Reducir el
análisis de la política agraria de la Revolución de Octubre a la reforma
agraria de la administración Arbenz sin tomar en cuenta sus antecedentes y las
bases jurídicas y políticas sobre las cuales se asentó, equivale a negarse a
ver la totalidad de un proceso. La reforma agraria fue el acto más audaz de la
Revolución, pero ella no puede comprenderse a plenitud si no analizamos aunque
sea someramente cómo fueron dándose las condiciones legales y políticas, pero
también sociales, que la hicieron posible.
Desde Ciudad
de Guatemala
Juan
José Arévalo accede a la presidencia de la república en 1945. Heredero del pasado
colonial y poscolonial, su gobierno se encuentra con un país dirigido por la
oligarquía terrateniente y el capital transnacional: el 50% de la tierra estaba
concentrada por 1,085 fincas de más de 450 hectáreas, mientras que el 15% de
las tierras agrícolas nacionales se repartían entre 308,010 pequeñas parcelas
de menos de 7 hectáreas. Por otra parte, el sistema de monocultivo desarrollado
en gran parte del territorio luego de la reforma liberal del siglo XIX había
puesto al país en una situación de dependencia frente al mercado internacional:
90% de los cultivos de exportación se consagraban al café y al banano y se
exportaban hacia los Estados Unidos. De éstos, un alto porcentaje de la
producción total del café estaba en manos de propietarios alemanes[1],
mientras que la producción total de banano era monopolio de la United Fruit
Company. Una doble dependencia, pues, estrangulaba a Guatemala: a nivel
externo, el mercado norteamericano que fijaba los precios y determinaba la
demanda y, a nivel interno, el capital extranjero bananero y cafetalero que
dominaba económica y políticamente al país.
Por
lo demás, y aunque Guatemala había sido insertada al sistema capitalista
mundial desde hacía varias décadas, las relaciones de producción en las
plantaciones mantenían su carácter precapitalista. El presidente Ubico, quien
en 1934 eliminó el sistema de mandamientos pero promulgó en su lugar la célebre
Ley de vagancia, había creado las condiciones necesarias para que los
terratenientes pudiesen seguir obligando a las poblaciones indígenas a trabajar
en las fincas con la ayuda de la ley. Así, los mozos colonos a quienes se les
había otorgado una pequeña parcela de tierra en usufructo en las plantaciones
fueron mantenidos en situación de servidumbre. No existía ninguna escapatoria
para los otros campesinos, incluso para aquellos que poseían un pedazo de
tierra, pues la Ley de vagancia de Ubico fijaba una cantidad mínima de tierras
en posesión para no ser considerado vagabundo y establecía además duras penas
para los que fueran descubiertos en infracción. De suerte que muchos campesinos
eran arrestados y conducidos a las fincas en punición por el delito cometido,
obligándoseles a trabajar gratuitamente durante el tiempo que establecía la
ley.
Los
únicos que estaban fuera de las relaciones de producción precapitalistas que
regían en casi todo el país eran los 15,000 trabajadores de las plantaciones de
la United Fruit Company, quienes a pesar de encontrarse desorganizados luchaban
por mejorar sus condiciones de trabajo. El campesinado minifundista,
desorganizado y sin protección legal, explotaba un pequeño pedazo de tierra
para la subsistencia familiar y era obligado a desplazarse para trabajar en
forma estacional a las plantaciones de café. No existían en realidad grandes
esperanzas para el campesinado indígena, pues las condiciones de trabajo de
carácter servil a las que había quedado sometido luego de la reforma liberal le
negaban cualquier posibilidad de emancipación. Pero el conjunto de medidas
legales y políticas adoptadas por la Junta Revolucionaria de Gobierno
(1944-1945) y los gobiernos democráticos de Juan José Arévalo (1945-1951) y
Jacobo Arbenz (1951-1954) transformarían tal situación.
I. Medidas revolucionarias
Los
diversos estudios sobre el período democrático de los gobiernos de Juan José
Arévalo y Jacobo Arbenz acuerdan mayor importancia al segundo de los dos
mandatos presidenciales, pues fue durante la administración Arbenz que se
concibió y puso en práctica el decreto 900, Ley de reforma agraria[2].
Esta ley, que atacaba al latifundio inexplotado y las formas arcaicas de renta
de la tierra, fue sin duda una de las medidas cuyas repercusiones políticas,
económicas y sociales fueron de las más importantes en la historia del país. En
el pasado, ningún gobierno había osado tocar los intereses económicos de la
oligarquía terrateniente y del capital extranjero, y ya sea por concesiones de
tierra fabulosas o por el voto de leyes muy favorables a sus intereses, los
gobiernos que se habían sucedido en el poder servían de una u otra forma a los
grupos dominantes. De suerte que la reforma agraria de Arbenz constituyó un
cambio revolucionario en el país al menos por dos razones: presentó, por un
lado, un carácter muy avanzado en el plano agrario e introdujo, por el otro, transformaciones
muy profundas en el seno de la sociedad rural guatemalteca. De hecho, la ley de
reforma agraria se inscribía en un proyecto de modernización de la sociedad y
tenía por vocación democratizar el acceso a la tenencia y uso de la tierra. Pero,
¿es posible ignorar las medidas en materia agraria de la Junta Revolucionaria
de Gobierno así como los logros que en ese campo obtuvo la administración
Arévalo?
Reducir
el análisis de la política agraria de la Revolución de Octubre a la reforma
agraria de la administración Arbenz sin tomar en cuenta sus antecedentes y las
bases jurídicas y políticas sobre las cuales se asentó, equivale a negarse a
ver la totalidad de un proceso. La reforma agraria, lo hemos dicho, fue el acto
más audaz de la Revolución, pero ella no puede comprenderse a plenitud si no
analizamos aunque sea someramente cómo fueron dándose las condiciones legales y
políticas, pero también sociales, que la hicieron posible.
Debemos,
en consecuencia, ver las diversas medidas de política agraria de los gobiernos
revolucionarios en su dinamismo y complementariedad, pues fue el conjunto de
medidas jurídicas, económicas y políticas ejecutadas entre 1944 y 1954 el que
de una u otra forma incidió en la creación de un nuevo contexto de relaciones sociales
en el campo y en una nueva forma de pensar la tierra en Guatemala. Analizaremos
por lo tanto el conjunto de leyes agrarias de ese período, su impacto sobre la
estructura agraria y la población campesina y sus efectos de arrastre en la
sociedad rural. Nuestro propósito será demostrar que si las medidas
legislativas de los regímenes democráticos buscaron iniciar la modernización de
las estructuras económicas y sociales para preparar el desarrollo capitalista
del país, el conservadurismo de la oligarquía terrateniente por un lado, y los
intereses del capital norteamericano (la UFCO) por el otro, sirvieron de freno
a un programa de reformas concebido a pesar de todo para ser moderado.
1. Primeras leyes agrarias
Las
primeras medidas jurídicas que atacaron directa o indirectamente el trabajo
forzoso y la propiedad latifundista en Guatemala, fueron emitidas por la Junta
Revolucionaria de Gobierno y la Asamblea Legislativa entre 1944 y 1945. La
primera de ellas suprimió el «servicio personal de vialidad» que pesaba sobre
la población campesina e indígena. Ella fue, por lo demás, la que sentó las
bases para la liberación de la fuerza de trabajo indígena sujeta desde tiempos
remotos a los grupos de poder colonial y poscolonial (gobierno, hacendados,
Iglesia) a través de la encomienda, el repartimiento, los mandamientos y otros
mecanismos de control y explotación[3].
Ciertamente, por decreto 7 del 31 de octubre de 1944[4]
la Junta Revolucionaria de Gobierno deroga el decreto gubernativo 1474 y su
reglamento del régimen dictatorial de Jorge Ubico[5],
y por decreto 11 del 15 de diciembre de 1944 la Asamblea Legislativa de la
recién estrenada Revolución de Octubre le da su aprobación[6].
Así fue como los revolucionarios octubristas pusieron fin a esa vieja costumbre
de origen colonial que, sustentándose en la ley, forzaba a los campesinos
principalmente indígenas a trabajar para el Estado en la construcción o
restauración de los caminos públicos:
Artículo único.—Se aprueba el Decreto número 7, emitido por la
Junta Revolucionaria de Gobierno con fecha 31 de octubre próximo pasado, por el
cual se suprime el servicio personal de viabilidad establecido por el Decreto
gubernativo número 1474, a partir del 1º de enero de 1945, el cual queda
derogado así como sus reformas, los Capítulos II, III y IV del acuerdo
gubernativo de fecha 29 de marzo de 1936 que lo reglamenta y toda otra
disposición que se oponga al Decreto aprobado[7].
La fuerza de trabajo campesina,
sin embargo, estaba sujeta a otro tipo de ataduras legales. Desde la reforma
liberal, lo hemos dicho, los grupos de poder habían creado diversos mecanismos
legales que la forzaban a trabajar para los hacendados o finqueros en forma
semigratuita y en condiciones serviles que sólo encontraban parangón con los
viejos mecanismos coloniales de explotación de la mano de obra indígena. Una de
ellas, sin duda entre las más importantes, se
amparaba en la figura de la vagancia para obligar a los campesinos considerados
«vagos» a trabajar para los terratenientes en condiciones que atentaban contra
cualquier derecho humano. Sin embargo, y por razones que parecieran inexplicables,
el 10 de marzo de 1945 la Junta Revolucionaria de Gobierno emite el decreto 76
que crea el «Reglamento para Control de Jornales de los Trabajadores del
Campo», con el cual no sólo unifica las diversas disposiciones existentes sobre
el control de la vagancia entre los campesinos, sino que además ratifica la
legislación ubiquista relacionada con las formas de explotación de la fuerza de
trabajo indígena de origen colonial:
Que es necesario unificar
las diversas disposiciones que en la actualidad reglamentan la forma de
controlar la vagancia entre los trabajadores del campo, refundiéndolas en un
solo reglamento que armonice con el Decreto legislativo número 1996 (Ley de
Vagancia), así como con las demás leyes en vigor, con las cuales tiene relación
(…) Que por haberse suprimido las Juntas de Agricultura y Caminos, que eran los
organismos encargados de controlar y distribuir los libretos de trabajo, debe
establecerse quién tendrá ahora a su cargo tales funciones.[8]
Es evidente que para los que
conocen la historia de la Revolución de Octubre o para los que han escuchado
hablar de ella siquiera un poco, pensar en la sola posibilidad de que los
revolucionarios octubristas hubiesen recuperado la legislación ubiquista que
permitía la explotación inhumana de los campesinos indígenas por los finqueros
pueda parecer escandaloso. Sin embargo, una minuciosa revisión de la
legislación que ellos aprobaron en los primeros meses de Revolución hace caer
en la cuenta de que el proceso revolucionario casi inmaculado que hemos
conocido no es tal y que, como en cualquier proceso que conlleve cambios
importantes entiéndase trascendentales, aquél tuvo que haber tenido los
altibajos propios de cualquier proceso político. Ahora bien, en lugar de
sorprendernos sobre lo que estamos afirmando hagámonos las preguntas de rigor:
¿Qué sucedía en aquel contexto? ¿Cómo se explica que un movimiento que se decía
revolucionario recuperara los mecanismos legales de control y explotación de la
mano de obra campesina que favorecían a los terratenientes? ¿Qué
contradicciones operaban en el seno de la Revolución de Octubre?
Un estudio profundo de este
problema arrojaría sin duda información valiosísima sobre ese período histórico
hasta ahora mitificado por sus defensores o satanizado por sus detractores. Una
cosa es cierta. Con la promulgación del decreto 76 los dirigentes octubristas
mostraban cuan difícil era romper definitivamente con una ideología y un
sistema que, por siglos, había mantenido a la enorme mayoría de campesinos
indígenas en situación de servidumbre. Al respecto, se puede objetar diciendo
que el referido decreto fue derogado dos meses y medio después (el 23 de mayo
de 1945 por decreto 118 Ley de vagancia) y que tal derogación invalida la
crítica pues la legislación posterior y la historia misma niegan la existencia
de trabajo forzado durante los años gloriosos de la Revolución. El decreto 76,
ciertamente, fue derogado por el Congreso de la República poco tiempo después y
la existencia del trabajo forzoso durante el período democrático octubrista
según tenemos entendido pasó a ser parte de la historia. Sin embargo, su
derogación a través de un nuevo decreto sobre la vagancia que de hecho deja
abierta la posibilidad legal de recurrir a esa figura jurídica en caso fuere
necesario, deja abierto el debate sobre las ambigüedades y contradicciones de
la Revolución de Octubre.
En el afán de esclarecer este
enigma recurrimos a Alfonso Bauer Paiz, Ministro de Economía y Trabajo durante
la administración Arévalo y Director del Banco Nacional Agrario durante los
años de la reforma agraria del presidente Arbenz. Él, sin vacilaciones,
responde a nuestra inquietud afirmando que el movimiento cívico-militar que en
1944 derroca a Jorge Ubico no tenía en verdad una vocación revolucionaria:
«Nosotros sólo queríamos terminar con la dictadura. Fueron los que llegaron de
México los que iniciaron los cambios revolucionarios»[9]. «Salir de Ubico», tener
posibilidades de «locomoción», era lo que en verdad buscaban quienes desde el
magisterio, la universidad y el ejército preparaban el cambio de un régimen
que, en catorce años, había cerrado cualquier espacio de libertad a la
población: «Toda la población estaba marcada por la dictadura ubiquista, era
como un sistema que no nos permitía darnos cuenta de eso», es decir, de lo que
en verdad significaba la vagancia, el trabajo forzado y el menosprecio latente
hacia el indígena.
Pero advirtamos que la alienación
que el sistema de opresión, explotación y discriminación colonial y republicano
creó ciertas certidumbres de fundamento racista con respecto a los indígenas
(su supuesta inferioridad, su vocación casi natural de mano de obra servil y
barata, etc.) y que ellas sirvieron de justificación ideológica para que los
dirigentes revolucionarios (cuya pertenencia étnica y de clase se identificaba
más con los grupos dominantes que con sus compatriotas indígenas) vieran como
normal y necesaria para la economía del país la figura de la vagancia que se
aplicaba especialmente a los campesinos indígenas: «Era algo inconsciente. En
el fondo pensábamos que la vagancia era buena para la agricultura», afirma
Bauer Paiz.
De suerte que hoy es válido
preguntarse sí la eliminación del servicio personal de vialidad por los
revolucionarios respondió como se piensa al deseo de liberar la mano de obra
campesina e indígena, o a la voluntad de garantizar la fuerza de trabajo
necesaria para las fincas. De hecho, el decreto 7 de la Junta Revolucionaria de
Gobierno se presta a la especulación. Además de señalar que «la prestación
personal del servicio ha sido en la práctica motivo de vejaciones para los
campesinos e indígenas que no pudiendo conmutarlo se ven en la necesidad de
prestarlo materialmente, dicha ley declara sin reservas «que el aludido
servicio ha sido perjudicial a los intereses de la agricultura, porque ha
restado continuamente brazos para sus labores, en tal forma que las fincas se
han visto abandonadas por los trabajadores, constreñidos a permanecer en las
obras de carreteras».
Un problema se plantea. Si existía
identificación entre los dirigentes de la Revolución y los finqueros, lo cual
se evidencia en lo declarado por el decreto 7 de la Junta Revolucionaria de
Gobierno, ¿significa acaso que la oligarquía terrateniente estaba complacida
con el programa inicial de los revolucionarios? ¿A qué cambios aspiraban
quienes habían tomado el poder luego de la caída del dictador? Tales son los
interrogantes a los que habría que responder en un estudio más profundo sobre
el tema. Por el instante, y para no desbordar los límites de este trabajo,
analicemos las palabras de Alfonso Bauer Paiz.
Si nos atenemos a Bauer Paiz, la
recuperación de las leyes ubiquistas sobre el trabajo forzado en los primeros
años del período revolucionario se explica por el hecho de que quienes
derrocaron a Ubico sólo pretendía eso, derrocarlo: «Quienes preparamos el
cambio éramos gente que no teníamos el élan
(arranque, impulso) revolucionario, más bien fue la gente que vino de México
que traía un espíritu de cambios revolucionarios más profundos». Los que
terminaron con la dictadura, en otras palabras, no tenían la experiencia ni la
visión revolucionaria de las personas que, como Jorge García Granados, Alfonso
Solórzano, Ernesto Capuano y otros, habían vivido de cerca la experiencia
nacionalista y revolucionaria de Lázaro Cárdenas (1934-1940) en México. Para
los revolucionarios guatemaltecos que se habían exiliado en México durante la
dictadura de Jorge Ubico (1931-1944), pues, el referente político era la
Revolución Mexicana y más concretamente las reformas nacionalistas ejecutadas
por el gobierno cardenista: impulso de la reforma agraria y la
industrialización y nacionalización de la industria del petróleo (1938).
Ahora bien, quienes se planteaban
los cambios revolucionarios en Guatemala eran varios de ellos miembros de las
familias terratenientes o burguesas del país y eran, además, quienes como Jorge
García Granados tenían por su experiencia y conocimiento la autoridad
intelectual y moral —era, recordemos, nieto del criollo liberal Miguel García
Granados que hizo la Revolución Liberal junto con Justo Rufino Barrios—
suficiente como para ser respetados en sus ideas por los jóvenes y futuros
revolucionarios que, como Alfonso Bauer Paiz, aceptarían las ideas plasmadas en
la Constitución de la República y demás leyes sin ninguna objeción.
Podemos, pues, avanzar la
hipótesis de que en los albores del proceso político que más tarde se
radicalizaría, los dirigentes revolucionarios que de hecho conducían el proceso
con sus ideas pensaron en hacer la revolución guatemalteca para librarse de los
cafetaleros alemanes y la United Fruit Company (quienes desde la reforma
liberal de finales del siglo XIX habían acaparado una enorme cantidad de
tierras en todo el país, controlado la economía nacional y desplazado a los
terratenientes y agricultores guatemaltecos) y modernizar el sistema
capitalista sustentado en la agricultura, sin afectar verdaderamente los
intereses de la clase terrateniente. De hecho, y aun cuando los revolucionarios
proscribieran el latifundio en la Constitución de la República de 1945, la
reforma agraria de Jacobo Arbenz, lo veremos adelante, no afectaría los
intereses de las grandes familias terratenientes de la Costa Sur y la Boca
Costa, pero sí expropiaría las fincas alemanas y los dominios de la United
Fruit Company. Si se trató de una especie de nacionalismo criollo en contra de
los intereses alemanes y norteamericanos que les habían arrebatado casi por completo
la «patria del criollo» (la tierra y los «indios»), y si las expropiaciones a
los «invasores» hubiesen derivado más tarde en la reapropiación por los
terratenientes «criollos» de esas enormes superficies de tierras, sólo la
historia hubiese podido respondérnoslo. Lo que es comprobable, es que gracias a
la enorme presión ejercida por los obreros primero y los campesinos después, y
gracias a la influencia directa de los dirigentes comunistas del Partido
Guatemalteco del Trabajo (PGT) sobre Jacobo Arbenz, el proceso revolucionario
se radicalizó desbordando los objetivos iniciales de los primeros
revolucionarios. Pero es tiempo de volver al tema que provocó esta deriva.
El
23 de mayo de 1945, decíamos, el Congreso de la Republica emitió el decreto 118
Ley de vagancia[10]
para derogar el decreto 1996 Ley contra la vagancia del dictador Jorge Ubico[11],
el decreto 76 de la Junta Revolucionaria de Gobierno que había creado recientemente el
Reglamento para Control de Jornales de los Trabajadores del Campo[12],
los acuerdos gubernativos del 24 de septiembre de 1935[13]
y 23 de junio de 1936[14],
que regulaban lo concerniente a los jornaleros para trabajos agrícolas y el
manejo y control de los libretos de mozos, así como el acuerdo del 8 del junio
de 1940 que recordaba a los jornaleros de 18 años y menores de 60 «la
obligación de portar libreta y de efectuar los trabajos que se puntualizan en
el artículo segundo del Reglamento de Jornaleros»[15].
En
otras palabras, y para aclarar este enredo jurídico a nuestros lectores, el
gobierno revolucionario que ya entonces era conducido por el benemérito
presidente Juan José Arévalo (miembro también de una familia terrateniente de
Taxisco, Santa Rosa), por intermedio por supuesto de los diputados electos al
Congreso de la República, deroga todas las leyes relacionadas con la vagancia
(incluso el célebre decreto 76), pero lo hace emitiendo otra ley de la vagancia
que si bien es cierto no tenía como destinatario único a los campesinos
(indígenas), si dejaba claro que podían considerarse vagos «los campesinos que
no se dediquen habitualmente al trabajo». Podemos pues conjeturar sobre lo que
en el fondo buscaba la legislación de los primeros años de la Revolución. Si el
propósito era dejar abierta la posibilidad en caso de necesidad, la suerte quiso
que el desarrollo del proceso político y las exigencias de la agricultura no lo
demandaran.
La
legislación revolucionaria, en todo caso, no estaba exenta de contradicciones
en lo que respecta las libertades ciudadanas. Si a través del decreto 118 los
legisladores revolucionarios derogaban la Ley de vagancia de Ubico que afectaba
especialmente a los campesinos, por ese mismo decreto, basándose en el artículo
55 de la Constitución de la República que mantenía vigente la punición de la
vagancia[16],
los revolucionarios instituían una nueva modalidad de ley de vagancia:
Artículo
1º—De conformidad con el artículo 55 de la Constitución de la República, la
vagancia es punible.
Artículo
2º—Son vagos:
1º
Los que no tiene oficio, profesión, industria o renta, no trabajen
habitualmente y no se les conozca otros medios lícitos de proporcionarse la
subsistencia; (…) 6º—Los campesinos que no se dediquen habitualmente al
trabajo. Se consideran trabajadores habituales los que con su trabajo personal
atiendan cultivos propios o ajenos en proporción a sus aptitudes físicas y
condiciones del lugar, a juicio del Juez.
La
ley de vagancia de los revolucionarios, por lo demás, establecía duras penas en
contra de los «ciudadanos» considerados vagos. O les imponía «treinta días de
prisión simple» que podían aumentar según el grado del delito cometido y de la
«multireincidencia» de los condenados (Artículo 4º), o les obligaba «a trabajar
en los talleres del Gobierno, centros de beneficencia, de corrección o de
ornato en las poblaciones, según la circunstancia de cada persona y lugar.»
(Artículo 6º). Por lo demás, «la cesantía en empleo, colocación, servicios o
trabajo», no era «excusa en favor del reo de vagancia», salvo que acreditase
«haber hecho sin éxito reiteradas gestiones por conseguir ocupación o empleo,
de acuerdo con sus aptitudes.»
(Artículo 7º).
La
legislación revolucionaria, lo vemos, no había logrado despojarse plenamente de
la herencia colonial que con el propósito de garantizar el trabajo para las
haciendas o fincas de los terratenientes o para el Estado, había dado forma
legal a mecanismos coercitivos que en la práctica no hacían sino poner en tela
de juicio los principios relativos a las libertades ciudadanas. La herencia
colonial estaba tanto más presente, cuanto que la ley establecía la persecución
de los vagos por las autoridades y sus agentes, en un lenguaje que recordaba la
anterior ideología reformista:
Artículo 8º—Todas
las autoridades y sus agentes tienen la estricta obligación de perseguir la
vagancia; y tan pronto como llegue a su noticia que alguno la ejerce, deben
ponerlo en conocimiento del Juez competente para que proceda como lo prescribe
la ley.
Ya
no se trataba, lo vemos, de una ley que condenaba estrictamente a los
campesinos indígenas a prestar su servicio personal al Estado en la
construcción o remozamiento de caminos. Ya no se trataba, tampoco, de una ley
que les condenara irremisiblemente a trabajar en las fincas cafetaleras o
cañeras otorgando a los jefes políticos todo el poder para reclutarlos en los
pueblos. Ahora, el sistema se había modernizado, y era responsabilidad de todas
las autoridades y sus agentes identificar a los vagos. Si es cierto que el
viraje de la ley y su aplicación fue de ciento ochenta grados en relación con
la época liberal precedente, también es verdad que las ideas implícitas en ese
decreto dejaban ver con claridad las reminiscencias de la ideología colonial
que seguían reproduciendo los prejuicios clasistas, sexistas y étnicos que en
la práctica coartaban la libertad de los ciudadanos —de segunda y tercera
categoría.
Sobre
este aspecto es particularmente ilustrativa la forma como quedó plasmada en la
Constitución de la República el derecho a la ciudadanía para las mujeres y
analfabetos. En efecto, y sin negar los avances incuestionables de los
revolucionarios guatemaltecos en esta y otras materias (recordemos, antes de la
Revolución de Octubre las mujeres no tenían derecho a la ciudadanía), la
discriminación que en la Constitución sufrieron las mujeres y los analfabetos
ponía límites a los valores democráticos de la Revolución. De hecho, en la
Guatemala de aquellos años, más de la mitad de sus habitantes eran mujeres y
alrededor del 80% de la población era analfabeta. La discriminación en las
libertades ciudadanas se hacía tanto más cuestionable, cuanto que de esos altos
porcentajes de excluidos al nivel de sus derechos políticos la mayor parte eran
indígenas. Las mujeres analfabetas y los ciudadanos indígenas analfabetas,
pues, o no tenían derecho a la ciudadanía (en el caso de las primeras) o sus
derechos estaban limitados y condicionados (en el caso de los segundos):
Artículo
9.—Son ciudadanos:
1º—Los guatemaltecos varones
mayores de dieciocho años;
2º—Las
mujeres guatemaltecas mayores de dieciocho años que sepan leer y escribir.
Son
derechos y deberes inherentes a la ciudadanía: elegir, ser electo y optar a
cargos públicos.
El
sufragio es obligatorio y secreto para los ciudadanos que sepan leer y
escribir; optativo y secreto para las mujeres ciudadanas; optativo y público
para los ciudadanos y analfabetos.
Tienen
obligación de inscribirse en el Registro Cívico, dentro del año en que obtengan
la ciudadanía, todos los varones de diez y ocho años que sepan leer y escribir.
Para las mujeres y los analfabetos tal inscripción es un derecho. Los
analfabetos podrán ejercer el sufragio seis meses después de haberse inscrito.
Para
inscribirse en el Registro Cívico, quienes sepan leer y escribir deben
comparecer ante la autoridad respectiva con sus documentos de identidad y
firmar la inscripción; los analfabetos, además de presentar la documentación a
que alude el párrafo anterior, deben hacerse acompañar de dos testigos
honorables, ciudadanos y vecinos del lugar, quienes garantizarán la capacidad
cívica del compareciente y su deseo de ejercer el derecho de sufragio.
Nadie
puede obligar a una mujer ciudadana o a un analfabeto a inscribirse en el
Registro Cívico o a votar. Tampoco puede compelerse a ciudadano alguno a votar
por determinada persona…
Los
analfabetos son elegibles únicamente para cargos municipales.
¿Fue
acaso el imaginario nacional criollo-ladino de la oligarquía
terrateniente-comerciante el que se impuso en la concepción de patria de los
revolucionarios guatemaltecos de la clase burguesa y pequeño burguesa mestiza o
ladina que condujo la Revolución? ¿La nación que se proponían construir los
revolucionarios reproducía el ideal de patria criolla? Concretamente, ¿cuál era
el proyecto de nación de los revolucionarios guatemaltecos que condenaron el
latifundio e impulsaron la reforma agraria?
Retomando
el concepto de «patria criolla» de Severo Martínez Peláez, es decir la idea de
que el concepto de patria de la clase dominante criolla heredera del botín de
la conquista era la posesión y explotación de «la tierra y los indios», hemos
mostrado en un trabajo precedente que la lucha muchas veces violenta que
sostienen liberales y conservadores después de la Independencia por el control
del Estado, tenía como objetivo principal la disputa de «la herencia de la colonia»,
o sea la posesión y explotación de la tierra y la mano de obra indígena. Así
demostramos que el proceso de recomposición de la clase dominante que se inicia
antes de la Independencia y concluye con la reforma liberal, condujo a la
consolidación de un proyecto de nación en el que buena parte de guatemaltecos
mestizos o ladinos de las clases populares asumieron como suyos los valores de
la nueva clase dominante criolla (que desde entonces integra en su seno a un
reducido grupo de mestizos o ladinos que asumen la identidad criolla),
reproduciendo muchas veces la opresión, la explotación y la discriminación
racista propia de esa clase en contra de sus hermanos indígenas. En esa parte
de nuestra reflexión concluimos que la clase terrateniente que entonces toma el
poder, había edificado una nación que excluía materialmente a la mayoría de
guatemaltecos (indígenas, mestizos o ladinos, criollos, afrodescendientes), y
que a pesar de ello buena parte de ladinos (concepto que desde entonces engloba
a mestizos, criollos, afrodescendientes y en algunos casos a indígenas) se
identificaba con el imaginario nacional criollo-ladino reproduciendo de esa
manera la patria del criollo. Dicho de otro modo, habiendo hecho suyo el
imaginario nacional criollo y sintiéndose parte de la patria del criollo
presentada a los guatemaltecos como nación ladina, muchos ladinos reproducían
la opresión, la explotación y la discriminación racista en contra de la mayor
parte de indígenas.
Ahora
bien, no se puede afirmar que el proyecto de nación de los revolucionarios que
radicalizaron el proceso en tiempos de Jacobo Arbenz fuera el de la patria
criolla. En otras palabras, no podemos aseverar que el proyecto político de
aquéllos buscara tener o mantener el control de la tierra y los indígenas, pues
la abolición del trabajo forzado y la reforma agraria de vocación social que
ellos impulsaron a través del decreto 900 no permite hacerlo. Sin embargo, y no
obstante que muchas medidas revolucionarias beneficiaban al campesinado
indígena y afectaban los intereses de los terratenientes[17],
los revolucionarios guatemaltecos no pudieron dar el salto cualitativo
necesario para suprimir definitivamente la patria criolla. Alfonso Bauer Paíz
afirma que las condiciones en que los primeros revolucionarios hacían los
cambios encontraban serios topes en el poder de la clase dominante heredera de
la dictadura ubiquista. De esa manera explica la persistencia legal de la
punición de la vagancia durante el régimen revolucionario que había abolido la
Ley de vagancia de Ubico, pero también en las mentalidades de los
revolucionarios que influenciados por el pasado colonial y las dictaduras
liberales recientes, seguían pensando consciente o inconscientemente que dicha
figura legal podía ayudar a la agricultura. Él no niega, pues, que las
condiciones económicas y políticas, pero también ideológicas, limitaban los
alcances de la Revolución.
Y
los límites, ciertamente, se reflejaron en muchas de sus medidas. Además de la
figura de la vagancia que hemos citado, de los límites mismos de la reforma
agraria que analizaremos más adelante, queremos poner sobre la mesa un tema que
nos interesa especialmente: el de la noción de patria de los revolucionarios.
Podemos
decir, como dicen otros, que después de siete décadas de reforma liberal los
revolucionarios octubristas se encontraron con una población indígena
totalmente segregada y que ello los llevó a plantearse la necesidad de
incorporarlos a la sociedad guatemalteca. Podemos, además, aplaudir la idea de
terminar con la exclusión económica, social y política de los campesinos e
indígenas que los dirigentes de la Revolución de Octubre se plantearon como
punto neurálgico de su programa político. Sin ello, ciertamente, ningún
proyecto político puede llamarse revolucionario. Pero, ¿por qué plantearse la
asimilación del indígena a la cultura nacional, es decir, a la cultura mestiza
guatemalteca? ¿Por qué, en pocas palabras, pensar en volver mestizo al
indígena?
Era
la moda, podríamos responder, y mostrar que en ese entonces era lugar común en
toda América considerar vencidas a las culturas indígenas y vigorosas a las
culturas mestizas. Pero esto, en verdad, no esclarece el problema. El problema,
en realidad, tiene que ver con la persistencia de la alienación colonial en el
pensamiento de los revolucionarios octubristas: de la misma manera como lo
hicieron sus ancestros liberales y conservadores desde que se fundó la
República de Guatemala, aquéllos optaron por un modelo y una teoría extranjera
y extranjerizante para construir la nacionalidad guatemalteca, en vez de pensar
la nación y el Estado desde sus raíces. Pero la respuesta a la pregunta que
traemos planteada es más sencilla: en la mente de los dirigentes
revolucionarios, ¡y de muchos guatemaltecos ladinos!, existía la idea, entiéndase
la convicción, de que la cultura mestiza o ladina considerada por ellos como
nacional era superior a la indígena por ser occidental, es decir, por
identificarse más o menos bien con la cultura del colonizador.
Cualesquiera
que hayan sido las razones de los revolucionarios octubristas, lo cierto es que
siguiendo la línea de los países americanos signatarios del convenio sobre el
Instituto indigenista interamericano, celebrado en México el 1º de noviembre de
1940, y con el propósito de «incorporar al indígena a la cultura nacional», el
gobierno de la Revolución aprueba la ley que pone en marcha el proceso de
asimilación del indígena a la «cultura nacional» pensada, lo decíamos, como
mestiza o ladina.
Se
planteaba así la gran contradicción de la Revolución de Octubre: marcados por
las largas dictaduras liberales, y alienados sin duda por la ideología colonial
criolla-ladina que pensaba la nación guatemalteca a partir de la negación de lo
indígena, los revolucionarios guatemaltecos se propusieron transformar las
estructuras económicas para terminar con la injusticia social, pero olvidaron
pensar la nación guatemalteca desde lo más profundo de su identidad. Así, el Estado se propone
desarrollar una política asimilacionista basada en la creación de condiciones
institucionales y materiales que, a través del Instituto Indigenista Nacional
(inspirado del mexicano), permitiesen la aculturación de la sociedad indígena y
la consecuente homogenización de la nación.
CONSIDERANDO:
Que es de urgente necesidad enfocar desde todo punto de vista el problema
étnico que confronta el país en su constitución social, para incorporar al
indígena a la cultura nacional, relevándolo de la situación de inferioridad en
que se le ha mantenido;
CONSIDERANDO:
Que de acuerdo con los tratados suscritos en conferencias internacionales y de
la conveniencia que representa para el país la lucha conjunta con los países
hermanos de América en pro de un mejoramiento integral del indígena, a fin de
hacer de él un elemento activo en las funciones inherentes a la ciudadanía e
iniciar la investigación de su realidad social y económica para estudiarla y
resolverla en provecho propio y en el de la colectividad; [18]
Existía,
pues, un problema de fondo en el proyecto político de la Revolución de Octubre.
Problema, por lo demás, que imponía serios límites a la revolución
guatemalteca: por un lado, la ciudadanía para buena parte de mujeres y la gran
mayoría de indígenas quedaba vedada por el simple hecho de ser analfabetas; por
el otro, la ideología criolla-ladina fuertemente presente en su concepto de
patria negaba la cultura indígena. ¡Grave contradicción en una sociedad
heredera de los mayas cuya población estaba —y está— compuesta
predominantemente por mujeres e indígenas de ascendencia maya!
Pero la legislación revolucionaria
que abolía el trabajo forzoso, por sí sola, no establecía las condiciones
jurídicas necesarias para la instauración de la libre contratación de los
trabajadores del campo. Por decreto 75 del 10 de marzo de 1945, en efecto, la Junta
Revolucionaria de Gobierno emite la «Ley de contratación de trabajo agrícola»[19]
que, ratificada por el Congreso de la República según decreto 102 del 9 de mayo
de 1945, establece las condiciones legales para la contratación entre patronos
y trabajadores agrícolas:
Se
aprueba el Decreto número 75 de la Junta Revolucionaria de Gobierno (…) “Artículo 1º—El contrato de trabajo
agrícola, puede ser individual o colectivo. Contrato individual es el que se
celebra entre un patrono o su representante y un empleado u obrero agrícola”.
Contrato colectivo es la convención celebrada entre un patrono o una asociación
de patronos, por una parte y un sindicato o confederación de sindicatos por la
otra, con el fin de establecer ciertas condiciones comunes de trabajo o de
salario, sea de una finca o un grupo de fincas.[20]
Se
trataba, lo vemos, de terminar con las viejas prácticas de trabajo forzoso y de
instaurar las bases legales para el desarrollo de relaciones capitalistas de
producción en el campo. Tal tarea sería completada por el Código de Trabajo de
1947[21]
—primero en la historia del país— que además de definir un marco de
organización de los obreros y campesinos, y aun cuando era discriminatorio
respecto a éstos en sus derechos de sindicalización[22],
establecía el carácter obligatorio de los contratos obrero-patronales y creaba
el salario mínimo en el campo. Pero la gran hazaña de la Revolución de Octubre
en el tema agrario sería la aprobación de la Constitución de la República que
sentaba las bases para una verdadera transformación de la estructura agraria
guatemalteca.
En
ella, ciertamente, se garantizaba la función social de la propiedad privada, se
prohibía el latifundio y se garantizaba el derecho al trabajo en condiciones
dignas. En efecto, en la parte concerniente al Régimen económico y hacendario
de la Constitución, más precisamente en el artículo 88, se establece que «El
Estado orientará la economía nacional en beneficio del pueblo…» y se recuerda
además que «es función primordial del Estado fomentar las actividades
agropecuarias y la industria en general, procurando que los frutos del trabajo
beneficien de preferencia a sus productores y la riqueza alcance al mayor
número de habitantes de la República». Siempre dentro de ese mismo espíritu, el
artículo 90 declara que «El Estado reconoce la existencia de la propiedad
privada y la garantiza como función social…»[23].
Ahora bien, el artículo 90 de la Constitución de la República prohíbe
expresamente los latifundios así como la ampliación de los ya existentes, y establece
además que su desaparición queda sujeta a la enunciación posterior de una ley
de redistribución de la tierra a la colectividad:
Quedan
prohibidos los latifundios. La ley los califica y consignará las medidas
necesarias para su desaparición. Los latifundios existentes por ningún motivo
podrán ensancharse, y mientras se logra su redención en beneficio de la
colectividad, serán objeto de gravámenes en la forma que determine la ley.
El
Estado procurará que la tierra se reincorpore al patrimonio nacional.
Sólo
los guatemaltecos a que se refiere el artículo 6 de esta Constitución, las
sociedades cuyos miembros tengan esa calidad y los bancos nacionales, podrán
ser propietarios de inmuebles sobre la faja de quince kilómetros de ancho a lo
largo de las fronteras y litorales. Se exceptúan las áreas urbanizadas
comprendidas dentro de las zonas indicadas, en las cuales sí podrán adquirir
propiedad los extranjeros, previa autorización gubernativa.[24]
La
visión social y nacionalista de los revolucionarios es evidente. Es con ella
que establecen los cimientos legales para la transformación de la estructura
agraria del país:
Por
causa de utilidad o necesidad públicas o interés social legalmente comprobado,
puede ordenarse la expropiación de la propiedad privada, previa indemnización.
(…) Una ley determinará el procedimiento de expropiación. (…) Se prohíbe la
confiscación de bienes. (Artículo 92). El Estado proporcionará a las
colectividades y cooperativas agrícolas instrucción técnica, dirección
administrativa, maquinaria y capital. (Artículo 94). Las tierras ejidales y las
de comunidades que determina la ley, son inalienables, imprescindibles,
inexpropiables e indivisibles. El Estado les prestará apoyo preferente a fin de
organizar en ellas el trabajo en forma cooperativa, conforme a lo dispuesto en
el artículo 94, y deberá, asimismo, dotar de terrenos a las comunidades que
carezcan de ellos. (Artículo 96).
Adicionalmente,
y previo a la promulgación de la célebre ley de reforma agraria del presidente
Arbenz, la Junta Revolucionaria de Gobierno y la administración del presidente
Arévalo emitieron dos leyes importantes relacionadas con la política de
tierras. La primera, anunciada por la Junta Revolucionaria de Gobierno el 5 de
marzo de 1945 y aprobada por el Congreso de la República según decreto 232 del
3 de mayo de 1946, es la Ley de titulación supletoria[25].
Esta ley, que según sus preceptos buscaba favorecer a las personas carentes de
título legal de propiedad, pero que desde su invención en 1925[26]
había facilitado la apropiación legal de tierras por los grandes propietarios[27],
fue retomada por los revolucionarios con el fin de dar a las personas que
carecen de título legal «todas las facilidades necesarias para que puedan
titular las tierras que poseen y trabajan legítimamente, siempre que no se
lesionen los derechos de terceros», y siempre que comprueben ante un tribunal
«su posesión legítima, continua, pacífica y pública, durante un término no
menor de diez años».
Esta
ley, que en la práctica buscaba crear los mecanismos legales para garantizar la
posesión de la tierra a quienes la cultivasen desde hace al menos diez años,
contenía un procedimiento relativamente fácil: consistía en presentar ante el
Tribunal de Primera Instancia una solicitud que comprendiera informaciones
sobre la superficie, situación y condiciones de adquisición de la tierra.
Después de que la solicitud había sido aceptada, el tribunal se encargaba de
pasar en el diario oficial tres publicaciones en un intervalo de un mes.
Paralelamente la municipalidad que aseguraba la jurisdicción de la tierra
verificaba si la información presentada por el solicitante era o no exacta.
Hecho esto, la confirmación de la atribución definitiva del título de propiedad
concernía al Ministerio Público.
Una
historia de usurpaciones y acaparamiento de tierras constituía el mejor
testimonio de la fragilidad del campesino indígena carente de título de
propiedad frente al terrateniente que deseaba expulsarlo. Anteriormente,
numerosas expropiaciones de tierra habían sido posibles ya sea porque el Estado
no respetaba el derecho de posesión de los campesinos instalados en tierras sin
título legal, o bien porque los terratenientes aprovechaban esa situación para
sacar por la fuerza a las familias campesinas indefensas y apropiarse de sus
tierras. Aunque la titulación supletoria aprobada por los revolucionarios no se
circunscribía a los campesinos[28],
y aunque uno podría pensar que una ley que en el pasado había servido a los
terratenientes para legalizar y ampliar sus dominios, el carácter pro campesino
del régimen revolucionario probado por una serie de medidas legales y políticas
durante los gobiernos de Arévalo y Arbenz, permite pensar que en esta ocasión
la ley sí buscaba evitar que hechos similares continuaran produciéndose. Sin
embargo, por la forma como dicha ley fue concebida y a falta de una
investigación minuciosa sobre su aplicación, no podemos asegurar que ella no
haya sido utilizada para legalizar tierras poseídas de antaño por usurpación
por personas no campesinas. En realidad, la amplitud de los preceptos del
decreto 232 en lo relativo al tamaño de las posesiones sujetas a titulación,
dejan ver con claridad que, salvo las comunidades campesinas, los únicos
poseedores de grandes extensiones de tierra como las que señala la ley, no
podían ser campesinos. Si hubo o no mala utilización de la Ley de titulación
supletoria durante el breve período de la Revolución de Octubre, lo decíamos,
sólo puede saberse haciendo un estudio detallado de su aplicación. La ley,
debemos decirlo, dejaba abiertas muchas posibilidades:
Artículo 1º—El
poseedor de bienes inmuebles que carezca de título inscribible en el Registro
de la Propiedad Inmueble, puede solicitar en la vía voluntaria su titulación
ante un Juzgado de Primera Instancia, probando plenamente su posesión legítima,
continua, pacífica y pública, durante un término no menor de diez años. El
interesado podrá agregar la posesión de su antecesor o antecesores a la que él
tenga en la fecha de su solicitud.
No
podrá extenderse título supletorio de extensiones de terreno mayores de
quinientas hectáreas (11 caballerías y 1/10), salvo que se trate de terrenos
labrados o cultivados, en cuyo caso el título supletorio podrá amparar
cualquier extensión, siempre que esta no exceda de 4,502 hectáreas (100
caballerías).
Las
personas extranjeras, naturales o jurídicas, deberán, para obtener título
supletorio, probar además que los inmuebles que deseen titular, ya sean
rústicos o urbanos, están destinados exclusivamente al desarrollo o incremento
de su negocio principal.
De
lo que sí tenemos certeza es que después del golpe de Estado militar de Carlos
Castillo Armas en 1954 y del cambio de dirección de la política agraria en el
sentido de los intereses de los terratenientes, la Ley de titulación supletoria
fue distorsionada hasta producir efectos opuestos a los buscados en su
espíritu. Durante los años setenta, ciertamente, numerosos conflictos entre
campesinos y terratenientes estallaron en los departamentos del Quiché, Alta
Verapaz, Huehuetenango e Izabal: los supuestos poseedores de títulos
supletorios intentaban expulsar a los campesinos de las tierras que cultivaban[29],
preparando de esa manera el terreno para la radicalización campesina del lado
de las guerrillas. Así, una ley que no especificaba abiertamente su carácter
pro campesino, sirvió nuevamente a otras personas (terratenientes, militares,
funcionarios del gobierno, profesionales, clientela política de las dictaduras
de turno, etc.) como medio de hacerse legalmente de grandes extensiones de
tierra en las diversas regiones del país, pero también como mecanismo propulsor
de buena parte de campesinos hacia una guerra que cobraría millares de
víctimas, y que no acabaría formalmente sino hasta en 1996.
La
otra medida importante tomada a finales de 1949 la constituye el decreto 712
Ley de arrendamiento forzoso[30].
La distribución abusiva de grandes extensiones de tierra a los terratenientes
había desposeído a un número importante de campesinos de su principal medio de
subsistencia y había permitido que superficies considerables fueran dejadas en
el abandono en las plantaciones o cedidas en usufructo por los grandes
propietarios a los colonos en retribución de su trabajo. En algunos casos las
tierras improductivas de los latifundios eran cedidas en arrendamiento a
campesinos instalados por su cuenta, quienes al no poder pagar el precio del
arrendamiento debido a la situación de extrema pobreza en que se encontraban, a
menudo realizaban su pago dando la mitad de la cosecha anual al propietario. Así,
y mientras los campesinos debían contentarse con pedazos de tierra exiguos o no
poseer ninguna, el fenómeno más generalizado en el medio rural guatemalteco era
la no utilización o la subutilización de la tierra de los latifundios[31].
Es a este grave problema al que el gobierno de Juan José Arévalo buscaba darle
solución.
En
efecto, la Ley de arrendamiento forzoso atacaba las tierras no utilizadas o
subutilizadas. Su objetivo era a la vez luchar contra la improductividad de los
latifundios y regular las condiciones de arrendamiento de la tierra a los
campesinos, es decir, poner en marcha los mecanismos de la modernización de la
posesión y de la renta de la tierra necesarias para la instauración del sistema
de producción capitalista y el desarrollo económico del país. La ley, además, constreñía a los grandes propietarios
a renovar por dos años suplementarios los contratos de alquiler a los
campesinos que se beneficiaban desde hacía cuatro años. En la primera versión
de la ley, el precio de arrendamiento fue fijado en 10% del valor de la cosecha
anual, pero como aquélla no había sido aplicada, en noviembre de 1951, ya bajo
la presidencia de Arbenz, el Congreso de la República emitió el decreto 853
para reforzar las disposiciones tomadas anteriormente[32].
A partir de ese momento, toda tierra ociosa debía alquilarse obligatoriamente y
la renta era fijada en 5% del valor de la cosecha.
Si
tomamos en cuenta que la condena formal al latifundio se inició en 1945 con la
Constitución de la República y si tomamos en cuenta que el ataque al latifundio
improductivo comenzó en 1949 con Ley de arrendamiento forzoso, estamos en
condiciones de afirmar que el proceso de reforma agraria que concretaría la
administración Arbenz a partir de 1952 se había iniciado en el momento mismo en
que los revolucionarios aprueban la Constitución. Pero, ¿en que consistió la
célebre reforma agraria de la administración Arbenz?
2. Reforma agraria
Si
Arbenz sistematiza y acentúa la orientación jurídica establecida en la
administración precedente, ¿cuál fue entonces la especificidad de la Ley de
reforma agraria? Tres aspectos subrayan la importancia del decreto 900:
primero, proscribe definitivamente «todas las formas de servidumbre y
esclavitud» aún existentes; segundo, la reforma agraria ataca de manera
efectiva los latifundios inexplotados; luego, gracias a la creación de los
Comités agrarios locales, la reforma provoca una movilización sin precedentes
de los campesinos. En los párrafos siguientes analizaremos el contenido del
decreto 900 y el impacto de su aplicación sobre la estructura agraria y el
campesinado.
2.1 Principales disposiciones del decreto 900
A
pesar de las medidas adoptadas por el gobierno precedente, y no obstante la
reducción notable del trabajo forzoso en Guatemala, las relaciones de
producción en el campo conservaban todavía residuos del antiguo régimen
colonial y republicano. Ante esa realidad, y para terminar definitivamente con
una de las más vergonzosas taras de la sociedad guatemalteca, la administración
Arbenz, a través del decreto 900, toma la decisión de abolir en forma tajante
cualquier vestigio de «servidumbre y esclavitud». Esto es lo que se constata en
el artículo 2º de la célebre Ley de reforma agraria:
Artículo
2º—Quedan abolidas todas las formas de servidumbre y esclavitud, y por
consiguiente, prohibidas las prestaciones personales gratuitas de los
campesinos, mozos colonos y trabajadores agrícolas, el pago en trabajo del
arrendamiento de la tierra y los repartimientos indígenas, cualquiera que sea
la forma en que subsistan.[33]
Se
trató, en verdad, de un acontecimiento histórico para el país. Anteriormente,
lo hemos visto, la Junta Revolucionaria de Gobierno había abolido el servicio
de vialidad que afectaba directamente a los campesinos indígenas, pero la
Constitución de la República de 1945 y la Ley de vagancia emitida en ese mismo
año por el Congreso de la República para abolir la Ley contra la vagancia y
otras leyes sobre el trabajo forzoso de Ubico, mantienen vigente al menos
formalmente el trabajo forzoso y con ello cualquier posibilidad de revivirlo.
Aunque la historia oficial y el discurso de los guatemaltecos repitan
mecánicamente que el trabajo forzoso fue abolido definitivamente por la Junta
Revolucionaria de Gobierno en 1945, un examen exhaustivo de la legislación del
período revolucionario demuestra que esa realidad desaparece hasta en 1952 con
el decreto 900 del presidente Jacobo Arbenz.
Por
otra parte, la estructura de distribución de la tierra mostraba una enorme
desigualdad. Ciertamente, si analizamos el censo agrícola de 1950 descubrimos
que el 72.2% de la tierra se encontraba bajo el control del 2.2% de las
explotaciones y que en el seno de las propiedades de más de 900 hectáreas, 68%
de las tierras cultivables estaban abandonadas. El nuevo gobierno se proponía
poner fin a la situación de inexplotación de los latifundios y desarrollar
explotaciones de tipo capitalista: «La reforma agraria, decía Arbenz, deberá
permitir transformar progresivamente todas las propiedades agrícolas del país hasta
que sean consideradas y administradas por sus propietarios como empresas
capitalistas, tanto en sus métodos de producción como en sus relaciones con los
trabajadores.»[34]
Es
claro que ese era el espíritu de la ley. Conviene ver ahora cuáles fueron sus
principios y el impacto de su aplicación.
Numerosos
analistas del decreto 900, entre ellos los especialistas de la Embajada
norteamericana en Guatemala, reconocen el carácter moderado de la ley de
reforma agraria[35].
Si se leen las disposiciones de la ley, en efecto, se observa que el criterio
determinante de la reforma no era el tamaño de la propiedad (aun cuando
aparecían los criterios de expropiación que hacían referencia al tamaño), pues
aquélla no tenía como propósito reducir las grandes propiedades para
transformarlas en explotaciones de pequeñas o medianas superficies —lo cual por
otra parte hubiera permitido un equilibrio estructural en la distribución de la
tierra. Por el contrario, cuando el decreto 900 privilegia el criterio de
productividad de las grandes posesiones sobre el criterio del tamaño —las
empresas agrícolas de cultivo comercial y las explotaciones cuyos dos tercios
de la superficie cultivada se encontrara arrendada no eran contempladas por la
ley—, garantizaba implícitamente la integridad de las grandes
explotaciones.
Ciertamente,
si se analizan las disposiciones del decreto 900 uno puede darse cuenta
fácilmente que el objetivo buscado era eliminar las formas semi feudales de
renta de la tierra (colonato) y la improductividad de los grandes latifundios,
y no cambiar radicalmente la estructura de la propiedad de la tierra. La ley
estipulaba primero que ninguna explotación cuya superficie excedía las 90
hectáreas podía someterse a la expropiación si estaba cultivada de manera
directa por su propietario o representante. Ella protegía igualmente de la
expropiación a las fincas de 90 a 270 hectáreas si el propietario podía
demostrar que al menos dos tercios de la superficie total estaban cultivados.
Por
otra parte, en las disposiciones jurídicas existía un fundamento que
subordinaba el tamaño de la propiedad al criterio de la productividad, lo cual
suprimía cualquier carácter radical
de la ley. Así, la primera cláusula subordinaba el tamaño de la propiedad —incluso grande— al criterio de la forma de
renta de la tierra (esta disposición concernía especialmente a las fincas
utilizadas por los propietarios desde mediados del siglo XIX para concentrar a
los campesinos colonos), mientras que en la segunda cláusula el criterio de la
productividad prevalecía sobre el criterio del tamaño (ninguna finca de 90 a
270 hectáreas con al menos dos tercios de la superficie cultivada no podía en
efecto expropiarse).
Por
lo demás, la ley de reforma agraria no era aplicable a las explotaciones
comerciales. Por eso, y por la simple razón de que se trataba de explotaciones
productivas, ninguna finca de la Costa Sur y de la Boca Costa fue expropiada,
lo cual demuestra el carácter hasta cierto punto moderado de la reforma. En
síntesis, la ley de reforma agraria buscaba antes que todo expropiar las
tierras inexplotadas para hacerlas productivas y eliminar las formas arcaicas
de renta de la tierra y las relaciones de producción.
En
cuanto a la forma de pago prevista
para las explotaciones expropiadas, la ley estipulaba que una indemnización
sería hecha bajo forma de bonos agrarios de 3% y que el valor de la tierra
sería calculado sobre la base de la declaración de impuestos presentada por
cada propietario antes del 11 de mayo de 1952 (fecha de la presentación del
decreto 900 ante el Congreso de la República)[36].
Al respecto debe tomarse en cuenta que la mayoría de las fincas habían hecho su
declaración a partir de la última evaluación catastral que remontaba a 1931[37]
y que la amplitud de la evasión fiscal estaba dada por lo irrisorio de las
superficies declaradas. Entre otros ejemplos puede citarse la declaración
fiscal de los grandes propietarios de El Quiché que situaban el valor de la
hectárea de tierra entre 12 y 18 quetzales[38],
pero también el caso de las 168,000 hectáreas expropiadas a la United Fruit que
reclamaba 16 millones de quetzales de indemnización en lugar de los 610,000
calculados sobre la base de su declaración fiscal. La utilización de este
sistema es pues bastante instructivo: permite estimar el valor del capital
existente y la amplitud de la evasión fiscal. Es necesario agregar que fue el
problema de pago de la indemnización el que cristalizó la oposición de los
grandes propietarios a la reforma agraria. Nadie olvida ciertamente la manera
como la compañía frutera, apoyada por el Departamento de Estado norteamericano,
desencadena la caída de Arbenz en 1954.
Agreguemos
que durante la reforma fueron emitidos 1,002 decretos de expropiación que
afectaron 603,615 hectáreas y 1,284 propiedades (o sea 470 hectáreas en
promedio por explotación expropiada). Agreguemos además que solamente 11 fincas
fueron expropiadas en su totalidad y que las otras lo fueron sólo en
superficies no cultivadas. Se calcula que la reforma benefició a
aproximadamente 500,000 campesinos o sea 100,000 familias. Esta estimación
incluye las 30,000 familias beneficiarias de la repartición de las 280,000
hectáreas salidas de las fincas pertenecientes al Estado. En contraste con el
número elevado de campesinos beneficiados de la reforma, el de los propietarios
afectados por las expropiaciones (e indemnizados conforme a su declaración
fiscal por la tierra no utilizada) no excedió de 2,000[39].
La
política de distribución de tierras a los campesinos también incluyó las fincas
nacionales: las parcelas fueron adjudicadas en usufructo vitalicio, a cambio,
los beneficiarios debían pagar al gobierno un alquiler equivalente al 3% del
valor de la cosecha anual. Las propiedades privadas nacionalizadas eran
redistribuidas en las mismas condiciones de usufructo vitalicio, reembolsable
al Estado, de inalienabilidad (el beneficiario podía sin embargo alquilar la
tierra con la autorización del Departamento Agrario Nacional) con una renta
equivalente al 3% del valor de la cosecha total. Las tierras podían igualmente
ser expropiadas y distribuidas a beneficiarios que, a cambio, estaban sometidos
a las obligaciones siguientes: pago anual de 5% del valor de la cosecha,
inalienabilidad durante los primeros 25 años con la misma cláusula que para las
parcelas en usufructo.
En
lo que concierne a las tierras comunales, éstas quedaban sustraídas
explícitamente de su aplicación de la reforma y preservadas de toda
modificación de su estatuto jurídico. Sin embargo, como existía un número
considerable de terrenos comunales en situación de litigio o con problemas de
imprecisión de sus límites, el decreto 900 establecía que en caso de conflicto
entre municipalidades y comunidades, las tierras serían atribuidas a éstas bajo
régimen de usufructo a perpetuidad. En caso de litigio entre particulares y
comunidades, una resolución a favor de las comunidades podía tomarse luego de
que los particulares agotaran todos los recursos jurídicos a los cuales tenían
derecho.
Para
finalizar señalemos que los departamentos más afectados por la reforma fueron
Escuintla e Izabal, es decir aquéllos donde la United Fruit Company poseía sus
tierras, seguidos de Alta Verapaz y El Quiché, en lo que corresponde la
superficie total expropiada. En fin, todos los departamentos del occidente
fueron afectados por la reforma en grados diversos, excepto uno: Totonicapán.
40% de las tierras y 45% de las explotaciones expropiadas lo fueron en la
región indígena del occidente[40].
II. Transformaciones en la estructura agraria
El
impacto de la aplicación del decreto 900 sobre la estructura agraria fue
considerable. Aunque la aplicación de la reforma fue de corta duración (del 5
de octubre de 1953 al 4 de junio de 1954), un total de 883,615 hectáreas fueron
redistribuidas y cerca de 100,000 campesinos y trabajadores rurales se
beneficiaron. La importancia de los resultados (el total de las expropiaciones
equivalió a una cuarta parte de las tierras agrícolas del país)[41]
plantea la necesidad de interrogarse sobre los límites del decreto, lo cual
permite precisar mucho más el impacto de la ley sobre la estructura agraria. Al
consultar una parte no despreciable de la literatura existente sobre el tema,
constatamos que casi la totalidad de estudios que tratan sobre la reforma
agraria buscan únicamente reconstituir el desarrollo de la reforma y
sistematizar los resultados. Casi todos se limitan a subrayar la importancia
cuantitativa de la reforma sin analizar críticamente su aplicación.
Paredes
Moreira[42],
por ejemplo, señala que sobre las 100,000 familias beneficiarias, 30,000
recibieron en usufructo una parcela de tierra tomada de las fincas nacionales.
Entre las 101 fincas enumeradas este autor, 70 fueron repartidas en forma de
parcelas, 29 en forma de cooperativas y 2 en forma mixta. Pero Paredes Moreira
no precisa cuáles fueron las transformaciones que la reforma provocó entre los
beneficiarios al nivel de la posesión de la tierra y las relaciones de
producción. Otros autores, entre los cuales Yvon Le Bot, consideran que el
cambio introducido por la reforma en las fincas nacionales fue mínimo porque
éstas, salvo excepción, no eran posesiones explotadas racionalmente por los
trabajadores agrícolas, sino antiguos latifundios o plantaciones de café
explotados en parcelas individuales (de antes de la reforma) por campesinos que
eran, a menudo, antiguos trabajadores permanentes o temporales de esas
plantaciones, antes de la expropiación a los alemanes. Como consecuencia, el
pasaje del estatuto de trabajadores agrícolas de plantaciones expropiadas
(cuyas condiciones de vida eran a menudo cercanas a la servidumbre) al de
campesinos cultivadores de una parcela se produjo antes de 1945, justo después
de que las plantaciones fueron convertidas en fincas nacionales y no en el
curso de la reforma agraria. De suerte que desde esta perspectiva la atribución
en usufructo de una parcela en el seno de las fincas nacionales sólo ofreció
una garantía jurídica a los campesinos sobre las tierras que ya explotaban
individualmente. La adjudicación de parcelas en las fincas nacionales puede interpretarse
de la misma manera: a nivel de la posesión de la tierra no hubo modificaciones
esenciales porque las fincas ya estaban divididas en parcelas individuales. No
hubo tampoco cambio en las relaciones de producción porque los campesinos
habían cesado de ser trabajadores agrícolas antes de 1945 para convertirse en
campesinos cultivadores de parcelas en los antiguos latifundios nacionalizados
por el gobierno.
Esta
interpretación del impacto de la reforma sobre los beneficiarios de las fincas
nacionales nos parece en gran parte justa en la medida en que muchas de esas
tierras fueron de preferencia repartidas a los trabajadores agrícolas que las
trabajaban. Pero, ¿acaso no se corre el riesgo de generalizar demasiado si se
minimiza la existencia de «plantaciones racionales efectivamente explotadas por
el Estado»? El sociólogo francés parte de la idea de que existían pocas fincas
del Estado productivas empleando trabajadores agrícolas susceptibles de devenir
campesinos cultivadores de parcelas, y que se trataba en su mayoría de antiguos
latifundios inexplotados o de plantaciones de café explotadas en parcelas
individuales por antiguos trabajadores permanentes o temporales. Maestre
Alfonso[43],
contrario a Le Bot, observa que las excelentes plantaciones de café expropiadas
a los alemanes volvieron a ser patrimonio de la nación y que sumadas a las ya
pertenecientes al Estado producían 25% de la producción de café. En
consecuencia, nos dice este autor, 6,634 campesinos de las cooperativas se
beneficiaron de la aplicación de la reforma y las instalaciones fijas que
existían en algunas plantaciones fueron atribuidas, para ser explotadas, a las
entidades mercantiles compuestas en 51% por capital del Estado y en 49% por
capitales privados. ¿Qué pensar entonces de la transformación vivida por los
campesinos antes de la reforma agraria? Según nosotros, la innovación provocada
por la distribución de parcelas en usufructo en las fincas nacionales no se
sitúa al nivel de la posesión de la tierra y de las relaciones de producción,
sino más bien al nivel de la experiencia vivida por los trabajadores agrícolas
con la nueva forma de organización cooperativa.
A
los campesinos de las fincas de colonos, por su parte, la ley les otorgó en
usufructo vitalicio o en propiedad la parcela de tierra que trabajaban en la
explotación. No existen datos detallados en cuanto al número de hectáreas
expropiadas y repartidas, ni tampoco sobre el número de campesinos
beneficiarios de la aplicación del decreto 900 en las fincas de colonos. Sin embargo,
las transformaciones experimentadas por los colonos beneficiarios con respecto
a la distribución de la tierra y las relaciones de producción, parecen más
netas por las razones siguientes: la expropiación y la repartición en parcelas
atacaba explicita y directamente a una forma de renta (la renta en trabajo) y
por tanto a una relación de producción (la relación que ligaba al campesino en
situación de semiservidumbre a un propietario capitalista). Aquí, el cambio no
se sitúa solamente a nivel jurídico como pudo haber sido el caso para los
campesinos de las fincas nacionales. Con la expropiación de ese tipo de fincas
y la atribución a los campesinos de las tierras que cultivaban, la aplicación
de la ley de 1952 terminó con la relación de dependencia que ligaba al colono a
la finca del terrateniente. Al volverse campesinos que cultivaban
independientemente su parcela al mismo título que los otros campesinos
minifundistas, los colonos beneficiarios de la reforma se convirtieron,
también, en trabajadores «libres». Para los colonos, pues, la reforma agraria
«implicó una modificación de las relaciones de trabajo en el sentido de una
extensión paralela del salario y de la pequeña propiedad que conduce a una
integración más amplia y más uniforme del campesinado a la economía de mercado,
bajo las diversas especies del mercado de productos, del mercado de trabajo y
del mercado de tierras»[44].
Excepto
ciertos casos donde la reforma agraria benefició a los propietarios
minifundistas del altiplano[45],
el decreto 900 fue principalmente aplicado en provecho de los colonos
instalados en las grandes fincas y de algunos campesinos sin tierra. Aunque
llena de buenas intenciones y aspectos positivos, la ley de reforma agraria,
concebida para expropiar únicamente las tierras inexplotadas de los latifundios
sin afectar las plantaciones agroexportadoras de la Costa y la Bocacosta,
presentaba una contradicción: cómo dotar de tierras a los pequeños propietarios
minifundistas del Altiplano (categoría mayoritaria entre los campesinos) si
éstas no existían en cantidad suficiente en la región y si el propio decreto
900 excluía explícitamente de su aplicación a las grandes propiedades
consagradas a los cultivos comerciales (incluso aquéllas que eran explotadas en
arrendamiento). Enfrentados a una situación en la que las mejores tierras y las
más grandes plantaciones (incluso aquéllas que estaban parcialmente cultivadas)
estaban protegidas por la ley y donde la colonización de tierras no estaba
prevista, los dirigentes de la reforma sólo podían atribuir pequeñas parcelas
menores de 10 hectáreas.
Habida
cuenta de la preservación que la ley hacía de las grandes plantaciones
consagradas a los cultivos comerciales y del criterio utilizado en la
repartición de pequeñas parcelas entre los colonos y los trabajadores de las
fincas nacionales, y aunque no tengamos datos precisos para afirmarlo, podemos
avanzar la hipótesis de que eliminando el latifundio inexplotado sin
desaparecer completamente la gran propiedad, la reforma creó una estructura
caracterizada por la existencia de plantaciones agrícolas de tipo capitalista
efectivamente consagradas a cultivos de exportación (café, algodón, banano,
caña de azúcar, etc.), cooperativas campesinas (divididas en parcelas
individuales) capaces de comercializar su producción al extranjero y pequeñas
explotaciones familiares cuya productividad hubiese permitido desprender un
excedente para comercializarse en el mercado interno.
Si
nuestra suposición se confirmase, la nueva estructura agraria creada por la
aplicación del decreto 900 no hubiera desaparecido completamente la gran
propiedad sino hubiera, en cambio, favorecido la multiplicación de la pequeña y
mediana explotación en lugar del minifundio de subsistencia. ¿Un análisis
crítico de la aplicación de la reforma confirmará nuestra hipótesis? Su
realización, en todo caso, permitirá avanzar en el conocimiento de un suceso
tan importante como fue la reforma agraria del gobierno de Jacobo Arbenz.
III. Movilización campesina
La
complementariedad de los gobiernos de Arévalo y Arbenz en materia agraria puede
verse claramente en lo que concierne a la organización campesina. Si el primero
creó las condiciones legales y políticas para la emancipación y organización
del campesinado, el segundo, en vistas ya de un posible apoyo a la aplicación
de la reforma, crearía las estructuras necesarias para su movilización. Para
permitir la aplicación del decreto 900, ciertamente, la administración Arbenz
creó los comités agrarios locales en el seno de los cuales los campesinos de
todo el país participarían plenamente. Con ese fin, fueron creadas un conjunto
de estructuras específicas —paralelas a las uniones campesinas—, comprendiendo
un consejo agrario nacional (diferente al Departamento agrario) y comisiones
agrarias departamentales coordinadas con los comités agrarios locales.
Encargados de instruir las denuncias contra los latifundios, éstos estaban
compuestos de cinco miembros: un representante de las autoridades
departamentales, un representante de la municipalidad y tres representantes de
la organización campesina (unión campesina y sindicato de la finca).
Las
uniones campesinas, por su parte, fueron creadas para promover y sostener la
reforma agraria. También eran encargadas de informar sobre el contenido del
decreto 900 y explicar a los campesinos cómo redactar las denuncias
relacionadas con los latifundios inexplotados. Ellas se ocupaban finalmente de
la organización campesina, animándoles a plantear sus reivindicaciones.
Para
que los campesinos tuvieran un canal de expresión adecuado, el comité agrario
local se encargaba de trasladar la información de las uniones campesinas. El
sistema era el siguiente: toda persona que consideraba tener derecho a la
atribución de una parcela podía depositar una demanda al comité agrario local. Este, sin pasar por las municipalidades,
enviaba los expedientes a la comisión agraria departamental que se encargaba de
examinarlos y resolver por unanimidad. En lo alto del sistema, el departamento
agrario aseguraba la ejecución y la correcta aplicación de la ley. El
Presidente de la República, en la cúpula, resolvía en definitiva todo lo que se
relacionaba con la aplicación del decreto 900. Agreguemos que la idea era
evitar una aplicación burocrática y vertical de la reforma. Mientras que el
gobierno ponía en marcha un aparato administrativo de la reforma,
representantes de los sindicatos obreros y campesinos recorrían las zonas
rurales instruyendo a los trabajadores sobre el funcionamiento de la ley y
distribuyendo formularios para solicitar la tierra[46].
Los
cuatro primeros decretos de expropiación de particulares fueron firmados el 5
de octubre de 1952. Luego, se multiplicaron conforme la dinámica desencadenada
en el medio rural movilizaba más campesinos. En octubre de ese año, un total de
3,000 demandas de tierra habían sido registradas en el seno del comité agrario
nacional[47],
lo cual se tradujo en el desarrollo de los comités campesinos: 1,500 fueron
creados en 1953 de los cuales la mitad en la región occidental, es decir en los
departamentos donde la población indígena es la más importante.
Así
fue como la aplicación de la reforma y la movilización campesina que provocó,
permitieron quitar el cerrojo que mantenía aisladas a las poblaciones
principalmente indígenas en sus comunidades, sin posibilidades de participación
política y lejos de los centros de decisión del poder. En la sociedad
guatemalteca, pues, tuvo lugar un fenómeno sin precedentes: «los indígenas del
altiplano, considerados tradicionalmente como pasivos y resignados, participaron
en el movimiento de creación de las uniones campesinas y de lucha por la
tierra»[48].
Ahora bien, si la reforma agraria no hubiese sido detenida en 1954, los
municipios que no estaban todavía organizados y donde existían importantes
latifundios, habrían sido rápidamente concernidos.
El
desarrollo de las organizaciones campesinas fue ciertamente fulgurante: 345
sindicatos y 320 uniones campesinas fueron censadas en 1954 en lugar de 23
sindicatos y 5 uniones campesinas legalmente inscritas en 1948[49].
Este movimiento campesino autónomo, con perspectiva de clase, que involucraba
por primera vez a indígenas, mestizos, criollos, afrodescendientes y ladinos,
con ramificaciones departamentales y nacionales, estaba a punto de convertirse
en un importante movimiento de masas.
El
presidente Arbenz fue depuesto en junio de 1954 en medio de una campaña de
desestabilización liderada por la Iglesia católica y los terratenientes y una
invasión armada organizada y financiada por el Departamento de Estado
norteamericano en defensa de los intereses de la United Fruit Company. Anulando
el decreto 900 y reprimiendo a los dirigentes campesinos y beneficiarios de la
reforma, el gobierno antireformista quiso eliminar cualquier traza de la
experiencia vivida por el campesinado. No obstante, los diez años de democracia
conocidos por Guatemala y especialmente la experiencia de la reforma agraria
dejaron huellas indelebles entre ellos. Medio siglo después, y gracias a la distancia que
nos da el tiempo, podemos afirmar que la importancia de la reforma en el
contexto agrario guatemalteco reside menos en los cambios que pudo introducir
en la estructura de la propiedad de la tierra, que en la dinámica campesina que
generó. Aunque brutalmente reprimido por los gobiernos sucesivos, el movimiento
campesino renacería en los años setenta con una dinámica diferente en la lucha
por la tierra.
** Guatemalteco. Profesor
Titular e Investigador del Instituto Investigaciones Económicas y Sociales de
la Universidad de San Carlos de Guatemala (IIES-USAC). Doctor en Antropología y
Sociología de lo político (Universidad de París 8) y Economista rural
(Universidad de Toulouse-Le Mirail).
* Este artículo fue
publicado originalmente en la Revista Economía del Instituto de Investigaciones
Económicas y Sociales (IIES), No. 180, abril-junio del 2009, págs. 45-88. Esta
publicación se hace con autorización del autor.
[1] Según cifras oficiales,
«de un total de 2076 fincas registradas en 1913, 1.657 pertenecían a
guatemaltecos (80%) y 419 a extranjeros (20%). Además, los datos revelan que de
este alto porcentaje de propietarios extranjeros 170 fincas eran propiedades
alemanas con una extensión de 95.310 hectáreas y una producción de 358.353
quintales equivalentes al 34% de la producción total de café.» Véase Jorge
Murga Armas, Recomposición de la clase
dominante en Guatemala 1808-1944. Cambios y continuidades en la estructura
agraria de origen colonial, Revista Economía No. 178, IIES-USAC,
octubre-diciembre 2008, p. 53.
[2] Decreto 900 Ley de Reforma
Agraria, del Congreso de la República, del 17 de junio de 1952. Publicaciones
del Departamento Agrario Nacional, Tipografía Nacional, Guatemala, 1952.
[3] Véase Jorge Murga Armas, La tierra y los hombres en la sociedad
agraria colonial de Severo Martínez Peláez, IIES-USAC, Revista Economía No.
174, Guatemala, octubre-diciembre 2007, pp. 77-102. Jorge Murga Armas, Recomposición de la clase dominante, pp.
34-61.
[4] Decreto número 7 de la
Junta Revolucionaria de Gobierno, del 31 de octubre de 1944, suprimiendo el
servicio personal de vialidad. Recopilación
de las leyes de la República de Guatemala 1944-1945, t. LXIII, Tipografía
Nacional, Guatemala 1945, pp. 444-445. Las citas que en adelante haremos fueron
tomadas de esta recopilación.
[5] El decreto gubernativo
1474 había sido emitido el 31 de octubre de 1933. En él se consignaba que
«todos los individuos aptos, están obligados a prestar el servicio de vialidad,
consistente en el trabajo personal durante dos semanas en los caminos públicos
que se les designen.» Dicho servicio había sido reglamentado el 19 de diciembre
de 1933 y por decreto gubernativo 1783 de 10 de febrero de 1936. Sin embargo,
el 29 de marzo de 1936 Jorge Ubico emite un nuevo acuerdo gubernativo para
crear el «Reglamento para el servicio de vialidad». Acuerdo gubernativo del 29
de marzo de 1936 que crea el Reglamento para el servicio de vialidad. Recopilación 1936-37, t. LV, 1938, pp.
542-560.
[6] Decreto número 11 de la
Asamblea Legislativa de la República de Guatemala, del 15 de diciembre de 1944,
aprobando el Decreto número 7 de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945,
p. 323.
[8] Decreto
número 76 Reglamento para Control de Jornales de los Trabajadores del Campo, de
la Junta Revolucionaria de Gobierno, del 10 de marzo de 1945. Recopilación 1944-1945, t. LXIII, 1945,
pp. 538-540.
[9] Entrevista a Alfonso Bauer
Paiz. IIES-USAC, Guatemala, 15 de octubre de 2008. Las citas que en adelante
haremos fueron tomadas de esa entrevista.
[10] Decreto número 118 Ley de
Vagancia, del Congreso de la República del 23 de mayo de 1945. Recopilación 1945-46, t. LXIV, 1947, pp.
504-506.
[11] Decreto número 1996 Ley
contra la vagancia, Recopilación 1934-35, t. LIII, 1937, pp. 71-76.
[12] Véase supra.
[13] Acuerdo gubernativo del 24
de septiembre de 1935 sobre reglamento relativo a los jornaleros para trabajos
agrícolas, Recopilación 1935-1936, t.
LIV, pp. 1075-1076.
[14] Acuerdo gubernativo del 23
de junio de 1936 sobre reglamento para el manejo y control de los libretos de
mozos, Recopilación 1936-37, t. LV,
1938, p. 674.
[15] Acuerdo gubernativo del 8
de junio de 1940 sobre la obligación de portar libreta y de efectuar los
trabajos que se puntualizan en el artículo segundo del Reglamento de
Jornaleros…, Recopilación 1940-1941,
t. LIX, 1942, pp. 452-453.
[16] «Artículo 55.—El trabajo es un derecho del individuo y una
obligación social. La vagancia es punible.» Constitución de la República de
Guatemala, Editorial del Ministerio de Educación Pública, Guatemala, 1949, p.
31.
[17] No todas, ciertamente. El
decreto 7 del 31 de octubre de 1944, por el cual la Junta Revolucionaria de
Gobierno suprimía el servicio personal de viabilidad, dejaba claro que los
beneficios de la política agraria y laboral revolucionaria también concernían a
la agricultura y por ende a los finqueros. En efecto, además de señalar entre
otras razones que «la prestación personal del servicio ha sido en la práctica
motivo de vejaciones para los campesinos e indígenas que no pudiendo conmutarlo
se ven en la necesidad de prestarlo materialmente», dicha ley declaraba
abiertamente «que el aludido servicio ha sido perjudicial a los intereses de la
agricultura, porque ha restado continuamente brazos para sus labores, en tal
forma que las fincas se han visto abandonadas por los trabajadores,
constreñidos a permanecer en las obras de carreteras». Decreto número 7 de la
Junta Revolucionaria de Gobierno, del 31 de octubre de 1994, suprimiendo el
servicio personal de vialidad. Recopilación
1944-1945, t. LXIII, 1945, pp. 444-445.
[18] Decreto número 269 del
Congreso de la República que aprueba el convenio sobre el Instituto indigenista
interamericano, Recopilación 1946-1947,
t. LXV, 1949, p. 731. Véase también Jorge Skinner-Klée, Legislación Indigenista de Guatemala, Ediciones Especiales del
Instituto Indigenista Interamericano, México, D.F., 1954, pp. 126-127.
[19] Decreto número 75 Ley de
contratación de trabajo agrícola, de la Junta Revolucionaria de Gobierno, del
10 de marzo de 1945. Recopilación
1944-1945, t. LXIII, 1945, pp. 535-538.
[20] Decreto número 102 del
Congreso de la República del 9 de mayo de 1945, que aprueba el Decreto número
75 de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Recopilación
1945-1946, t. XIV, 1947, pp. 475-477.
[21] Las pautas de lo que sería
el Código de Trabajo quedaron establecidas en el artículo 58 de la Constitución
de la República y en los decretos 200 y 223 del Congreso de la República. El
Decreto número 200 del 27 de noviembre de 1945 instituía ciertas garantías que
protegían al trabajador frente a su patrono en caso de despido. Por otra parte,
el Decreto número 223 Ley provisional de sindicalización, del 26 de marzo de
1946, fundaba los preceptos relativos a los derechos de organización de los
trabajadores. El Código de Trabajo fue aprobado por Decreto número 330 del 8 de
febrero de 1947. Véase Decreto número 200 del Congreso de la República del 27
de noviembre de 1945; Decreto número 223 Ley provisional de sindicalización del
Congreso de la República del 26 de marzo de 1946, y Decreto número 330 Código
de Trabajo, del Congreso de la República, del 8 de febrero de 1947. Recopilación 1946-1946, t. LXIV, 1947,
pp. 571-574; t. LXV, 1949, pp. 651-654; t. LXV, 1949, pp. 840-902,
respectivamente.
[22] Anotemos que hasta 1946
siguió existiendo prohibición para la sindicalización en el campo y que ella
fue permitida hasta 1947, luego de la aprobación del Código de Trabajo. Sin
embargo, éste exigía que, en un país analfabeto como Guatemala, los dos tercios
de los miembros de los sindicatos supieran leer y escribir (Artículo 237), que
los sindicatos campesinos contaran con 50 miembros al momento de su
constitución (Artículo 236), y sólo autorizaba el derecho sindical a las
plantaciones de más de 500 trabajadores (Artículo 238). Código de Trabajo,
Tipografía Nacional, Guatemala, 1947, pp. 158-161. Las restricciones a los
sindicados campesinos desaparecen por decreto 526 del Congreso de la República
del 5 de julio de 1948 (Véase Recopilación
1948-49, t. LXVII, 1957, pp. 75-79),
el cual, por otra parte, establece la reinstalación obligatoria de los
trabajadores como garantía máxima de la estabilidad en el trabajo. Advirtamos,
sin embargo, que la organización masiva de los campesinos tiene lugar luego de
la emisión de la Ley de Reforma Agraria del 17 de junio de 1952.
[23] «Artículo
90.—El Estado reconoce la existencia de la propiedad privada y la garantiza
como función social, sin más limitaciones que las determinadas en la ley, por
motivos de necesidad o utilidad públicas o de interés nacional.» Constitución
de la República, op. cit., pp. 50-51.
[24] Ibid., pp. 51.
[25] Decreto número 70, Ley de
titulación supletoria, de la Junta Revolucionaria de Gobierno del 5 de marzo de
1945 (Recopilación 1944-1945, t.
LXIII, 1945, pp. 527-530). Este decreto busca entre otras cosas renovar la
vigencia del decreto legislativo número 2371 que autorizaba la titulación
supletoria de bienes raíces, el cual había caducado el 12 de mayo de 1941, sin
que se hubiere emitido ninguna nueva ley sobre la materia. El decreto 70 fue
aprobado por el Congreso de la República según decreto número 232 del 3 de mayo
de 1946 (Recopilación 1946-47, t.
LXV, 1947, pp. 683-686).
[26] Decreto Gubernativo No.
905 del 29 de octubre de 1925. Recopilación
de las leyes emitidas por el gobierno democrático de la República de Guatemala,
Tipografía Nacional, t. XLIV, pp. 164-167.
[27] Véase Jorge Murga Armas, La recomposición de la clase dominante…
[28] El decreto 232 buscaba
«facilitar a los poseedores de tierras sin título inscribible, la manera de que
puedan gestionar su inscripción en el Registro de la Propiedad.» Recopilación 1946-47, t. LXV, 1947, pp.
683-686.
[29] Carlos Figueroa Ibarra, El proletariado rural en el agro
guatemalteco, Editorial Universitaria, Guatemala, 1980, p. 329.
[30] Decreto número 712 del
Congreso de la República que obligaba a los propietarios de inmuebles rústicos
y el Departamento de Fincas Nacionales que hayan dado parcelas en arrendamiento
durante los últimos cuatro años o parte de ellos a seguir arrendándolas por dos
años más. Recopilación 1949-1950, t.
LXVIII, 1958, pp. 173-175.
[31] De acuerdo con el censo
agrícola de 1950, 68% de las tierras utilizables de las propiedades de más de
900 hectáreas estaban inexplotadas. Los minifundios de menos de 7 hectáreas que
representaban el 14% de la tierra cultivable producían cerca de 50% de
productos agrícolas de consumo interno y 0.5% de la producción agrícola
exportada, cf. Yvon Le Bot, Les paysans,
la terre, le pouvoir. Etude
d’une société à dominante indienne dans les hautes terres du Guatemala,
tesis de doctorado, EHESS, Paris, 1977, p. 106.
[32] Decreto número 853 del
Congreso de la República del 23 de noviembre de 1951. Recopilación 1951-1952, t. LXX, 1959, pp. 102-103.
[33] Decreto 900 Ley de Reforma
Agraria, op. cit., p. 5.
[34] Citado en Jaime Díaz
Rozzoto, La Révolution au Guatemala:
1944-1954, el carácter de la revolución guatemalteca, ocaso de la revolución
democrático-burguesa, Editions sociales, Paris, 1971, p. 241.
[35] Piero Gleijeses, La reforma agraria de Arbenz, en Julio
Castellanos Cambranes (editor), 500 años
de lucha por la tierra, Estudios sobre la propiedad rural y reforma agraria en
Guatemala, FLACSO, Guatemala, 1992, p. 352. «La Embajada norteamericana
misma llega a la conclusión de que la ley era relativamente moderada» (cit. in
Economic and Financial Review, no. 953, 10 de mayo de 1954, p. 21).
[36] José Luis Paredes Moreira,
Aspectos y resultados económicos de la
Reforma Agraria en Guatemala, Citado por J. Maestre Alonso, Guatemala. Subdesarrollo y Violencia,
I.E.P.A.L., Madrid, 1969, p. 115.
[37] Yvon
Le Bot, op. cit., p. 115.
[38] Ibid., p. 115.
[39] José Luis Paredes Moreira,
Estudios sobre Reforma Agraria en
Guatemala. Aplicación del Decreto 900, Cuadro No. 1, Compilación de los 1,012
acuerdos de expropiación, IIES-USAC, Guatemala, 1964.
[40] Yvon
Le Bot, op. cit., p. 108.
[41] Piero Gleijeses, op. cit., p. 355. Este autor indica que
uno se encuentra frente a dos limitaciones cuando analiza la aplicación de la
reforma: la brevedad de su existencia y la destrucción de numerosos documentos
importantes después del golpe de Estado contra Arbenz. Sin embargo, es posible
medir su impacto sobre la estructura agraria gracias a ciertas cifras: en junio
de 1954, más de 1.4 millones de acres habían sido expropiados. Esto equivale, según el autor, a un cuarto de
la tierra cultivable en Guatemala pero sólo representa la mitad de la
superficie que el gobierno quería someter a la ley.
[42] José Luis Paredes Moreira,
La reforma agraria, una experiencia en
Guatemala, USAC, Guatemala, 1963, p. 77-99.
[43] J. Maestre Alfonso, op. cit., p. 142.
[44] Yvon
Le Bot, op. cit., 1977, p. 119.
[45] Según Le Bot, la
aplicación de la reforma agraria sólo benefició a los campesinos minifundistas
de las tierras altas en muy raras ocasiones y cuando fue el caso, la formula
seleccionada para ampliar las parcelas fue repartir los dominios vecinos o las
parcelas de la costa. Ibid., p. 120.
[46] Piero Gleijeses, op. cit., p. 353.
[47] Jimmy Handy, Reforma y contrarreforma: política agraria
en Guatemala, 1952-1957, en 500 años
de lucha por la tierra, FLACSO, Guatemala, p. 382.
[48] Yvon
Le Bot, op. cit., p. 113.
[49] Charles Brockett, Transformación agraria y conflicto político
en Guatemala, 1944-1986, en 500 años de lucha por la tierra, FLACSO,
Guatemala, 1992, p. 7.
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