La mejor –quizá la
única– manera de recuperar y procesar el pasado es teniéndolo siempre presente,
conociéndolo a fondo, no olvidándolo, ya se trate de los 36 o los 500 años los
que están en juego.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Reconciliación: un concepto problemático
Utilizado en el ámbito
social, pocos términos están tan cargados como el de "reconciliación".
Cargado en todo sentido: política, emotiva, incluso filosóficamente. Por tanto,
"reconciliación" no es una palabra inocente, neutra, aséptica. Mucho
menos neutros son, por tanto, los complejos escenarios en que aparece ni los
procesos político-sociales en que se desenvuelve, en que intenta cobrar cuerpo.
Un exhaustivo recorrido
semántico en torno a su significado muestra que la nota distintiva que lo
caracteriza, en cualquier definición que se presente, está en el hecho de
retornar a un estado previo: el prefijo "re" implica retorno,
regreso, hacer por segunda vez. "Re - conciliar", de esta forma,
sería "volver a un estado previo de conciliación". Es decir: allí
donde había armonía y equilibrio, y por algún motivo se rompió, volver a ese
estado primero sería justamente la reconciliación. Según el Diccionario de la
Real Academia Española, por tanto, reconciliar
es "volver a las amistades, atraer y
acordar los ánimos desunidos".[i]
En general cualquier definición de
la palabra que podamos buscar resalta siempre esa misma esencia. Sin ánimo de
abundar innecesariamente en una exégesis etimológica, citemos –sólo a título
ilustrativo– otra posible conceptualización (del Diccionario Enciclopédico de
Derecho Usual de Guillermo Cabanellas): "restablecimiento
de la amistad, el trato o la paz, después de desavenencia, ruptura o
lucha". En definitiva, y casi a modo de síntesis de un recorrido
filológico que no viene a cuenta presentar aquí, queda claro que lo que prima
en esta noción es el "restablecimiento de vínculos que se rompieron a
causa de un conflicto".[ii]
En el ámbito
interpersonal, en el espacio micro, doméstico, esto funciona con facilidad.
Numerosos, casi cotidianos podría decirse, son los ejemplos que atestiguan
estos procesos: desavenencias conyugales, entre amigos, entre compañeros de
trabajo, entre vecinos, etc., terminan amistosamente superándose el problema
puntual con un retorno a la situación primera de equilibrio, de armonía. La cuestión
se complica –se complica exponencialmente, diríamos, se torna casi un dilema, a
veces insoluble– cuando se trata de la reconciliación en términos macros, en
términos de un colectivo social, de un país.
¿Qué significa
"reconciliar" cuando se trata de una sociedad? ¿Quién debe reconciliarse
con quién? ¿Para qué reconciliarse?
Estas no son meras
preguntas retóricas. Por el contrario, son los cimientos principales que deben
considerarse en toda acción que involucra poblaciones golpeadas por conflictos
armados, por guerras internas; poblaciones que, pese a la crueldad de lo
vivido, necesitan seguir compartiendo un mismo espacio común en su existencia
diaria.
Que dos amigos o dos
cónyuges enemistados por alguna desavenencia de la vida cotidiana puedan
reconciliarse, es algo frecuente, en modo alguno problemático. No surgen allí
dudas filosóficas ni políticas sobre quiénes son los sujetos en juego en el
proceso, ni por qué o para qué se reconcilian. Es esto casi un imperativo de la
cotidianeidad: en el ámbito micro no se puede vivir en perpetuo estado de
conflicto con los rodeantes. Una sana y racional "negociación con la
realidad" impone deponer o moderar puntos de vista personales en pro de
una convivencia tolerable, donde todos pueden perder algo para ganar la posibilidad
de convivir con relativa armonía en el grupo. Vale aquí aquella máxima de
"nadie está obligado a amar al otro, pero sí a respetarlo", en el
sentido de tolerar diferencias para asegurar un clima que permita seguir viviendo
a todos en el día a día.
Luego de procesos
bélicos, y más aún cuando se trata de guerras internas, es ya canónico hablar
de reconciliación. Depuestas las armas –al menos es lo que suele decirse– hay
que "pacificar los corazones". Ello es cierto relativamente: sin
dudas, terminadas las operaciones militares, hay que buscar los mecanismos que
permitan bajar la agresividad desatada. Las guerras producen complejas
modificaciones subjetivas (en lo individual) y éticas (en lo social): todo ser
humano, puesto en esa circunstancia, puede matar a otro semejante en nombre del
ideal que sea, al despersonificarlo y convertirlo en "el enemigo" a
secas, lo cual justifica todo. Y cualquier sociedad puede avalar esas
modificaciones, incluso premiándolas. De hecho, es un héroe quien más enemigos
elimina; en vez de declararlo "asesino", se le condecora. Los valores
en juego en estos períodos se transforman dando lugar a complejas –y a veces
enfermizas– culturas militarizadas. En el contexto de los post conflictos,
"pacificados los corazones", no es infrecuente que sujetos que
hicieron parte de las fuerzas enfrentadas y fueron "enemigos", una
vez alcanzada la paz continúen con su vida cotidiana normal produciéndose
entonces espontáneos procesos de reconciliación, de acercamiento. Pero ese es
un nivel personal, subjetivo. Ello no alcanza para plantear un proceso social,
infinitamente más complejo por cierto.
El entendimiento
armónico entre dos sujetos no constituye la célula de las relaciones sociales;
por el contrario, lo que define las relaciones sociales tiene que ver con el conflicto
(diversos conflictos: económicos, interestatales, étnicos, de géneros, etc.) en
tanto motor de los procesos históricos. Las guerras no son peleas entre dos
individualidades llevadas a una expresión colectiva. Las dinámicas que ponen en
marcha conflictos armados son entrecruzamientos de elementos mucho más
complicados, de más alambicada textura que una desavenencia entre dos personas.
Los enfrentamientos armados, justamente –más aún las guerras internas como la
sufrida en Guatemala– rompen los tejidos sociales.[iii]
Y una guerra como la que aquí se padeció (laboratorio de lo que posteriormente
se conocería como "guerra de cuarta generación", según la moderna
doctrina militar estadounidense)[iv]
busca, entre otras cosas, el enfrentamiento en el seno de la sociedad civil, el
involucramiento de la población no-militar, la conmoción psicológica con
secuelas ideológicas y políticas de largo plazo.
Estas facetas de la
guerra que buscan desgarrar culturalmente a una población, tuvieron en
Guatemala –al igual que en otros países latinoamericanos: Nicaragua, El
Salvador, Colombia– un terreno expedito para desarrollarse. "Involucrar a la población civil en las
tácticas contrainsurgentes, crear las patrullas de autodefensa civil,
establecer diversos mecanismos de control social además de darles entrenamiento
militar y cívico a la población", son los principios que nos orientan
por dónde anduvieron las estrategias desplegadas aquí, según un Manual del
Ejército citado por Jennifer Schimmer.[v]
Si se trataba de destruir los tejidos sociales, sin ningún lugar a dudas ello
se consiguió a la perfección.
La magnitud de la
tragedia humana en juego en estas estrategias es inconmensurable. Ello no es
azaroso; responde a un maquiavélico plan fríamente trazado que buscó esa
descomposición social y ante la cual los mecanismos de afrontamiento que
disponen los seres que la sufren nunca son suficientes. Todas las sociedades
cuentan con alternativas para hacer frente al sufrimiento psicológico y para
sobrellevar medianamente bien situaciones duras: diferentes y variadísimos
rituales ante el dolor de las tragedias, ante la muerte, ante conmociones que
rompen la cotidianeidad; de ahí las religiones, los psicofármacos que reducen
la ansiedad, evasivos varios como las bebidas alcohólicas o ciertos narcóticos.
De todos modos, lo que se buscó –y se logró– con las estrategias de guerra
sucia contrainsurgente supera todo tipo de respuesta: ni los rituales mayas
tradicionales ni los abordajes psicológicos para atención en casos de desastres
pueden extinguir el miedo que dejaron todas aquellas intervenciones. Sin dudas,
las estrategias de descomposición del tejido social tuvieron, y siguen
teniendo, el valor de una catástrofe no-natural imperecedera, tanto por lo
sufrido propiamente dicho (la masacre, la violación, la tortura) como por las
condiciones en que se hizo. ¿Qué sujeto individual o qué sociedad pueden salir
indemnes, perdonar fácilmente, olvidar, creer en las instituciones del Estado o
seguir una vida "normal" después de la catástrofe padecida? Y más aún
si consideramos que en buena medida un alto porcentaje de esa catástrofe se
sufrió a manos de los iguales, de los propios vecinos, de miembros de la propia
familia. ¿Cómo un campesino maya pobre e históricamente excluido puede lograr
perdonar y reconciliarse con un igual, con otro campesino tan maya, tan pobre y
tan históricamente excluido que le perpetró atrocidades inimaginables? Vale
citar al respecto lo dicho en una charla privada por un general de ejército
–cuyo nombre preferimos reservarnos–, más que elocuente por cierto: "los mismos indios nos hicieron el
trabajo".
Los traumas psíquicos
dejan marcas, y aunque se atiendan, muchas veces esas secuelas persisten de por
vida. En términos individuales, pensemos en la pesadillas repetitivas de
aquellos que estuvieron al borde de la muerte (en la guerra, en accidentes, en
naufragios, mujeres violadas sexualmente); la magnitud resultante del ataque
externo fue tan grande que nunca terminan de procesarlo. Lo mismo puede verse
en términos colectivos: ¿acaso los judíos masacrados por los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial pudieron reconciliarse con sus verdugos, o fue necesario
ahí un tremendo trabajo post guerra –incluyendo los famosos juicios de
Nüremberg, juicios que en Guatemala tímidamente se comenzaron a hacer ahora con
el general Ríos Montt, y cuya sentencia condenatoria fue rápidamente anulada
por los "poderes fácticos"– para, no digamos reconciliarse, sino
haber obtenido una mínima armonía social que permite seguir existiendo al
tejido social alemán, con un continuado, constante, diario trabajo de
recuperación de su memoria histórica? "La
culpa no se hereda", pudo decir en ese contexto el canciller Willy
Brandt, "pero se heredan responsabilidades,
misiones".[vi]
"Olvidar es repetir", reza un cartel en la entrada del museo del
horror de Auschwitz, y pese a que hoy por hoy no pareciera posible repetirse un
holocausto con similares características, no dejan de surgir grupos neonazis.
Más que reconciliación, allí hubo justicia, lo cual no es lo mismo.
Atender las heridas de estos desgarradores conflictos no es buscar simplemente
el perdón: es buscar inexorablemente la justicia y la reparación de lo sufrido.
Si algo significa reconciliación es eso. Si no, no pasamos de la declaración
pomposa sin efectos reales.
Algo similar podemos
ver en España: más allá del "destape" post franquista con la masiva
incorporación de esa sociedad a la modernidad europea, socialdemocrática y
favorecida en términos económicos, los fantasmas no reconciliados de la Guerra
Civil aún perduran cinco décadas después del holocausto vivido (allí no hubo un
Nüremberg, y recién quizá ahora se plantea la posibilidad de hacer algo al
respecto. Y se logrará algo efectivo si algún juicio que se lleve adelante no
es luego anulado por una decisión política, tal como sucedió en Guatemala).
Una vez más la pregunta
entonces: ¿qué reconciliar en los procesos de post conflicto? "Ahora está por salir la Ley de Verdad
y Reconciliación", decía una víctima en Sudáfrica. "Eso está muy bien, pero de todos modos
yo no me reconcilio. A mí me llevaron catorce horas en tren de Ciudad del Cabo
a Johannesburgo, a un tribunal. Pero me llevaron en un vagón de ganado y con
cabras, y por esa humillación no hay ley que haga que me reconcilie".[vii]
¿Es acaso un "provocador" antidemocrático quien declaraba esto, un
"enfermo" mental desadaptado? En Chile, sistemáticamente cada 11 de
septiembre, una parte de la población manifiesta contra la dictadura del ahora
ya fallecido general Augusto Pinochet, no faltando las pancartas que rezan: "¡Ni olvido ni perdón. No a la
reconciliación!" ¿Son unos boicoteadores del estado de derecho chileno
quienes así se expresan? En cualquiera de los casos citados la respuesta es "no".
La reconciliación de una sociedad que sale de un profundo conflicto interno
plantea estos interrogantes, al igual que los plantea en Guatemala: ¿puede
haber reconciliación a partir de una ley?
La reconciliación entre
los miembros otrora enfrentados de una sociedad puede darse, por supuesto que
sí. En las comunidades mayas, los lugares más golpeados por la guerra interna
(82% de las víctimas son mayas, según datos de Naciones Unidas), la dinámica
cotidiana puede llevar a eso quizá en forma espontánea. "Pisamos la misma tierra, compartimos el aire",[viii]
decía una víctima del conflicto armado. Los hijos de víctimas y victimarios del
área rural juegan juntos, ajenos en cierta forma a las historias de sus padres.
Sus vidas cotidianas no los enfrentan; por el contrario, la convivencia
pacífica es la matriz en la que crecen, más allá del pasado. Y sus
progenitores, enfrentados algunos años antes, ahora continúan con sus labores
normales, con su cotidianeidad no marcada por un escenario bélico. En cierta
forma, entonces, la vida de todos los días impone una forma de coexistencia sin
enfrentamientos, sin hostilidades a muerte. Pero no son las leyes quienes
logran la reconciliación; los instrumentos jurídicos crean las condiciones para
poder procesar las pesadas cargas de dolor que dejan los conflictos. La
reconciliación es otra cosa.
Un genuino proceso de
reconciliación, de acercamiento con el otro que fue mi enemigo en el pasado,
puede darse. Los tejidos que desgarraron estas guerras asimétricas –guerras
marcadas por las estrategias psicológicas que toman como objetivo militar la
población no combatiente para crear la desorganización y la desestructuración
social–, sin dudas de modo disfuncional, inconveniente, no pertinente, ya
comenzaron a recomponerse. No de la manera más adecuada, por cierto, pero
–utilizando una metáfora que puede ser elocuente–, al igual que la piel que es
rasgada por un cuchillo, desde el momento mismo en que comienza a ser herida
por la hoja del arma, de esa misma manera, los mecanismos de cicatrización
comienzan a trabajar para recomponer el tejido roto. Si la herida provocada por
el puñal sobre la piel, al igual que la herida provocada sobre el tejido social
por el conflicto interno, no es adecuadamente atendida, presentará problemas.
Tiende a cicatrizar, a recomponerse, de ese no hay dudas. Pero mal. Las marcas
quedan, y se pueden tornar horribles.
Una cicatriz mal
tratada –la de la piel o la de las relaciones que hacen el todo social– es
siempre fea, impresentable, vergonzante. Las heridas de la guerra, con el paso
del tiempo, van cerrando. Pero la reconciliación implica mucho más que un manto
de olvido y un dar vuelta la página confiando en que "el tiempo y la
perentoria necesidad de seguir viviendo juntos en una comunidad" logrará
el acercamiento entre las partes antes enfrentadas. Implica un proceso que
redefine las relaciones sociales en una sociedad fragmentada de tal forma que
los antiguos enemigos puedan coexistir aceptablemente uno a la par del otro.
Ese proceso, entendido como un fenómeno social que trasciende historias
puntuales de un determinado victimario junto a una determinada víctima,
necesita de mecanismos legales que creen las condiciones a partir de decisiones
políticas consensuadas y de instrumentos específicos que posibilitan la vida
con dignidad de todos y todas por igual, superando las heridas dejadas por el
pasado enfrentamiento. Pero hay que insistir: los mecanismos legales no reconcilian. Ayudan a crear condiciones
políticas en todo caso; el proceso mismo de la reconciliación tiene mucho más
de psicológico, de complejo encadenamiento de reacciones subjetivas. Y esto, lo
sabemos, no se decreta. Los procesos subjetivos, en definitiva (la alegría, el
enamoramiento, el miedo, el odio, la esperanza…) no funcionan por decreto.
La reconciliación lleva
dos elementos implícitos como mecanismos fundamentales que la definen: por una
lado, el reconocimiento de lo que pasó, la recuperación de la verdad, y por
otro, el mecanismo en virtud del cual las partes encontradas deben: a)
arrepentirse (una de las partes), y b) perdonar (la otra parte). Es decir:
verdad, arrepentimiento y perdón. Retomando la idea ya expuesta: en un nivel
micro es posible –sucede a diario– que se cumpla ese ciclo. La reconciliación
implica la voluntad de ambas partes a querer seguir una relación empática,
arrepintiéndose y perdonando, sobre la base de no negar lo que pasó, de lo que
las enfrentó. El problema se plantea cuando ese esquema se traslada a la
sociedad como un todo. Como lo que define un todo social no son las buenas
intenciones individuales sino las relaciones de poder, en ese complejo tejido y
a nivel macro, es mucho más difícil encontrar arrepentimiento y la voluntad de
pedir perdón. Es más confuso ver ahí el mecanismo, y más difícil que pueda realizarse:
si es un grupo de poder, en nombre de sus intereses, el que victimizó a otro
grupo, ¿podemos creer que honestamente estará dispuesto a pedir perdón? Es por
eso que, en términos sociales, la historia siempre está contada a medias, desde
la lógica del grupo dominante (la historia la escriben los que ganan).
En términos de una
sociedad, reconciliación no es olvido, no es borrón y cuenta nueva con un
llamado a deponer odios del pasado. La basura escondida debajo de la alfombra
no se ve; pero ahí está, y siempre es posible que pueda reaparecer. Hay un
axioma de la ciencia psicológica que dice "lo reprimido siempre retorna,
de manera deformada, como síntoma, pero no desaparece: se reactualiza". Si
lo reprimido es una historia no contada, una historia de abusos y violaciones,
eso sigue estando presente en los imaginarios sociales, en la memoria colectiva
de los pueblos que los sufrieron, reapareciendo de distintas maneras como
síntomas; o para decirlo con terminología clínica: con malestares diversos, con
nuevas manifestaciones de violencia, con gran dolor. E incluso se transpasa a
las nuevas generaciones.
No sólo en Guatemala,
sino en cualquier sociedad que sale de una guerra interna, la palabra
reconciliación es equívoca, llama a ambigüedades, produce contradicciones. En
muchos casos hace alusión velada al olvido de lo ocurrido, a la amnistía de los
victimarios; es decir: fomenta la
impunidad. Ello va de la mano de un llamado al entendimiento, a la buena
voluntad, al amor y la concordia. Pero en términos de grupos sociales –la
experiencia de numerosos casos en distintas sociedades de post guerra lo enseña
con patetismo–, ese "estallido de paz y armonía" no surge nunca
espontáneamente. Esas cosas tan loables por sí mismas pero siempre tan lejos de
las buenas voluntades –la historia no se hace con buenas voluntades sino,
lamentablemente, con violencias–, y la reconciliación en especial, más allá que
puedan circunscribirse a un papel firmado que las legaliza, no se decretan.
Pueden ser legales, pero no legítimas. En todo caso, gracias a lineamientos que
se fijan en legislaciones pero que se edifican en las relaciones concretas
entre los miembros del colectivo, son construcciones que tienen que ver con los
juegos de poder que se dan en la sociedad.
Que el concepto de
reconciliación es equívoco, que está muy cargado y no es nada inocente nos lo
puede mostrar, entre otras cosas, el hecho que la derecha política en la actual
República Bolivariana de Venezuela llamara a "reconciliarse" al ahora
extinto presidente Hugo Chávez, líder de una revolución con tintes socialistas.
¿Por qué ese llamado? ¿Qué significa en ese contexto
"reconciliación": un pedido de no seguir profundizando medidas
populares que podrían desbancar a los tradicionales sectores de poder? Si podemos
tener cierto recelo en el uso de esta palabra, todo lo dicho hasta aquí es
suficiente prueba para ver que constituye uno de los términos menos ingenuos
del vocabulario político. Si la vida política es, inexorablemente, la expresión
de conflictos, la cara visible de la relación de poderes asimétricos con que se
constituyen las sociedades, los llamados a la reconciliación pueden ser la
forma velada de pedir no cambiar nada, no revisar ni pretender remover las
estructuras establecidas.
En otros términos, y en
el contexto de los procesos post bélicos: si es posible acercar partes
enfrentadas buscando una aceptable forma de relacionamiento en que se procesen
sanamente historias desgarradoras, ello necesita no sólo las declaraciones
políticas sino, antes que nada, cambios reales en la distribución de los
poderes, acciones concretas que dignifiquen a las víctimas y castiguen a los
victimarios, hechos constatables que permitan superar las secuelas y
posibiliten seguir viviendo con mayor calidad de vida. Para todo ello son
precisos elementos mínimos: 1) conocer y apropiarse la verdad histórica y 2)
reparar las injusticias. Pero queda claro que para ello son imprescindibles
modificaciones a las estructuras de poder que llevaron a la guerra. Sin esos
reacomodos concretos, tanto la paz como la reconciliación no pueden pasar de
buenas intenciones sin efectos tangibles en la realidad.
La reconciliación en Guatemala
"La historia la
escriben los ganadores", suele decirse. ¿Quién ganó la guerra en Guatemala?
Formalmente el
conflicto armado interno finalizó hace ya casi 18 años, cuando se firmó la Paz
Firme y Duradera en aquel ya lejano domingo 29 de diciembre del 2006. En la
dinámica del post conflicto viene usándose con regularidad el término
reconciliación, aunque no haya unanimidad en su significado. Comienza a aparecer
en el contexto del Acuerdo de Paz de Esquipulas II, en el año 1987, con la
Comisión Nacional de Reconciliación presidida por Monseñor Rodolfo Quezada Toruño,
con lo que se buscaba crear un ambiente de diálogo entre el gobierno y el
movimiento revolucionario armado. En ese entonces, y en ese contexto
determinado, hablar de "reconciliación" era un guiño político
destinado a buscar el fin de los enfrentamientos armados que desgarraban Centroamérica;
es decir: no había tanto un llamado a la contrición cristiana y a la promesa de
no volver a pecar –tal como incluye la idea religiosa de reconciliación– sino
una perspectiva política de buscar salida a las guerras en curso (lo cual
muestra que la Iglesia, además de un poder moral, es un poder con definidos
intereses políticos). Desde ese entonces ha estado siempre presente en la
agenda nacional, si bien no hay consenso sobre qué se quiere decir exactamente
con ello. En 1996, dos meses antes de la firma definitiva de la paz, se aprueba
la Ley de Reconciliación Nacional preparando las condiciones para la
incorporación de desmovilizados de ambos bandos enfrentados en la estructura
social. Pero si bien hace ya años que se utiliza la palabra con mucha
naturalidad, no hay una elaboración profunda sobre el asunto. Y menos aún, una
política orgánica de Estado, sostenible más allá de cada administración. En
todo caso, mucho de lo que se ha venido haciendo al respecto tiene una buena
dosis de reactivo, de coyuntural.
Retorna la pregunta que
se hacía más arriba. ¿Qué reconciliar en Guatemala?: ¿ejército y movimiento
guerrillero?, ¿ex patrulleros de autodefensa civil y sobrevivientes de las
violaciones de derechos humanos en las comunidades mayas del área rural?,
¿finqueros y mozos de finca?, ¿militares y civiles?, ¿indígenas y ladinos?
Si puede ser equívoco
decidir con claridad los actores del proceso, más equívoco aún puede resultar
cómo llevar adelante ese proceso. El país cuenta con una Ley Nacional de
Reconciliación, y en cumplimiento de los Acuerdos de Paz ambas fuerzas otrora
beligerantes cesaron las hostilidades, desarmándose la Unidad Revolucionaria
Nacional Guatemalteca –URNG– y reduciéndose ostensiblemente el ejército. Algo
importante en el proceso de paz guatemalteco, y que lo diferencia de otras
experiencias similares en otras latitudes, es que luego de producido el acto
formal de la firma nunca más volvió a haber combates entre las partes que
suscribieron los acuerdos. En términos estrictos, el conflicto armado concluyó
el día 29 de diciembre del 1996 y desde entonces nunca fue violado el cese al
fuego. Si bien eso podría implicar que el país ya no sufre la violencia armada
de la guerra, que ya se vive "en paz", la realidad cotidiana enseña
otra cosa: la sociedad guatemalteca sufre hoy una epidemia de violencia(s)
fenomenal, con índices que igualan los registrados durante la época del pasado
conflicto armado. Hoy, mediados del 2013, hay 13 muertes violentas diarias promedio, (y 18 muertos
por inanición, ¡no olvidar!, segundo país en desnutrición en Latinoamérica y
sexto en el mundo, según datos de UNICEF). De
mantenerse esta tendencia, en los primeros 25 años luego de la firma de los
Acuerdos de Paz en 1996, el número de muertos superaría al registrado en esas casi
cuatro décadas de enfrentamiento armado, período en el que el promedio de
muertes diarias era de 10. Por otro lado hay, en términos absolutos y
relativos, más armas de fuego portátiles y más población armada hoy día que
durante los años de la guerra interna. Si la reconciliación la entendemos como
llave para la pacificación, evidentemente algo ahí no está funcionando bien. O,
si profundizamos el análisis, esa situación nos da una pista para seguir
indagando: con la firma de la paz, ¿cambiaron efectivamente las relaciones de
poder de la sociedad guatemalteca?
Esto nos permite ver
que aún queda por definirse con precisión cómo entender la reconciliación. Lo
primero que salta a la vista es que se trata de algo equívoco; si la tomamos
como sinónimo de entendimiento y armonía, eso no parece marcar la situación
actual de la sociedad guatemalteca.
Para ver cómo se teje
ese concepto, podemos recorrer algunos ejercicios de investigación realizados
en el país algunos años atrás con distintos grupos poblacionales. Al menos dos
de estas investigaciones pueden sernos de utilidad: una realizada por el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD– entre el 2000 y el 2001
con la participación de más de 50 instituciones de sociedad civil y del Estado,[ix]
y otra realizada en el ámbito académico por las investigadoras Amanda Rodas,
Mariel Aguilar y Rosa Wantland en el año 2002, donde confluyeron los más
diversos sectores que conforman la sociedad guatemalteca.[x]
En ambas experiencias quedó claro que hay visiones antagónicas sobre la
reconciliación, pudiendo presentarse argumentos exactamente opuestos entre sí
refiriéndose a lo mismo. Para algunos sectores sociales (los identificados con
los poderes tradicionales: la cúpula económica y el ejército, los mismos que
lograron revertir ahora la sentencia en el caso Ríos Montt), el conocimiento de
la verdad histórica del conflicto armado a través de los informes de la
Comisión para el Esclarecimiento Histórico de Naciones Unidas o del Proyecto
REMHI de la Iglesia Católica son los verdaderos obstáculos para la
reconciliación, en tanto que para todos los otros sectores entrevistados –desde
víctimas directas de la guerra a grupos de derechos humanos, desde movimiento
campesino a intelectuales– lo que impide un genuino proceso de reconciliación
es, justamente, el escamotear esa verdad histórica. En otros términos: la
impunidad. Puede verse entonces que el término sigue siendo controvertido.
Pero la controversia no
se plantea sólo en el campo discursivo, académico; no se trata de una
diferencia doctrinaria producto de un ejercicio intelectual. Es una diferencia
política derivada de proyectos antitéticos, es la expresión de poderes que se
relacionan asimétricamente y que tienen una larga data. El conflicto armado
interno que duró 36 años y ocasionó 200.000 muertos y alrededor de 45.000
desaparecidos, con un millón de desplazados internos, con más de 600 aldeas
masacradas y estrategias terroríficas de militarización de toda la sociedad,
fue expresión de un proceso histórico que ya lleva siglos. El ejecutor de esas
enormes violaciones a los derechos humanos fue básicamente el ejército, y en
buena medida esa virtual fuerza de ocupación interna que constituyeron las
patrullas de autodefensa civil (campesinos mayas pobres que se vieron obligados
a controlar, y en muchos casos masacrar, a otros campesinos mayas pobres). Pero
lo que estalló con la guerra que comienza en 1960 (con unos jóvenes militares
díscolos, nacionalistas, que se levantaron contra las injusticias históricas
sin ser un planteo marxista en sentido estricto) no es sino la expresión de
algo que hoy sigue presente, y que hace a la estructura más profunda de esta sociedad.
La situación actual de Guatemala, 2013, con su imparable epidemia de violencia
y esa historia de 245.000 muertos en la guerra interna en estos últimos años
más todo el dolor que eso trae como secuela, va más allá de ese conflicto
puntual que tuvo como protagonistas al ejército y al movimiento insurgente, y
que golpeó especialmente al campesinado maya, base social de la guerrilla según
la lógica contrainsurgente. "La historia inmediata no es
suficiente para explicar el enfrentamiento armado",
concluye la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. "La concentración del poder económico y político, el carácter
racista y discriminatorio de la sociedad frente a la mayoría de la población
que es indígena, y la exclusión económica y social de grandes sectores
empobrecidos –mayas y ladinos– se han expresado en el analfabetismo y la
consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas de la nación".[xi]
En ese contexto se
torna difícil, cuando no imposible, reconciliar las partes. Porque –insistimos
una vez más con lo mismo– ni siquiera está claro quiénes deben ser los actores
de esa reconciliación. Si la pobreza crónica, si la exclusión sistemática de
las grandes mayorías y su marginación en el edificio social, si el racismo y la
cultura de la impunidad han sido la constante de una historia que ya lleva
varios siglos, todo lo cual pudo expresarse monstruosamente en el recién pasado
conflicto interno, si todo ese entrecruzamiento de causas posibilitó que en un
momento dado, al encontrarse todas las puertas cerradas para los cambios
políticos que esas mayorías reclamaban se generara una guerra interna con las
características ya conocidas, es casi imposible pensar que ahora, firmada la
paz entre los insurgentes y el Estado al que se quería transformar, se pueda
caminar hacia el entendimiento. En ese sentido es problemático hablar de
reconciliación, porque la misma muy difícilmente será posible si la entendemos
como el haber llegado a una concordia social. Las causas históricas y
estructurales que pudieron posibilitar la pasada guerra interna no han desaparecido,
por lo que no termina de quedar claro qué reconciliar entonces. Y la reciente
movida política de anular la sentencia a quien es un símbolo de esa guerra, el
general José Efraín Ríos Montt (pues durante su presidencia de facto tuvo lugar
la mayor cantidad de masacres), en modo alguno puede ayudar a la
reconciliación. Por el contrario, prácticamente la sepulta.
Ahora bien: si
reconciliación intenta significar –como lo quieren algunos sectores– olvidar el
pasado reciente, olvidar la guerra sucia, olvidar la violación sistemática de
derechos humanos en que vivió el país por largos años, eso significa también,
en forma indirecta, olvidar las causas estructurales que encendieron esa
guerra. La posición contraria, aquella que intenta recuperar la memoria
histórica para no olvidar lo ocurrido en el conflicto armado buscando justicia
y reparación de los daños sufridos, aproxima más a la idea de reconciliación.
Pero quizá, extremando las cosas, podría preguntarse si es posible realmente
alcanzar una sociedad reconciliada, o el objetivo deseable –quizá el único
posible– no es sino seguir trabajando por una sociedad con más cuotas de
justicia. Reconciliación, como en alguna medida se plantea con estas
iniciativas que se están llevando a cabo hoy día aunque sin decirlo así
expresamente, sería en todo caso búsqueda de mayor justicia. Pero no solo para
castigar a los culpables del genocidio vivido (algún militar como símbolo, para
el caso el general Ríos Montt) y para reparar las secuelas que el mismo dejó,
sino como transformación de las matrices sociales con que el país ha venido
desarrollándose, con un Estado que no está al servicio del colectivo sino que
funcionó sólo como instrumento de los poderes intocables que marcan la historia
nacional.
Ello lleva a plantearse
entonces cómo entender una "sociedad reconciliada": ¿una sociedad donde
se terminaron los conflictos?, ¿una sociedad guiada por el amor fraterno?, ¿una
sociedad donde no hay diferencias? Eso, simplemente, no existe, por lo que ni
siquiera es realista planteárnoslo. En todo caso, si a algo podemos aspirar, es
a profundizar la búsqueda de mayor justicia social. La reparación de los daños
del conflicto armado interno puede ser una importante llave en esa tarea. Un
proceso de reconciliación que no toca esto, que no busca mayores cuotas de
justicia social, para decirlo con una expresión de un ex funcionario del
Programa Nacional de Resarcimiento, "es
una casa con techo de vidrio".[xii]
El rol del Estado en el proceso de reconciliación de Guatemala
Las experiencias de
procesos post bélicos en distintas partes del mundo así como lo manifestado por
todos los sectores consultados en las investigaciones sobre reconciliación
antes citados realizadas en Guatemala, encuentran que el Estado debe ser el eje
en torno al cual construir la consolidación de la paz y todas las tareas que
impone el fin de una guerra interna. La reconciliación, por tanto, es un
proceso que trasciende a las víctimas y a los victimarios por lo que, en
consecuencia, debe ser impulsada por la sociedad en su conjunto, necesitando el
concurso de una instancia superior que hace de garantía. Esa instancia es el
Estado, en tanto ente que garantiza el buen funcionamiento, armónico y justo,
de las distintas partes que componen el tejido social. Pero justamente ahí se
plantea el problema en la realidad guatemalteca: ¿de qué Estado se habla?
La historia del país
nos confronta con un Estado que ha jugado siempre desequilibradamente a favor
de grupos de poder económico y no como ente armonizador entre los distintos
sectores que componen la sociedad. El hecho de que en muchos aspectos
fundamentales de la vida nacional el Estado haya sido históricamente muy débil,
o incluso ausente, es una forma de evidenciar la política que los grandes
grupos económicos han mantenido: diferencias enormes con los sectores más
oprimidos, que constituyen la mano de obra no calificada, barata y sin mayor
organización sindical que les permitió acumular grandes fortunas a partir de
economías de exportación (el añil en su momento, luego el café, el banano o la
caña de azúcar, hoy la palma africana). Como se ha dicho en más de una ocasión:
un Estado-finquero, es decir, un aparato estatal puesto al servicio de la
agroexportación manejado por unas pocas familias. Estado, por tanto, que se
edificó sobre la base de una exclusión estructural y con una posición siempre
racista, discriminatoria. La mala calidad o inexistencia de ámbitos básicos
(salud, educación, política habitacional, seguridad) evidencia la historia
misma del país. La recaudación tributaria con que se alimenta el presupuesto
nacional (que al día de hoy no supera el 12% del Producto Bruto Interno)
muestra fehacientemente esta historia. Dicho en otros términos: el Estado no ha
resuelto los grandes problemas básicos de la sociedad guatemalteca, y como van
las cosas, al menos con esa recaudación impositiva, no pareciera muy posible
lograrlo. La situación de debilidad estructural del Estado se acentúa
dramáticamente en las áreas rurales, dado el racismo imperante que segrega
desde hace siglos a las grandes poblaciones mayas. No es exagerado decir que,
viendo la diferencia entre la capital y el interior del país donde habitan los
pueblos mayas, se está ante dos mundos distintos, incomunicados muchas veces.
Para muchos sectores en
el interior del territorio nacional, fundamentalmente en el área de Occidente
donde asientan las poblaciones mayas, el Estado se hizo evidente con fuerza
recién para la década de los 70 del siglo pasado; pero no de modo constructivo,
sino a través de un conflicto armado. El Estado por primera vez tuvo una
presencia fuerte, contundente –y por cierto muy eficiente en la tarea
planteada– a través de la guerra interna. Con la estrategia contrainsurgente
que marcó la totalidad de la vida nacional, la militarización barrió el
interior. Allí donde nunca había habido ni caminos de penetración, escuelas
públicas ni puestos de salud, allí donde nunca llegaba una campaña de
vacunación o la luz eléctrica, proyectos de agua entubada o créditos para la
producción agropecuaria, allí llegó el Estado por medio del ejército. Y no para
vacunar o para promover proyectos productivos precisamente.
Es importante recalcar
el papel del ejército en toda esta dinámica. Hoy día, luego de la firma de la
paz, existe la tendencia a verlo como el responsable del genocidio vivido en
las pasadas décadas. En cierta forma, lo es; aunque hay que entender eso en la
dinámica político-social que lo posibilitó en un contexto histórico
determinado. "Dicen que el ejército
tiene que pedir perdón. ¿Perdón de qué? todo lo que el ejército hizo fue
cumplir órdenes, de acuerdo al mandato constitucional. Ahora los que hicieron
muchas cosas se hacen las blancas palomas. ¿Acaso uno no sabe de las
responsabilidades de varias personas, instituciones y sectores?", se
preguntaba una de las personas entrevistadas en el citado estudio del PNUD.[xiii]
El país se vio envuelto
en un brutal conflicto interno en el marco de la Guerra Fría que marcó largas
décadas del siglo XX, enfrentamiento entre dos bloques de poder, entre dos
ideologías y proyectos de sociedad irreconciliables que nunca llevó a disparar
un misil nuclear entre Washington y Moscú pero que se trasuntó en mortíferas
guerras internas a lo largo de buena parte de la geografía del mundo. En la
región centroamericana, las guerras de Nicaragua, El Salvador y Guatemala lo
patentizaron de modo elocuente. Y en Guatemala en particular, luego del triunfo
sandinista en 1979 en la vecina Nicaragua y ante el auge del movimiento armado
y la organización de base que se venía dando en el país, la respuesta
anticomunista –ya presente desde 1954 luego de la decapitación de la
"primavera democrática"– fue contundente. Los grupos de poder,
aquellos en cuyo beneficio el Estado-finquero tenía el perfil que lo
caracterizó por largos años con su carácter racista y excluyente, en el medio
de esa hiper caliente Guerra Fría que marcaba la dinámica internacional,
reaccionaron. El ejército, tal como lo dice el testimonio citado, no hizo sino
cumplir su mandato. Las tácticas contrainsurgentes fueron la respuesta orgánica
de un modelo de sociedad –la que representa ese Estado-finquero justamente–
ante la posibilidad real de un cambio, de una transformación en las estructuras
que comenzaba a tomar cuerpo. La respuesta del ejército –sin dudas enorme,
enérgica, sin miramientos– fue, en definitiva, aquello para lo que todas las
fuerzas armadas del continente habían sido preparadas por años en la doctrina
de Seguridad Nacional impulsada por la geopolítica estadounidense. Por cierto
que como institución no está exento de responsabilidad en las masacres,
torturas, desaparición de personas y toda técnica de guerra sucia que utilizó
(¿acaso los niños masacrados a patadas o golpeados contra las rocas eran
combatientes?, ¿eran guerrilleros los fetos arrancados de los vientres
maternos?, ¿lo eran los ancianos muertos a machetazos?, ¿era necesario
incendiar casas y sembradíos de los campesinos indígenas para combatir a la
guerrilla?), pero ello no es sino la puesta en práctica de lo aprendido. ¿Para
qué, si no, la escuela de las Américas, la Academia de West Point y los cursos
de contrainsurgencia diseñados por Washington? ¿Para qué, si no, el
anticomunismo visceral en que se formaron los oficiales latinoamericanos por largos
años? Ríos Montt no es sino la expresión de todo ello, como lo fueron Pinochet
en Chile, Videla en Argentina o cuanto militar latinoamericano participó en
alguna de estas guerras sucias.
Aunque sin dudas tiene
un grado de responsabilidad en el conflicto vivido (por cierto lo tiene, y
grande), el ejército no debe quedar como "el malo de la película",
porque ello sería escamotear la verdad histórica. Fue el Estado en su conjunto
quien reaccionó, el tradicional Estado-finquero, siendo el ejército su brazo
ejecutor. Eso no hay que perderlo de vista. En esa estrategia surgieron, como
mecanismo paraestatal, las patrullas de autodefensa civil. Todos esos
mecanismos de control social no fueron "excesos", "errores"
o "desviaciones psicopatológicas en la aplicación de órdenes
recibidas"; fueron parte de una estrategia de dominación fríamente pensada.
"Si bien en el enfrentamiento armado aparecen como
actores visibles el ejército y la insurgencia, la investigación realizada por
la CEH ha puesto en evidencia la responsabilidad y participación de los grupos
de poder económico, los partidos políticos y los diversos sectores de la
sociedad civil. El Estado entero con todos sus recursos ha estado involucrado.
Reducir el enfrentamiento a una lógica de dos actores no explicaría la génesis,
desarrollo y perpetuación de la violencia, ni la constante movilización y
diversa participación sociales que buscaban reivindicaciones sociales,
económicas y políticas", pudo concluir la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico.[xiv]
Durante la guerra
interna fue ese Estado el que reprimió fenomenalmente a la población,
militarizando todos los espacios de la vida nacional, promoviendo el terrorismo
y la violación sistemática de los derechos humanos como práctica cotidiana en
su actuar, sin ninguna instancia superior que pudiera fiscalizarlo. Habiéndose
llegado a la firma de la paz –más por una coyuntura internacional desfavorable
al movimiento insurgente que llevó a esa salida concertada (caída del campo
socialista) que por un proceso de negociación en igualdad de condiciones con el
gobierno de turno–, es ese mismo Estado que por décadas se había constituido en
violador a los derechos de la población quien debe encargarse de impulsar las
correspondientes políticas de pacificación y reconciliación.
Finalizada la guerra
interna desde el Estado –y al mismo tiempo también desde la sociedad civil– se
emprendieron numerosas iniciativas para reparar y transformar las secuelas del
enfrentamiento y la cultura violenta que dejaron 36 años de militarización. Se
habló insistentemente de reconciliación. Pero luego de más de una década y
media de firmados los Acuerdos de Paz, la violencia en términos generales no
decrece y las heridas del conflicto armado interno no terminan de cerrar. La
demostración de impunidad recientemente sufrida con la anulación de la
sentencia contra el general Ríos Montt prácticamente alejan esa posibilidad
para siempre. Olvidar las secuelas, obviamente, no es cerrarlas. Incluso la
violencia ha tomado otras formas con la aparición de nuevas expresiones; ahí
están la "epidemia" de criminalidad inundando todo, el crecimiento
imparable de pandillas juveniles (las maras), los linchamientos, la mal llamada
limpieza social, el feminicidio en curso con cantidad de mujeres asesinadas
diariamente y en algunos casos desmembradas, expresiones todas que sirven para
recordar que la guerra terminó…, pero no tanto. Como se mostraba anteriormente,
en términos epidemiológicos de salud pública la situación en relación a la
violencia no solo no mejora sino que empeora. ¿Por qué? ¿Algo se está haciendo
mal en los programas que intentan sembrar la reconciliación en la sociedad y
una nueva cultura de paz? ¿Es más difícil de lo que se pensaba transformar
pautas de comportamiento social? ¿Acaso la sociedad guatemalteca está
fatalmente condenada a vivir en un clima de violencia aceptado como la cruda
normalidad? ¿O existen sectores que favorecen la perpetuación de este clima de
violencia? ¿Qué se busca desde el Estado cuando se habla de "reconciliación"?
Si bien se han dado
pasos formales desde el aparato de Estado para desmontar los mecanismos de la
guerra interna y se cumplieron cabalmente algunos de los acuerdos establecidos
(por ejemplo los de desmovilización del movimiento guerrillero y reducción del
ejército), la experiencia de estos años muestra que todo ese proceso ha ido muy
lento, mucho más de lo necesario para lograr efectos importantes. Al día de hoy
hay un atraso muy grande en la implementación de esos acuerdos y la
institucionalidad de la paz luce bastante débil. Buena parte de lo hecho en el
campo de la post guerra en relación a la búsqueda de justicia y reparación de
las víctimas –elementos que hacen al corazón de una política de reconciliación–
han sido impulsado por el movimiento social, por ONG's de derechos humanos, por
organizaciones mayas. Ante una presión constante y en ocasiones decisivas de
esos sectores, el Estado se limitó a ignorar u obstruir muchos de esos
procesos, o en todo caso, a tener políticas reactivas, pero rara vez tomó la iniciativa.
Eso se repitió en las distintas administraciones que vinieron ocupando el
aparato estatal desde la firma de la paz en adelante, no siendo patrimonio del
actual gobierno, encabezado justamente por un ex militar.
Es muy importante
destacar al respecto que buena parte de esas acciones han venido siendo
financiadas por la cooperación internacional, lo cual muestra, por un lado, la
escasa voluntad del Estado para estar a la altura de las circunstancias
requeridas, y por otro, la poca sostenibilidad en el tiempo de las mismas.
Pasadas cinco
administraciones desde la firma de la paz (Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Oscar
Berger, Álvaro Colom y la actual de Otto Pérez Molina), el Estado no ha jugado
hasta ahora un papel decisivo en la implementación de soluciones a los
problemas derivados de la post guerra. La reconciliación, en términos
generales, sigue siendo una asignatura pendiente. En el momento de su
presentación en 1998, el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico
sorprendió incluso a los grupos defensores de derechos humanos abriendo grandes
expectativas. Por el contrario, el gobierno de Álvaro Arzú, el mismo que puso
la firma al acuerdo de paz firme y duradera en 1996, rechazó públicamente gran
parte de las recomendaciones allí indicadas considerándolas ya cumplidas o
fuera de la competencia de la comisión de Naciones Unidas.[xv]
Hace años que se viene
diciendo insistentemente que sólo conociendo la verdad de lo ocurrido se puede
enfrentar, procesar y superar un pasado luctuoso, evitando que se repita, pero
al día de hoy la historia recuperada por el Informe "Guatemala. Memoria
del silencio" de la CEH (así como el esfuerzo similar de la Iglesia
Católica a través del estudio "Guatemala: nunca más") sigue siendo
muy poco difundida. A nivel oficial el Estado no tiene una clara política de
enseñar sobre el tema (por ejemplo a través de su inclusión en los programas de
estudio del Ministerio de Educación) ni de apoyar procesos de búsqueda de la
verdad o del paradero de los desaparecidos durante el reciente enfrentamiento.
De alrededor de 1,000 procesos de exhumaciones de cementerios clandestinos
desarrollados a la fecha, no hay prácticamente ningún caso llevado a los
tribunales de justicia. Está claro que la mayor parte, por no decir
prácticamente todo el esfuerzo de recuperación de la memoria histórica de lo
vivido en el conflicto armado interno lo ha venido impulsando la sociedad civil
organizada. En ese sentido cabe la pregunta: ¿de qué sirve conocer la verdad si
va acompañada del silencio? Y si el Estado llega a un juicio histórico como el
recientemente celebrado contra Ríos Montt y su jefe de inteligencia, el general
José Mauricio Rodríguez Sánchez, los poderes tradicionales se encargan de
silenciarlos. ¿De qué reconciliación puede hablarse entonces?
El papel jugado por el
Estado en estos años de post guerra en cuanto al afianzamiento de la paz es débil,
como débil es su perfil histórico en toda la historia nacional. Ello puede
apreciarse en los presupuestos destinados a los entes encargados de viabilizar
los Acuerdos de Paz, siempre exiguos. Por varios años la Secretaría de la Paz,
con pequeños presupuestos, se dedicó a resarcir a víctimas del conflicto
armando interno por medio de proyectos que son, de suyo, tarea natural de los
distintos órganos del Estado: proyectos de agua potable, planes habitacionales,
construcción de caminos. Eso muestra una filosofía de base, y más aún: una
correlación de fuerzas políticas. El Estado-finquero tradicional, si bien no es
ahora el mismo de comienzos del siglo XX o el del período de la dictadura de
Jorge Ubico, no ha cambiado en lo sustancial, porque no han cambiado las relaciones
de poder en el seno de la sociedad ni la cosmovisión en juego, es decir: una
concepción racista, excluyente y patriarcal. Sólo para ilustrarlo con algún
ejemplo: al día de hoy los cargos gubernamentales con poder de decisión o la
composición del poder legislativo muestran una bajísima presencia de población
maya en un país donde los pueblos originarios son mayoría. O, por otro lado, recién
en el año 2006, 10 años después de firmada la paz firme y duradera, fue
derogada la normativa legal que exoneraba de responsabilidad penal a los
violadores que se casaran con su víctima, siempre y cuando ésta fuera mayor de
12 años. Es decir: el racismo y el patriarcado presentes como virtuales
políticas públicas.
La Ley de
Reconciliación Nacional aprobada en 1996 no ha servido mucho para reconciliar
la sociedad;[xvi]
allí queda expresamente abierto el camino para llevar a la justicia a los
perpetradores de violaciones de derechos humanos a partir de hechos como
tortura, masacre o desaparición forzada de personas. Pero ese camino nunca
logra recorrerse. La Misión de Verificación para Guatemala de Naciones Unidas
que acompañó por varios años el proceso de paz –MINUGUA– criticó en varias
ocasiones la obstrucción de este camino por parte del Estado. El Ministerio
Público nunca inició investigaciones por cuenta propia y tampoco investiga las
denuncias que se presentan, incluso resistiéndose o negándose muchas veces a
recibirlas. Solo en contadas ocasiones se logró iniciar un proceso judicial contra
responsables de graves violaciones ocurridas durante la guerra interna. Estos
procesos, en general, fueron acompañados por intimidaciones o amenazas para
quienes denuncian, aún siendo jueces o fiscales. En algunos contados casos se
logra una sentencia, aunque esto ocurre cuando los acusados son ex patrulleros
de autodefensa civil, nunca miembros del ejército. Por este motivo los
denunciantes han debido recurrir al sistema interamericano de justicia, que no
identifica responsables individuales. Es de destacar que la actitud de las
administraciones en este ámbito internacional es muy diferente. En varios casos
se reconoció la responsabilidad del Estado llegándose a pagar indemnizaciones,
pero eso evidencia que la política dirigida a superar el pasado pareciera tener
una cara interna y otra internacional. De todos modos, hecho el balance de lo
actuado hasta ahora en el ámbito de la justicia, puede verse que hay mucho que
recorrer aún. Y, una vez, la oportunidad histórica que se abrió con el proceso
contra estos dos militares recientemente (Rodríguez Sánchez y Ríos Montt)
rápidamente quedó clausurada. El mensaje en juego es más que inequívoco.
No hay dudas que desde
el Estado, en las diversas administraciones habidas desde la firma de la paz en
1996, ya sea por presiones del movimiento social guatemalteco o por necesarios
reacomodos ante la coyuntura política internacional, ha habido al menos la
intención de tomar la reconciliación post conflicto como un tema importante; al
menos, eso se declamaba. Aunque no con toda la fuerza que se esperaba, se han
venido cumpliendo algunas recomendaciones dadas por la CEH. De hecho en estos momentos
existe un día de conmemoración a las víctimas, se ha reconocido la
responsabilidad del Estado en muchos casos ante la jurisdicción internacional,
existe un programa específico de reparación, se están realizando exhumaciones.
Pero queda la pregunta: del modo que todo esto se está desarrollando, ¿alcanza
efectivamente para reconciliar? Si se quiere preguntar de otro modo: ¿el país
está en paz? La sola pregunta hace reír…¡o llorar!
La dinámica social y
política ha ido llevando a concebir la idea de reconciliación, básicamente, en
relación a resarcir los daños de los más afectados, que son las poblaciones
mayas del interior del país. Pero en este punto no debe olvidarse que buena
parte de esa población maya formó parte (obligada sin dudas, pero ahí está la
complicación en juego) de las patrullas de autodefensa civil, las que
justamente aparecen en infinidad de casos como victimarios, como perpetradores
de los abusos cometidos durante la guerra. Es esto lo que complejiza mucho las
cosas, en tanto deja siempre abierta la cuestión de cómo y a quién reconciliar.
Está claro que reconciliar no puede consistir en decir una vez la verdad y después
callarla, no puede ser decir que se permite hacer justicia y después, en los
hechos concretos, evadirla. Y menos aún, reconciliación no puede ser crear un
programa nacional para resarcir a los más afectados sólo con la entrega de una
determinada cantidad de dinero, en tanto la verdad y la justicia siguen
ausentes.
¿Reconciliación o reparación?
La modalidad con se
desenvolvió la guerra interna en Guatemala no fue azarosa; la idea del alto
mando militar –y de los estrategas del Pentágono, que son en definitiva quienes
pusieron en marcha estas estrategias de "guerras de baja intensidad"[xvii]
que se repiten en diversos puntos de Latinoamérica– fue crear condiciones para
desmovilizar al movimiento insurgente, pero más aún a toda su base social
sentando condiciones para que eso se perpetúe por varias generaciones. Las
estrategias contrainsurgentes consistieron no tanto en golpear militarmente a
las guerrillas sino en ahogarlas ("quitarle
el agua al pez"), desarrollando técnicas de control social y terror
con los civiles a quienes ese movimiento revolucionario se dirigía. La aparente división infranqueable
entre "víctimas" (guerrilleros subversivos y su base comunitaria) y
"victimarios" (ex patrulleros de autodefensa civil) a que hoy asistimos
en las regiones más castigadas por la guerra es producto de una tan genial como
perversa estrategia político-militar. El "divide y reinarás" de
Maquiavelo se muestra más vivo que nunca ahí.
"Pero como nosotros conocemos, la guerrilla es la
misma familia; todos vecinos, y el ejército también la misma familia. Algunos
vecinos están con el ejército. Eso duele, porque los mismos hijos de algunos
vecinos vinieron a masacrarnos", expresaba un ex patrullero de la
localidad de Chupol, en el departamento de Quiché.[xviii]
Dividir es la mejor
manera de impedir la organización social. Romper la cohesión de la comunidad
descomponiendo sus tejidos naturales posibilita mantener desintegrada a una
población, y por tanto, quitarle su energía para impulsar luchas
reivindicativas. Es en esa lógica maquiavélica que debe entenderse entonces la
forma que tomó la respuesta contrainsurgente, fundamentalmente en las áreas
mayas del Occidente del país donde actuó el movimiento insurgente desde los
años 70, luego de su retiro de Oriente, donde surgió y fue quebrado en términos
militares en la década del 60. Dividir, enfrentar entre sí a los mismos
pobladores de la misma familia, crear condiciones "enloquecedoras"
que favorezcan la fragmentación –vale releer la cita del ex patrullero recién
citada– fue el corazón de la estrategia estatal en juego. Y es el
"divisionismo" religioso (utilizando la palabra que los mismos
pobladores emplean en la actualidad para describir el estado de sus
comunidades) una de los elementos presentes más fuertes en la actual dinámica
del área maya. Luego de la forzada catequización llevada a cabo durante siglos
de colonia que dio como resultado una población totalmente católica –al menos
en su expresión oficial: las tradiciones mayas nunca se perdieron–, hoy
asistimos a una masiva conversión de esas mismas poblaciones hacia los nuevos
cultos evangélicos. Se estima que alrededor del 60% de las poblaciones mayas,
las mismas que quedaron divididas entre "víctimas" y
"victimarios" después de la guerra, actualmente hace parte de alguna
iglesia neopentecostal, cultos que apuntan de un modo virulento –y por cierto
efectivo– a despreocuparse de lo terrenal poniendo todo el énfasis en lo
divino, en lo religioso.[xix]
Y las divisiones se siguen perpetuando. Por lo que, si de control social se
trata, está claro que la guerra terminó… pero no tanto. Curiosa y
"coincidentemente", la aparición de todas estas nuevas iglesias
evangélicas se da –tanto en Guatemala como en otros países de Latinoamérica– en
el marco de las guerras sucias de estas últimas décadas. No hay dudas que
existen planes maestros diseñados para el continente. El Documento de Santa Fe
II,[xx]
pieza maestra del pensamiento conservador estadounidense de estas últimas
décadas, hace expresa mención de la necesidad de pelear contra la Teología de
la Liberación como un peligro para sus intereses (en ese contexto aparecieron
las iglesias neopentecostales).
Es absolutamente
indiscutible que el Estado debe actuar después de terminado el enfrentamiento
bélico, quizá no tanto para reconciliar lo irreconciliable, sino para permitir
que, por medio de la justicia, el todo social pueda mantener un cierto
equilibrio que le permita continuar existiendo. El Estado, como instancia
rectora de la vida nacional, debe entonces jugar el papel de agente
"equilibrador" entre las distintas partes. El punto de llegada de
esas acciones no será un paraíso de "hermanos en el amor fraterno
reconciliados para siempre" (eso no existe y ni puede existir), pero sí,
al menos, una sociedad donde haya cuotas de justicia mínima, donde las instituciones
estatales están al servicio del bien común.
Para lograr esos
objetivos, para acercarse a la idea de reconciliación (sabiendo de las
limitaciones reales de ese proceso) un paso fundamental, junto al conocimiento
de lo que pasó, es reparar los daños que quedaron. De ahí que las acciones de
resarcimiento han tenido –y seguramente seguirán teniendo– mayor dinamismo que
otras, que la recuperación de la memoria histórica o que la promoción de
justicia. Pero ello no significa que debe olvidarse la búsqueda de la verdad
ni, una vez conocida ésta, no hacerse la justicia. El trabajo post conflicto
debe plantearse siempre como una iniciativa integral, donde recuperar la verdad
histórica y hacer justicia a partir de la misma deben tener tanta importancia
como resarcir los daños ocasionados por las violaciones acaecidas. Sin embargo
el reparar esas heridas dejadas por el conflicto tiene el efecto de dar
respuestas concretas, tangibles, que para las víctimas revisten un valor
inmediato. Ahora bien: la dificultad se plantea en cómo lograr esa reparación.
En este ámbito se han
venido dando algunos pasos en estos años de post guerra, siempre a partir de
las recomendaciones dejadas por la CEH, pero los progresos obtenidos a la fecha
han sido relativamente limitados. Desde un primer momento luego de la firma de
la paz se había acordado reparar a las víctimas del conflicto, aunque durante
varios años las distintas administraciones solo dieron pasos simbólicos,
aplazando un programa efectivo de reparación. Siete años después de la firma
cambió el panorama. En el año 2003, en el marco de las elecciones
presidenciales que se avecinaban, el FRG lanzó una oferta a los ex patrulleros
de autodefensa civil de pagar una indemnización individual por los servicios
prestados en "defensa de la patria". Contra toda crítica de la
sociedad civil ante esta propuesta demagógica de resarcimiento a quienes
aparecen como los victimarios, en ese contexto el por ese entonces presidente
Portillo inició las negociaciones del caso creándose así el Programa Nacional
de Resarcimiento, el PNR, luego de haber gastado ya 900 millones de quetzales
en los ex PAC. Durante su período presidencial y pese a la existencia del PNR,
las víctimas no recibieron nada de lo prometido, delegándose esa tarea al
próximo gobierno. Es evidente que la idea de reconciliación se resiste, y desde
el Estado no se ha tenido hasta ahora claridad de qué hacer al respecto.
El programa de
reparación, de hecho, ha estado desarrollando distintas acciones. Lo que es
evidente es que el otorgamiento de un pago monetario, como ha ido pasando a ser
desvirtuando así su esencia original, no sirve para lograr bases firmes que
fortalezcan un proceso de paz. Desde los movimientos sociales de base, apenas
conocidas las recomendaciones de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico,
se propusieron pasos concretos en relación a las iniciativas de reparación: a)
reparación material, buscando que el Estado restituya a la población afectada
lo que la misma tenía antes del conflicto armado; b) reparación cultural,
tendiente a reconstruir los desgarrados tejidos sociales que las estrategias
militares destruyeron; c) reparación moral, apuntando a promover la
dignificación de las víctimas, d) reparación psicosocial, orientada a la
promoción de un trabajo de sanación psicológica de los afectados, y e)
reparación económica, entendida como las medidas de compensación para
indemnizar a las víctimas de violaciones. Es decir: la reparación debería tener
una visión integral que no se reduce
a un pago monetario.
La reparación a la que
debe aspirarse tiene que buscar el objetivo de aliviar el sufrimiento de la
población que padeció durante el conflicto armado combinando la búsqueda de
justicia con la dignificación de las personas afectadas, más medidas concretas
de resarcimiento, siempre entendidas como acciones integrales y colectivas. La
salida individual de un pago específico y puntual –que fácilmente puede
evaporarse en una cantina, como muchas veces sucede– no hace sino contribuir a
mantener la condición de víctima, no resolviendo nada en definitiva. En todo
caso, conociendo cómo funcionaron las estrategias de control social y
desintegración de las redes de base, quizá pueda ser más útil pensar en "sobrevivientes",
para zanjar la diferencia de víctimas y victimarios a lo interior de las
comunidades y poder caminar con mayores posibilidades de éxito hacia un proceso
de reconciliación. Zanjar esa diferencia, claro está, no significa impunidad;
intenta darle una visión más global, más integral al verdadero problema que
aqueja a las comunidades, que en un sentido más general implica que todos son
víctimas de las estrategias militares sufridas.
En buena medida las
acciones de reparación van acotándose al ámbito local de las poblaciones mayas,
los principales perjudicados durante el conflicto armado. Quizá podría, o
debería, plantearse el tema de la reparación, de la reconciliación y de la
construcción de la paz (¿de una nueva sociedad incluso?) en la esfera de lo
nacional; pero hoy por hoy, considerando que el grueso de las consecuencias de
la guerra se viven en las áreas rurales, las áreas de población maya –una vez
más en la historia de estas tierras: los principales damnificados–, la casi
totalidad de iniciativas post guerra tienen lugar en estos escenarios. En función
de esto es quizá importante preguntar y saber escuchar en las comunidades qué
iniciativas tomar para promover la reconciliación. En ese contexto adquiere una
importancia definitoria el hecho de poder hablar entre todos como
"sobrevivientes". Y una vez más es imprescindible remarcar que reconciliación no es impunidad. Avanzar
con posibilidades reales de incidencia y no sólo con gestos formales en un
proceso de este tipo debe llevar a reconocer que la realidad es más compleja
que víctimas (buenas) y victimarios (malos), cuando se trata de entender los
tejidos locales. La realidad es infinitamente más complicada que esta maniquea
distribución de papeles; de hecho, dadas las circunstancias, cualquiera (es
decir: todos) podemos jugar ambos roles en distintos momentos.
Hay distintas cuotas de
responsabilidad en lo sucedido durante la guerra, de ahí que buscar la
reconciliación entre las partes implicadas tiene siempre algo de rompecabezas
por armar. En las comunidades mayas hay una realidad que, obviamente, no es la
misma que la dinámica geoestratégica global en que se enmarca mucho de lo que
pasó en Guatemala en estos recientes años. Si se va de lo micro hacia lo macro,
desde lo local a lo nacional (e incluso a lo global, entendiendo que la guerra
interna hay que verla en el contexto de lo que fue el enfrentamiento
Este-Oeste), para lo local en las áreas del Altiplano hay que plantearse
estrategias de intervención particulares, quizá distintas a lo que debe
levantarse como políticas nacionales. Hablando de lo local, que es donde en
principio tienen su lugar de intervención las actuales acciones de
resarcimiento, los tejidos comunitarios deben ser el espacio donde trabajar,
dado que es ahí donde hay que pensar la reconciliación, es allí donde conviven
la viuda y el victimario de su esposo, es allí donde comparten el mismo espacio
los hijos de un masacrado con los perpetradores de esas masacres. Ahora bien:
los patrulleros de defensa civil, campesinos mayas pobres que funcionaron en
muchos casos como verdugos de sus propios hermanos, otros campesinos mayas
pobres, no son los responsables últimos de esas atrocidades; por tanto tratar
por igual a todos como victimarios no puede ser conducente para un proceso de
reconciliación.
A ello se agrega algo
paradójico: existe una cantidad considerable de población en las áreas rurales
de lo que fueran los principales escenarios bélicos que por distintos motivos
(recordemos las tácticas de guerra psicológica que mencionábamos más arriba) se
siente ideológicamente más identificada con los militares, no se sienten
víctimas y desea su indemnización como ex PAC. No por casualidad esos sectores
han sido base de los triunfos electorales del general Ríos Montt, uno de los
principales sindicados de ese genocidio justamente. Hay un desbalance entre el
número de los identificados como víctimas por el Programa Nacional de
Resarcimiento (unas cuantas decenas de miles) y los que se reconocen como
"defensores de la patria", ex PAC que mantienen un visceral (y
obviamente inducido) anticomunismo producto de los peores años de la Guerra
Fría. En ese sentido es de destacar el papel que juegan grupos militaristas y
guerreristas que continúan con discursos visceralmente anticomunistas, que
recientemente salieron a relucir con toda su imagen contrainsurgente con motivo
del juicio al general de marras. Por lo que, pensando en el impacto a largo
plazo de las acciones emprendidas desde el Estado, es necesario quizá
reconsiderar, ya como política pública sostenible en el tiempo, el ámbito de
trabajo para la reconciliación. En las poblaciones mayas, silenciadas aún por
el miedo de lo ocurrido, tal vez más importante que un cheque –el cual quizá se
podrá seguir dando– es generar los espacios para que la gente hable, recupere
su historia y pueda reconocer qué es lo que pasó. En otros términos: la
justicia no es tanto llevar a un juzgado a un ex PAC –como de hecho ha sucedido
en algunos pocos casos (¿chivos expiatorios?, ¿por qué a un ex PAC sí y a Ríos
Montt no?)– sino permitir procesos genuinos de conocimiento de la verdad por
toda la comunidad, incluyendo a todos los implicados. Eso no es fácil, pero
quizá es el único camino para permitir que las poblaciones vuelvan a sentirse
dueñas de su vida, de su historia, de su futuro. O si se quiere: permitir que
por primera vez en su historia puedan serlo, dado que hasta ahora no han
contado en las grandes decisiones nacionales (siempre tomadas en la capital por
unos cuantos pocos no-mayas); y si han contado, lo han hecho como mano de obra
barata para las fincas, para el servicio doméstico o para la milicia.
Ello implica, entre
otras cosas, difundir los hallazgos de la CEH como parte de una sistemática
política de Estado en los niveles locales. E implica también modificar la estructura
misma del Estado para poder llevar adelante ese proceso. El Estado-finquero
tradicional, el Estado que se valió de esa fuerza paramilitar para su
estrategia contrainsurgente, es más que obvio que no sirve para esto.
Dicho de otra manera:
para promover la reconciliación social (o si preferimos expresarlo de otro
modo: para promover cuotas mínimas de justicia en la sociedad guatemalteca), es
imprescindible comenzar por trabajar en la transformación del actual Estado. La
firma de la paz implicó el fin de un modelo de Estado autoritario, pero de
ningún modo el fin del autoritarismo dentro de ese Estado, o incluso, dentro de
la sociedad. El Estado sigue siendo débil (hablábamos más arriba de la
raquítica recaudación fiscal con que se cuenta, y que debe cambiar en forma
drástica si se quiere hacerlo eficiente) y continúa permeado por esos intereses
sectoriales que se mueven con características mafiosas. Esos sectores continúan
gozando de un clima de impunidad generalizado, creado durante el pasado
conflicto armado y que nunca se desarticuló, lo cual alimenta y refuerza la
cultura de violencia actual y que se manifiesta quizá como el principal
obstáculo a la profundización de la reconciliación y la justicia social. Si los
acuerdos de paz firmados en 1996 se visualizaban como una opción clave para
combatir el clima de violencia e impunidad históricos, el cumplimiento lento y
parcial que han tenido deriva entonces en el mantenimiento de condiciones que
tienden a perpetuar un negativo clima de violencia general, con mantenimiento
del autoritarismo y la impunidad, lo cual afecta la convivencia social,
haciendo que aparezcan hoy índices de violencia superiores aún a los vividos
durante la guerra, con el linchamiento aceptado en tanto una supuesta forma de
"justicia popular". De esa cuenta, la reconciliación y la
consolidación de la paz pueden ir quedando así como una buena intención,
políticamente correctas, pero que al no ser debidamente atendidas, tienden a
morir. Y el mensaje reciente de la anulación de una sentencia contra el
principal símbolo de esa guerra fratricida no ayuda en nada a la pacificación.
De hecho, la agenda de la paz fue desdibujando su perfil en las distintas
administraciones que siguieron a su firma en el año 1996. Si no se hace algo
contundente contra todo eso, si no se ataca de raíz la impunidad,
irremediablemente la guerra irá pasando a ser un triste recuerdo (si no lo es
ya) y las condiciones de conflictividad social allí seguirán. ¿Nuevas guerras
en puerta? Las coyunturas las sirven en bandeja: ¿qué son, si no, las medidas
represivas contra quienes protestan contra las multinacionales mineras, por
ejemplo?
Los diversos Acuerdos
de Paz oportunamente firmados constituyen importantes instrumentos para poner
en marcha las transformaciones que el Estado demanda; en sus más de 250 páginas
se contempla un ambicioso plan para un cambio profundo. La cuestión estriba en
quién los pone en práctica. Los Acuerdos de Paz, como cualquier documento en
definitiva, son una expresión de voluntades, pero su cumplimiento efectivo
depende no tanto de la letra inserta en el papel sino de las relaciones de
fuerza reales que se mueven en el seno de la sociedad. Por ello la
reconciliación, la profundización del proceso de paz y la construcción de
nuevos modelos sociales de mayor equidad sin impunidad son tareas políticas que
no se ciñen a la letra de ningún documento. Son, en definitiva, construcciones
de los colectivos sociales, de los pueblos, son relaciones de poder.
Es por ello que hoy,
como una tarea imprescindible para posibilitar un clima político-social que
permita seguir avanzando en las tareas de reparación post bélica sentando bases
para que similares explosiones de violencia extrema no se repitan, urge
consolidar las recomendaciones de los Acuerdos de Paz y del Informe de la
Comisión para el Esclarecimiento Histórico. En ese sentido es impostergable el combate contra la impunidad, contra la corrupción y
la cultura autoritaria.
El autoritarismo como
matriz cultural está presente en toda la historia del país. El ejército –una de
las tantas expresiones de la vida nacional–, como todo cuerpo castrense de
cualquier país, es vertical en su funcionamiento, se basa en marcados órdenes
jerárquicos. Pero la cultura vertical es una constante en toda la historia de
Guatemala, mucho más allá de las fuerzas armadas. Basta ver las relaciones
económicas de un país agroexportador basado en la producción de las grandes
fincas, o el racismo ancestral que inunda por completo la sociedad para
comprobar que todas las relaciones sociales no son sino una expresión de esa
raíz autoritaria y excluyente, con la impunidad siempre como telón de fondo.
Hoy día el ejército ha sido ostensiblemente reducido en cumplimiento de los
Acuerdos de Paz y está subordinado al poder civil con una nueva doctrina
institucional dejando de lado la Seguridad Nacional y el combate contra el
enemigo interno que lo caracterizaron durante los años de la Guerra Fría. De
todos modos la pregunta en torno a la reconciliación sigue en pie: ¿se trataba
de reconciliar sociedad civil con el ejército? La fuerza castrense ha realizado
un ingente esfuerzo por lavar su cara luego de la guerra sucia, para dejar de
ser impresentable. No hay dudas que algo ha pasado en ese tejido social –¿la
actual epidemia "incontrolable" de violencia ciudadana es parte de
una estrategia de control social que algún sector impulsa?–, puesto que hoy,
luego de la exigencia de retiro de numerosas bases militares de comunidades
afectadas por la guerra que se registró hace apenas unos años, asistimos a un
considerable pedido por parte de esas mismas comunidades de reapertura de las
mismas y de presencia del ejército para combatir la delincuencia desatada. De
hecho, las fuerzas combinadas donde el ejército patrulla las calles junto con
la Policía Nacional Civil en general son bien vistas por buena parte de la
población urbana. ¿Quién debe reconciliarse con quién?
Quizá ni convenga
seguir utilizando el término "reconciliación" en el ámbito social de
la post guerra por todas estas cargas negativas que hemos venido mencionando.
Pero sí está claro que hay que trabajar para que las heridas dejadas por el
conflicto puedan curar, y para que una catástrofe de esas dimensiones no pueda
volver a ocurrir. Para ello, entonces, es básico trabajar en función de
transformar el autoritarismo y la impunidad dominantes. En ello el Estado juega
un papel crucial. Debe ser desde el Estado desde donde generar políticas
públicas nacionales, sostenibles, claras y transparentes, para establecer
nuevas reglas de juego en la sociedad. Es imperioso combatir los poderes
paralelos ocultos en las estructuras estatales y dar muestras claras de ataque
a la impunidad. Para ello el Estado debe aumentar su recaudación tributaria, y
junto a ello es imperioso trabajar contra la corrupción para evitar así el
falaz discurso de una élite que se resiste a ceder la más mínima cuota de poder
y que hace del no pago de impuestos casi un estandarte político, enmascarando
esa práctica en la rebuscada fórmula de "no más impuestos, no más
corrupción".
En ese proceso de
transformación del Estado, la reparación de los daños de las víctimas del
conflicto armado tiene una importancia estratégica decisiva, pues eso muestra
que hay una voluntad expresa de afrontar las secuelas de la guerra generando
una nueva base para la sociedad, contra la impunidad y los poderes ocultos que
se siguen perpetuando. Tal como dice el dictamen de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos en el Caso "Masacre de Plan de Sánchez", en Rabinal:
"Las reparaciones no se agotan con
la indemnización de los daños materiales e inmateriales (....). A ellas se agregan otras formas de
reparación [tales como] la obligación
de investigar los hechos que generaron las violaciones, identificar, juzgar y
sancionar a los responsables." Investigar esas causas es actuar contra
la impunidad, contra el autoritarismo y la exclusión estructural. La respuesta
de la Corte de Constitucionalidad anulando la sentencia en el caso Ríos Montt
conspira contra todo eso.
Si se apunta a
recuperar la historia nacional superando la idea de reconciliación entre
vencedores y vencidos por una visión más integral, más crítica, donde la
justicia es el elemento clave, donde las estrategias de reparación se liguen
realmente a lucha contra la pobreza –que sigue siendo el problema de base de la
sociedad (51% de la población bajo el límite de pobreza), amplificado más aún
con los planes neoliberales que se impusieron estos últimos años y con la
participación en el Tratado de Libre Comercio firmado con Washington, el
CAFTA–, se podrá decir que se trabaja por una verdadera superación del pasado.
Si no, no se pasará del clásico esquema asistencial de ayuda puntual a los
damnificados, pero sin entrar a tocar las causas estructurales de su
desagracia, y en este caso, sin tocar el ámbito de la justicia, que es una de
las aristas fundamentales para contribuir realmente a establecer nuevas
relaciones sociales que puedan superar el pasado combatiendo la impunidad.
Recordemos la acertada expresión del alemán Willy Brandt ya citada: "La culpa no se hereda, pero se heredan responsabilidades".
El lugar de Europa donde menos neonazis hay hoy día es justamente Alemania, por
el trabajo profundo y continuo de revisión de la historia que su población ha
hecho. ¿Se podrá superar la conflictividad en Guatemala negando el pasado, o
así sólo se alimenta más conflictividad?
Toda la
institucionalidad de la paz, es decir: el Programa Nacional de Resarcimiento,
la Secretaría de la Paz y la Comisión Presidencial en Derechos Humanos, además
del Sistema Judicial en pleno, deberían destinar sus esfuerzos hacia toda la
sociedad civil, la directamente afectada por los 36 años de guerra en
principio, pero sin olvidar la importancia de transformar los temas de la paz
en elementos de la totalidad del colectivo nacional. Es imprescindible trabajar
con los pueblos mayas (los violentados y los obligados a violentar), pero
también es importante trabajar con la población no-maya en el Oriente del país
o en la capital. Impulsar procesos de exhumaciones en estos sitios podría
servir como un catalizador para hacer masivo el problema del conflicto armado,
convirtiendo así el pasado en un problema de todos. La más amplia difusión de
la verdad histórica es la mejor garantía de transformar la herencia de la
guerra en un tema de agenda nacional de todos los sectores. Se debe buscar
seguir incidiendo en ello, promover la inclusión del Informe de la CEH en todo
espacio posible, dar a conocer las causas reales del conflicto, trabajar contra
las desigualdades de origen que lo posibilitaron incidiendo en una mejor
distribución de la renta nacional. La triste historia de los 36 años tiene como
matriz la otra historia de los más de 500 años. Si no se cambia esta última,
nada asegura, más allá de buenas intenciones o declaraciones pomposas, que la
primera no pueda repetirse.
La conflictividad en la
sociedad guatemalteca en modo alguno ha terminado, aunque se hayan firmado
acuerdos de paz. Sigue latente, y se expresa en diferentes modos, aunque ya no
existan campañas de tierra arrasada ni desaparición forzada de personas. La conflictividad
se hizo evidente en modo catastrófico con esas políticas que impulsó el Estado
contrainsurgente de algunas décadas atrás, con toda la impunidad del caso,
llegándose a un genocidio, justamente porque una historia previa de
autoritarismo y exclusión absoluta lo facilitó/permitió/determinó. De hecho, el
conflicto armado interno de Guatemala, escrito con el mismo guión de todas las
guerras sucias que sufrieron los distintos países latinoamericanos en los años
recién pasados, fue el más sangriento de todos en la región, el más brutal, con
la mayor cantidad de víctimas, de masacres, de daños sufridos por la población.
En ningún otro punto de América Latina asistimos a una situación similar. Y fue
también el que más impune ha quedado (cuando se creía que el juicio al general
Ríos Montt venía a sentar las bases de una justicia reparadora, inmediatamente
esas expectativas se desvanecieron). Es el Estado guatemalteco el que menos
acciones de justicia ha emprendido en toda la región latinoamericana para revisar
ese pasado reciente buscando medidas que puedan ayudar a procesar lo vivido. La
mejor –quizá la única– manera de recuperar y procesar el pasado es teniéndolo
siempre presente, conociéndolo a fondo, no olvidándolo, ya se trate de los 36 o
los 500 años los que están en juego. Por último, lo que nunca debemos perder de
vista es que el primero se explica por el segundo; no puede resolverse uno si
no se resuelve el otro. Pedir un "nunca más" en relación a la
represión y al genocidio, más allá de las mejores buenas intenciones, es un
imposible si no cambia la historia de exclusión e impunidad que los permitió.
Si es posible reconciliar una sociedad –sabiendo de las tremendas dificultades
en juego– ello no se logra sólo arreglando las heridas dejadas por el enfrentamiento
bélico. Eso ayuda, es un elemento importante, pero no alcanza. Si no hay
justicia social no puede haber paz social.
Tal como lo
expresara una dirigente maya hablando de la actual democracia guatemalteca, que
supuestamente ya terminó su fase de transición con más de 25 años de proceso
(¿se llegó a la democracia plena entonces?): "Nunca
tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca tuvimos tanta hambre
como ahora".[xxi]
Mientras siga habiendo gente con hambre, seguramente
seguirá la violencia y será imposible hablar con seriedad de reconciliación
porque –como dijo alguien mordazmente– es muy probable que, hambrientos, nos
terminemos comiendo la palomita de la paz.
[i] Diccionario de la Real
Academia Española. Versión electrónica. Artículo "Reconciliar".
Disponible en http://buscon.rae.es/draeI/
[ii] Cabanellas, Guillermo.
"Diccionario Enciclopédico de Derecho Usual". Buenos Aires. 1979.
[iii] Ver Garavito, Marco
Antonio. "Violencia política e inhibición social". Ediciones
FLACSO/UNESCO. Guatemala, 2004.
[iv] Bonilla-Molina, Luis y
El Troudi, Haiman. "Guerra de cuarta generación y la sala situacional".
Disponible en: http://www.monografias.com/trabajos16/guerra-cuarta-generacion/guerra-cuarta-generacion.shtml
[v] Schimmer, Jennifer.
"Las intimidades del proyecto político de los militares en Guatemala".
Guatemala. 1999.
[vi] Blanco, Orlando. "El
cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión para el Esclarecimiento
Histórico. Una estrategia para la
reconciliación y la paz en Guatemala", en
"Reconciliación", PNUD. Guatemala, 2001.
[vii] Gutiérrez, Juan.
"Experiencia sobre reconciliación en Gérnika Gogoratuz", en
"Reconciliación", PNUD. Guatemala, 2001.
[viii] Aguilar, Mariel;
Wantland, Rosa María y Rodas, Amanda. "Proyecto: Facilitando diálogos para
la paz", en "Reconciliación", PNUD. Guatemala, 2001.
[x] odas Ramos, Amanda;
Aguilar, Mariel; Wantland, Rosa María. "Los Dilemas de la
Reconciliación". Guatemala. 2002.
[xi] Comisión para el
Esclarecimiento Histórico (CEH). "Guatemala. Memoria del Silencio".
Guatemala. 1999. Conclusiones y Recomendaciones. Pág. 7.
[xii] Rafael Herrarte (ex
funcionario del Programa Nacional de Resarcimiento), en entrevista privada.
[xiii] Gutiérrez, Juan.
"Experiencia sobre reconciliación
en Gérnika Gogoratuz", en "Reconciliación", PNUD. Guatemala,
2001. Pág. 11.
[xiv] Comisión para el
Esclarecimiento Histórico (CEH). "Guatemala. Memoria del Silencio".
Guatemala. 1999. Conclusiones y Recomendaciones. Pág. 7.
[xv] Ver Bornschein,
Dirck. "Reconciliación en Guatemala. Contra un muro del silencio".
Guatemala. 2004.
[xvi] Vale recordar que en
la década de los 80 el Estado promovió una "amnistía" a fin que los
grupos insurgentes se adhirieran a la legalidad. Cuando se habló de
"amnistía" algunos actores sociales y medios de comunicación también
hablaron de "reconciliación".
[xvii] Ejército de los
Estados Unidos. Manual de Campo 100-20. "La Guerra de Baja
Intensidad". http://www.nodo50.org/pchiapas/chiapas/documentos/gbi1.htm
[xviii] Osorio, Elizabeth.
"Impacto de la política contrainsurgente en la subjetividad de los
miembros de las Patrullas de Autodefensa Civil" (Informe final de Tesis).
Guatemala. 2008. Pág. 59.
[xix] Ver entrevista al
reverendo Vitalino Similox: "Cultos evangélicos en Latinoamérica: 'Son
instrumentos para sectores que no quieren que haya cambios'". En Rebelión:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=67538
[xx]
Bouchey, Francis; Fontainte, Roger; Jordan, David; Summer, Gordon. "Documento de Santa Fe II"
[xxi] Juana Cabá, del área
ixil, en entrevista privada.
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