A la crisis de la
civilización moderna e industrial, que es tanto ecológica como social, se irán
sumando más y más batallas por el territorio, entendido como el espacio vital
en todas sus escalas. Los seres humanos defienden su hábitat a diferentes
niveles: el hogar en primer término, la comunidad, el edificio o el barrio, la
región, el país, el planeta. Contra la dupla capital-Estado, la lucha por la
vida mueve ya al cambio civilizatorio.
Víctor M. Toledo / LA JORNADA
Acaba de aparecer un libro
sobre las luchas territoriales, escrito por dos de los intelectuales más
involucrados en el tema: Carlos Walter Porto-Gonzalvez (apoyado por M.
Betancourt) y Armando Bartra. El libro se titula Se hace terruño al andar:
las luchas en defensa del territorio, y por la riqueza de lo que ahí se
describe, documenta, analiza y reflexiona será una lectura obligada de un
fenómeno de enorme trascendencia en más de un sentido. Ahí se consigna el
explosivo impacto que han tenido las luchas por la defensa de los territorios
en la última década, a tal punto que no hay ya estado de la República Mexicana
en que no exista una batalla territorial (el número de conflictos
socioambientales debe andar por los 400), y en el caso de Bolivia el principal
conflicto territorial que tuvo lugar en las tierras bajas amazónicas generó la
mayor marcha de protesta conocida en ese país con medio millón de
manifestantes. El libro viene a sumarse a la abundante literatura que sobre
este tema ya existe en América Latina y especialmente en Colombia, donde
destacan los estudios de Arturo Escobar (Sentipensar con la Tierra,
2014) o de Carlos Corredor (Globalización, sistema mundo y territorialidades
locales, 2014) y, por supuesto, los de Orlando Fals-Borda (1925-2008) y su
utopía del “socialismo raizal”, quien es sin duda el precursor de estas
corrientes. ¿Por qué se han multiplicado e intensificado tan rápidamente estas
batallas en México y en América Latina?
La respuesta es múltiple.
La primera es porque estas batallas surgen como una reacción ante la
devastación producida por los proyectos extractivos depredadores impulsados
desde la complicidad entre el capital y el Estado. Minería, petróleo y gas,
hidroelectricidad, parques eólicos, pero también proyectos carreteros,
turísticos, habitacionales, forestales, agroindustriales y biotecnológicos.
Pero no sólo eso. El territorio es una de las dimensiones del espacio vital de
individuos y colectividades; ahí se produce y reproduce la memoria biocultural
(ver), el proceso metabólico
entre lo natural y lo social. Defender el territorio es defender la vida. Y aún
más para algunos autores se trata de batallas epistemológicas (B. De
Sousa-Santos) y ontológicas (A. Escobar). En este caso “…lo que ocupa es el
proyecto moderno de un mundo que busca convertir a los muchos mundos existentes
en uno solo” (Escobar, 2014: 76). Ante el avasallante proyecto globalizador
neoliberal, las luchas por los territorios se convierten en luchas por los
muchos mundos que habitan el planeta. “En palabras del pensamiento zapatista,
se trata de luchas por un mundo en que quepan muchos mundos; o sea, luchas por
la defensa del pluriverso” (Escobar, 2014: 77).
Vistas desde la ecología
política, las luchas territoriales no son sino la ecologización de las luchas
campesinas, indígenas, de pescadores y de afrodescendientes, y al mismo tiempo
la popularización (campesinización, indianización, etcétera) del ambientalismo,
cuyo origen fue no solamente urbano, sino industrial y eurocéntrico. Esto lo
advertí hace más de dos décadas en un texto titulado “Toda la utopía, el nuevo
movimiento ecológico de los campesinos e indígenas de México” (1992); y años
después lo desarrollé ampliamente al analizar la rebelión zapatista en mi libro
La paz en Chiapas: ecología, luchas indígenas y modernidad alternativa
(2000).
Hay todavía una dimensión
más que creo rebasa en trascendencia todas las anteriores. Las luchas
territoriales cimbran la noción de nación-Estado, al traer de nuevo el tema de
la diversidad de los espacios (que siempre ha sido una papa caliente). Todo
país es, en mayor o menor medida, un complejo mosaico de regiones, comarcas,
municipios, departamentos, provincias, cada uno conteniendo su propia identidad
biocultural y donde los pueblos poseen maneras particulares de pensar y actuar
y de interpretar su entorno y el mundo todo. Frente a esta realidad la idea de
Estado-nación aparece como un yugo que uniformiza, más aún en estos tiempos en
que la civilización moderna busca aplastar y desaparecer toda alteridad o
diferencia. Los estados-nación son arquitecturas societarias insostenibles
porque están fincadas en la supresión de diversidades bioculturales y sus
múltiples expresiones. Por ello las luchas territoriales no solamente son
multiclasistas y anticapitalistas (A. Bartra), también son multisectoriales y
civilizatorias. El fin último de las r-existencias territoriales (C.W.
Porto-Goncalvez) es la autonomía de los espacios e ineludiblemente la autogestión,
autosuficiencia y autodefensa. Ahí están ya los ejemplos concretos a escala
regional (los caracoles zapatistas de Chiapas) y municipal (Cherán, en Michoacán, y Cacahuatepec, en Guerrero). En los próximos años
veremos entonces una explosión de movimientos autonómicos regionales,
principalmente en Bolivia, Ecuador, Colombia, Guatemala y México, que seguirán
el ejemplo neo-zapatista sin disparar un tiro. De ahí seguirán las
confederaciones de regiones, y quizás de naciones fincadas en la identidad
cultural (Guatemala podría ser Mayalandia).
A la crisis de la
civilización moderna e industrial, que es tanto ecológica como social, se irán
sumando más y más batallas por el territorio, entendido como el espacio vital
en todas sus escalas. Los seres humanos defienden su hábitat a diferentes
niveles: el hogar en primer término, la comunidad, el edificio o el barrio, la
región, el país, el planeta. Contra la dupla capital-Estado, la lucha por la
vida mueve ya al cambio civilizatorio.
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