¿Para qué podría servir
una alianza de guerra en una región de paz? ¿Se justifica la continuidad de una
iniciativa que entrega soberanía política y territorio a una potencia extranjera? ¿Qué se debe hacer ahora con el Plan
Colombia?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa
Rica
El proceso de paz no puede obviar el debate sobre la continuidad o el final del Plan Colombia. |
La firma del acuerdo de
paz entre la guerrilla de las FARC y el gobierno del presidente Juan Manuel
Santos, el pasado 27 de setiembre en la ciudad de Cartagena de Indias,
representa un paso sólido, necesario y largamente esperado por la sociedad
colombiana, que a partir de ahora tiene en sus manos la posibilidad de poner
fin a un conflicto de más de medio siglo y con ello abrir una nueva etapa en su
historia, lejos de la violencia, el dolor y la muerte.
El acuerdo, además,
envía un mensaje de esperanza para el mundo entero, y de manera particular,
para quienes creemos que América Latina debe convertirse, sin reparos de ningún
tipo, en una zona de paz, en el marco de “los principios y normas del Derecho
Internacional, incluyendo los instrumentos internacionales
de los que los Estados miembros son parte, y los Principios y Propósitos de la
Carta de las Naciones Unidas”; comprometida con “la solución pacífica de
controversias a fin de desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la
fuerza de nuestra región”, tal y como se proclamó en la Cumbre de la CELAC en
La Habana, en el año 2014.
Pero la puesta en
escena en Cartagena de Indias también dejó imágenes llenas de simbolismos, que
admiten diversas lecturas. En lo personal, la presencia de Rafael Correa,
Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos en el mismo escenario hizo inevitable la
evocación del bombardeo del ejército colombiano –con apoyo del ejército de los Estados Unidos- al territorio ecuatoriano
de Sucumbíos, en el 2008, que acabó con la vida de 21 personas: entre ellas
Raúl Reyes, alto dirigente de las FARC, y cuatro estudiantes universitarios
mexicanos.
Este nefasto incidente,
sobre el que todavía reclaman justicia los miembros de la Asociación de Padres
y Familiares de las Víctimas de Sucumbíos (el presidente Santos, entonces
Ministro de Defensa del gobierno de Uribe, ha sido señalado como autor
intelectual del ataque), elevó las tensiones políticas entre Ecuador y Colombia
y puso a nuestra América en una coyuntura sumamente delicada y de desenlaces
impredecibles, dado el exacerbado guerrerismo que caracterizaba al gobierno
colombiano de esa época. Eran los tiempos de la presidencia de mano dura de Álvaro Uribe y su
lugarteniente Santos, y de la apuesta ciega por el aniquilamiento de las FARC;
eran los tiempos de la implantación en América Latina del discurso de la guerra contra el terrorismo y del uso de
la doctrina de las guerras preventivas (es
decir, la tesis según la cual las fuerzas militares de un Estado pueden
perseguir y atacar a los terroristas
allí donde se encuentren), invocada por el imperialismo como artificio jurídico
e ideológico para legitimar sus invasiones a Afganistán e Irak.
Todo esto ocurrió al
amparo del apoyo económico, militar, tecnológico y logístico del Plan Colombia,
que convirtió al país –con pleno consentimiento de sus élites- en el
portaviones de los Estados Unidos en nuestra región, y en su mejor aliado en la
consecución de los objetivos de su geopolítica imperialista. Ni las tendencias
y matices del conflicto colombiano en el siglo XXI, ni la opción de las FARC por
el diálogo y la paz negociada, podrían comprenderse al margen de las
proyecciones nacionales e internacionales de ese Plan.
Hoy, en medio de los
festejos y los preparativos del plebiscito del próximo 2 de octubre, que
refrendará o rechazará el acuerdo de paz, se habla poco del Plan Colombia; pero
conviene recordar que precisamente en este 2016 se cumplieron 15 años de
vigencia de la controversial alianza militar (que supuso una inversión de
$10.000 millones de dólares, según fuentes estadounidenses). En febrero pasado,
los presidentes Santos y Barack Obama acordaron
en Washington los términos de un nuevo plan enfocado en el posconflicto
(con tres ejes: programas de desmovilización de guerrilleros y desminado; respaldo a las víctimas y lucha contra las
drogas), cuya ayuda económica para su etapa inicial ha sido estimada en $400
millones de dólares. ¿Por qué no se dijo nada en ese momento, por ejemplo, de
la disminución del asesoramiento militar, del retiro de tropas estadounidenses
del territorio colombiano o de una eventual clausura de las bases militares que
le permiten al Comando Sur mantener un arco de control sobre Ecuador, Bolivia,
Venezuela y el Caribe? Sencillamente, porque Estados Unidos, con o sin acuerdo
de paz, no concibe ni siquiera como hipótesis la idea de retirarse de su
enclave estratégico; y a los factores de poder que gobiernan Colombia tampoco
les interesa que esto ocurra.
Sin embargo, las preguntas permanecen: ¿para qué podría servir una alianza de guerra en una región de paz? ¿Se justifica la continuidad de una iniciativa que entrega soberanía política y territorio a una potencia extranjera? ¿Qué se debe hacer ahora con el Plan Colombia?
Sin embargo, las preguntas permanecen: ¿para qué podría servir una alianza de guerra en una región de paz? ¿Se justifica la continuidad de una iniciativa que entrega soberanía política y territorio a una potencia extranjera? ¿Qué se debe hacer ahora con el Plan Colombia?
Este es un debate que, esperamos, la sociedad colombiana pueda acometer en el futuro cercano. Sus implicaciones para la paz de América Latina así lo exigen.
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