esto no debe perderse de vista,
hay dos cosmovisiones en juego, quizá no antitéticas, pero sí
diferentes.
El culto a
los muertos en la tradición maya es distinto al occidental. La experiencia de
diversos procesos exhumatorios pareciera indicar que el interés central de la
población de quien se buscan familiares enterrados está depositado en su
cosmovisión espiritual en torno a los muertos. Lo esperado no es tanto la reparación
emocional a partir del trauma vivido (muerte, destrucción, pérdida material),
ni la reparación jurídica de una ofensa, sino el poder brindar un adecuado
descanso, dentro de los cánones culturales fijados, a los muertos en esas
circunstancias traumáticas.
Quizá la
misma forma de organización socio-cultural maya, priorizando lo comunitario
sobre lo individual, sirve como resguardo preventivo y/o terapéutico en
relación al dolor psicológico. Una cultura con un alto componente espiritual y
vertebrada en torno a lo comunal resguarda especialmente de la
"descompensación" individual, para decirlo con términos clínicos. Si
es cierto que hay verdades psicológicas en términos de concepto científico, el
de trauma psíquico pareciera ser una de ellas. Toda persona, independientemente
de su historia socio-cultural, se conmueve ante las pérdidas. Más aún si
las mismas tienen lugar de un modo traumático. Ahora bien: diferentes culturas
pueden ofrecer diversas respuestas a ese dolor: mayor o menor estoicismo, mayor
o menor dramatismo con que se vive la pena, diferencias en el compartir los
sentimientos con los semejantes, más o menos introversión, etc.
¿Para qué
las exhumaciones entonces?
¿Curan,
calman, tranquilizan psicológicamente las exhumaciones? En otros términos, si
no es como aporte de pruebas para un posterior juicio, ¿para qué le sirven a la
gente cuyos familiares son desenterrados?
Las
exhumaciones tienen un valor altamente simbólico. Si cumplen con una misión
reparadora es porque, incluso independientemente que se encuentren todos los
restos de personas desaparecidas, o que todos ellos puedan ser debidamente
identificados, sirven para dar crédito a una historia elidida, reprimida. Y es
una verdad psicológica constatada en toda circunstancia que lo reprimido
siempre retorna, sea en la forma de síntoma, de angustia, de cualquier
trastorno conductual. La historia que se recupera a través de la exhumación es
la de un pasado reprimido que ha estado ahí por años –por décadas– sin
desaparecer, haciéndose presente "patológicamente" en distintas
manifestaciones comunitarias y que, fundamentalmente por el terror todavía
imperante en cada sobreviviente, nunca se había podido expresar abiertamente.
En tal sentido la exhumación cumple con una función liberadora; liberadora de
afectos congelados, de realidades y fantasmas aterrorizantes, aunque no se
encuentren todos los restos que se buscaban.
Es
necesario agregar rápidamente que la población no busca tanto una reparación
psicológico-individual (nadie se siente "enfermo mental")
sino, antes bien, una contención social: lo que se espera es que los muertos
puedan comenzar a descansar bien. Pareciera que los dispositivos espirituales
comunitarios tienen un papel decisivo en la forma de afrontar y resolver el
sufrimiento. El hecho que los espantos no deambulen más por los cementerios
clandestinos tiene, definitivamente, un valor reparador, de promoción de
salud.
La
experiencia enseña que la población no sufre sólo por la masacre vivida sino
–¿fundamentalmente?– por la suerte corrida posteriormente por los muertos. Es
aquí donde se advierte en su cabal dimensión el registro comunitario de la vida
de los pueblos mayas y las diferencias con la cultura occidental. Las
exhumaciones liberan del sufrimiento a la comunidad, permite que todos estén
mejor: los muertos porque ahora podrán ser dignamente enterrados, y los vivos
porque ya no quedan atados al sentimiento de no separación debida con los que
se fueron.
Las
exhumaciones, vistas en este contexto, tienen entonces un alto valor
psicológico, reparador. Pero no debemos confundir esto con la siempre
difícilmente conceptualizada salud mental. El concepto (si es que es tal) "salud
mental" sirve como guiño conceptual, como referente para significar buena
calidad de vida. La salud, en todo caso –y haciendo nuestra la definición
clásica de la OMS– no es la ausencia de enfermedad sino el estado de bienestar
físico, psíquico y social. El término "salud mental"
indefectiblemente está permeado por su carga psiquiátrica, excluyente (la frase
"yo no estoy loco" es su binomio casi obligado).
¿Puede
haber, entonces, una salud mental desde la cosmovisión maya? Mezcla un tanto
complicada. Solamente podría decirse que sí, si entendemos salud mental en
tanto comunitaria, y como sinónimo de calidad (buena) de vida. Hay, de
hecho, prácticas culturales mayas que aportan comunitariamente elementos para
promover un buen estado espiritual. Si lo deseamos, podemos llamar a eso salud
mental; pero hay ahí un retorcimiento conceptual que debe manejarse con precaución.
Quizá la formulación reparación psicosocial –hoy tal vez de moda–, con
todos los problemas que pueden traer este tipo de conceptos, se ajusta más a la
realidad de lo que son las prácticas que se llevan a cabo en los procesos post
bélicos: recuperación de la historia, procesamiento de las heridas
psicológicas, promoción de una cultura de no-violencia superadora de la lógica
militar anterior, inversión fuerte a futuro en la educación de las nuevas
generaciones. Todo esto se puede (y se debe) hacer apelando a los medios de que
se disponga: respetando y promoviendo las culturas tradicionales, aprovechando
las técnicas occidentales debidamente probadas, combinando ambas perspectivas,
etc.
En algunas
circunstancias la realización de las exhumaciones despertaron problemas
comunitarios: reapertura de viejas rivalidades, odios que estaban dormidos,
ánimos de venganza. A nivel individual también mueven sentimientos muy
profundamente, en algunos casos produciendo situaciones de descompensación allí
donde, en principio, se veía un cierto estado de equilibrio emocional:
nuevamente se tocan heridas, se reviven momentos traumáticos, aflora el dolor.
Pero visto en términos globales cabe preguntarse si es pertinente todo esto, si
la exhumación realmente ayuda a los familiares y allegados de las víctimas, si
aporta a la superación del fantasma de la guerra, si contribuye a la
consolidación de los procesos de paz post bélicos. En otros términos: ¿qué
autoriza, en términos éticos, en términos históricos, a llevar adelante una
investigación antropológico-forense? Por lo pronto un primer nivel de respuesta
es la autorización legal: la exhumación es parte de un proceso judicial que
la misma comunidad afectada ha pedido, por lo que eso, en sí mismo, ya es
legitimidad suficiente para llevarla adelante. Por otro lado, y aunque en
principio pueda constatarse, a veces, un aumento en el nivel de conflictividad
de las comunidades a partir de su realización, cualquier trabajo de reparación
psicológica que intenta revisar la historia de un proceso
"problemático" ha de producir dolor al revivir el episodio
traumático.
Vistas
globalmente, y habiendo despejado algo de este equívoco respecto a la salud
mental, podría decirse que las exhumaciones en su conjunto (coordinando
adecuadamente sus distintos componentes: el antropológico-forense, el
psicológico, el legal) tienen un valor de reparación psicosocial. Por tanto,
esto no es un patrimonio de especialistas psicólogos. Es una cuestión mucho más
multidisciplinaria.
La historia
que está en juego en todo el proceso de investigación antropológico-forense no
es ni grata ni placentera; su rememoración seguramente puede despertar
angustias (así como las puede provocar en los equipos técnico-profesionales que
lo llevan adelante). Pero en definitiva afrontar ese pasado es mucho más sano
(aunque algo doloroso) que intentar acallarlo. Es esto lo que autoriza, en
términos humanos, a promover esta "arqueología" de la historia
sangrienta vivida y sufrida recientemente por la población campesina más indefensa:
en definitiva, promueve salud. Y no sólo en los sobrevivientes, sino también
–esto es muy importante– en el colectivo social: la violación de las leyes no
debe quedar impune. Minimizar o simplemente acallar lo que aconteció años atrás
en Guatemala refuerza la impunidad, por tanto la angustia, la exclusión, la
debilidad de los más débiles. Permitir que se diga claramente lo que pasó es
una forma de promover bienestar. En tal sentido, olvidar la historia abre la
posibilidad de repetirla. A propósito: "olvidar es repetir",
puede leerse en un cartel a la entrada de Auschwitz, antiguo campo de
concentración nazi, hoy convertido en museo de la guerra.
A modo de
balance
La medición
del impacto de proyectos sociales es siempre dificultosa, engorrosa. Lo cual no
exime de hacerlo; casi que, justamente por ello, es más justificada e imperiosa
aún su implementación.
Para poder
responder con criterios de veracidad a las interrogantes que este tipo de
trabajos trae aparejado es necesario emprender mediciones específicas,
concretas. Por ejemplo: establecer comparaciones (estudio riguroso mediante)
entre comunidades donde se exhumó hace algún tiempo en cuanto a cómo estaba su
dinámica en aquel entonces y cómo está luego de realizada la exhumación, o
comparar inclusive poblaciones en que hubo investigaciones
antropológico-forenses por fuera del presente tiempo atrás (2, 3, 4 años, o más
aún) y ver qué procesos psicosociales se siguieron posteriormente hasta la
fecha. Solamente al disponerse de esa información pueden establecerse
conclusiones sólidas.
De todos
modos, y dado que ese material no está disponible en estos momentos, podemos
esbozar sin embargo un primer intento de evaluación. Partimos de la base
(teórica, y no podría ser de otra manera) que las exhumaciones cumplen una
función reparadora, en el sentido más amplio del término. Encontrar los restos
de los familiares o allegados desaparecidos y poder darles una adecuada
sepultura –según el rito mortuorio que fuere– no hay dudas que tiene un alto
valor positivo. Los seres humanos necesitamos despedir a nuestros
muertos. De hecho no hay formación cultural que no presente estos dispositivos,
que no tenga una forma de velorio (aceptación y procesamiento de la
pérdida, esto es: proceso de duelo) y entierro (adiós definitivo). Puede
variar, incluso puede ser alegre en algunos casos (una fiesta para despedir al
muerto), pero no falta nunca.
El trauma
vivido en el conflicto guatemalteco por la población civil más golpeada no fue
sólo la pérdida de personas queridas –al igual que en cualquier guerra– sino la
manera en que esa pérdida se dio: sin posibilidad de defensa, sin posibilidad
de llorar a los caídos, sin poder enterrarlos debidamente, teniendo que ocultar
por años el sufrimiento que ello trajo aparejado. Se entiende que exhumar los
restos abre la posibilidad de dignificar una historia terrorífica, vergonzante
incluso, de la que casi no se pudo hablar hasta ahora. En un sentido amplio
puede considerarse a las exhumaciones como una forma de resarcimiento.
Muchas veces,
si bien las exhumaciones se inician siempre forzosamente con el pedido formal
de las comunidades ante una instancia legal, los procesos desarrollados abren
la pregunta en cuanto a si efectivamente se mejora la situación de una
población, si se contribuye a resolver, en parte al menos, la conflictividad
heredada de la guerra, si se ha seguido fielmente lo que la comunidad realmente
demanda.
Podría
pensarse que las investigaciones antropológico-forenses son un elemento que
tiene que ir unido indisolublemente a toda una intervención comunitaria amplia,
de la que hacen parte, pero de la que no pueden desprenderse. Hacer una
exhumación en un lugar al que se llega sólo para esa tarea puntual (aunque
lleve acompañamiento en salud mental comunitaria) puede ser discutible; en
algunos casos puede ayudar a muchas personas a comenzar a atreverse a hablar de
algo muy temido, muy oculto. Puede, incluso, ayudar a tranquilizar a familiares
sobrevivientes hondamente apenados por no haber podido enterrar debidamente a sus
muertos. Pero puede también terminar siendo una buena intención y no más que
eso, que por diversas razones no genera cambios reales en la dinámica
intracomunitaria en relación a los efectos dejados por la violencia de la
represión política. Quizá ayuda, pero no se le saca todo el provecho que se
podría a un esfuerzo de esa magnitud.
Quizá valga
aquí una comparación, que debe ser tomada con toda la altura del caso: una
exhumación hecha desde la lógica y los tiempos de la técnica forense, y a
partir de la denuncia que impulsó un organismo que apoya derechos humanos,
puede ser como impulsar un cultivo de papas allí donde la población espera
desarrollar cultivos de café. Sirve, pero no termina de llenar todas las
expectativas; y hasta es probable que, al no ser lo que se esperaba, la misma
comunidad no le ponga toda la atención del caso.
Hay que
aclarar rápidamente que estos temas son controversiales y quizá no admiten una
respuesta definitiva. Pero en términos generales quizá se podría aportar más a
la consolidación del proceso de justicia post guerra si las exhumaciones se
enmarcaran en un trabajo de resarcimiento comunitario más amplio. Con esto se
apunta a considerar no el trabajo de salud mental de acompañamiento en
exhumaciones sino las exhumaciones mismas, en tanto un todo
multidisciplinario, como un eslabón de una cadena compleja. Por ejemplo: en una
comunidad donde se sabe que hay cementerios clandestinos producto de la guerra
quizá sería de más impacto generar un proyecto multifacético que promueva la
recuperación de la historia y el diálogo (para lo que pueden ser de especial
importancia los equipos de salud mental), ligando eso, hasta donde sea posible,
con proyectos de mejoramiento material (productivos, becas para capacitación,
infraestructurales), y en el que, luego de un tiempo de intervención y dejando
que la misma población lo proponga como una necesidad, pueda surgir la
exhumación ayudando al trabajo de retejido social.
Es
altamente significativo que el grueso de las exhumaciones realizadas en
Guatemala en su escenario de post guerra civil hayan estado financiadas por el
gobierno de Estados Unidos, el mismo que movió los hilos de esa guerra. ¿Qué
agenda hay allí verdaderamente? Desde ya descartamos un presunto "lavado
de conciencia". Los poderes imperiales no tienen nada que lavar; tienen,
por el contrario, intereses que defender. Una exhumación realizada con el mismo
dinero que ayudó a la masacre, como mínimo, abre dudas.
Las
exhumaciones deben concebirse y ser parte de una perspectiva de reparación
amplia que incluye necesariamente el mejoramiento de la calidad de vida de la
población (situación socioeconómica, sistema de justicia, ausencia de miedo,
participación ciudadana), y no solo una intervención jurídico-forense. En definitiva la salud mental
comunitaria (no clínica) no es sino el indicador de esa calidad de vida. Si no
se concibe como parte de un proceso de cambio real, mucho más amplio que un
movimiento controlado de memoria histórica dentro de marcos ya preestablecidos,
se corre el riesgo que la exhumación no pase de ser un gesto políticamente
correcto, pero falto de impacto transformador. ¿Gatopardismo? Sin dudas, se
corre ese riesgo.
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* El autor es Psicólogo y
Licenciado en Filosofía. Argentino de origen, radica desde hace años en
Guatemala. Es investigador del Centro de Estudios sobre Conflictividad, Poder y
Violencia -CENDES- y catedrático en la Universidad Rafael Landívar. Correo
electrónico: mmcolussi@gmail.com
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