De acuerdo a datos proporcionados hace muy
poco por la Organización Internacional del Trabajo -OIT-, nada sospechosa de
marxista precisamente, 2,000 millones de personas en el mundo (es decir: dos
tercios del total de trabajadores de todo el planeta) carecen de contrato
laboral, no tienen ninguna ley de protección social, no se les permite estar
sindicalizados y trabajan en las más terribles condiciones laborales, sujetos a
todo tipo de vejámenes.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
I
Desde
la década de los 80 del pasado siglo viene imponiéndose en el mundo lo que
se ha llamado “neoliberalismo”. Para ser más exactos, debería llamársele
capitalismo brutal, salvaje, hiperexplotador. Un sistema
económico-político-social que llevó el poder del capital a un grado sumo, avasallando
sin miramientos los avances que la clase trabajadora pudo ir conquistando a
través de décadas de luchas.
La
arrogancia de ese triunfo puede haber quedado registrada en las palabras de uno
de sus más connotados íconos, la primera ministra británica Margaret Tatcher: “No hay alternativa”. Ese es su grito de
guerra: el neoliberalismo, el capitalismo ultra-explotador, se manifiesta
triunfal cuando le dobla el brazo a los trabajadores. Ello se complementa con
el otro grito de victoria, cuando se declara (Francis Fukuyama), que “la historia ha terminado” y llegamos al
“fin de las ideologías”.
Más
ideológica no puede ser la expresión. En realidad, no se trata de una
constatación de la realidad sino que es la más visceral manifestación de júbilo
ante el triunfo en esta despiadada lucha de clase: “¡Ganamos! (nosotros, la clase dominante), y ahora ustedes, los
trabajadores, no tienen más alternativa: o capitalismo ¡o capitalismo!”
La
alegría del triunfo ensoberbeció a los ganadores, los llenó de gozo, los
emborrachó de poder. El odio de clase (visceral, absoluto) les salió por los
poros. La caída del campo socialista (derrumbe de la Unión Soviética y reformas
capitalistas en la China comunista), más el triunfo de las políticas
privatistas que marcan del mundo desde hace algunos años, hizo sentir a la
clase dominante global como blindada ante su oponente histórico: la clase
trabajadora (en cualquier de sus expresiones: proletariado industrial urbano,
obreros agrícolas, campesinos pobres, sub-ocupados, “pobrerío” en general).
Tanto
los animó en su triunfo, que la derecha pudo permitirse decretar la muerte del
marxismo, por (supuestamente) obsoleto, desfasado, “pasado de moda”. Pero, como
dice el pensador argentino Néstor Kohan: “Curioso
cadáver el del marxismo, que necesita ser enterrado periódicamente”. Si tan muerto estuviera, no habría
necesidad de andar matándolo continuamente. Sin dudas, parafraseando a Hegel,
el Amo tiembla aterrorizado delante del Esclavo porque sabe que,
inexorablemente, tiene sus días contados.
Dicho
de otro modo: en estos momentos las fuerzas del capital detentan un triunfo
inapelable. Pero ese triunfo no es eterno: la historia continúa (¿quién dijo la
tamaña estupidez de que había terminado?) Y la clase dominante (hoy habría que decirlo
a nivel global: los capitales globales que manejan el planeta, allende las
fronteras nacionales, yendo mucho más allá de los gobiernos puntuales, incluida
la Casa Blanca), sabe que no puede dar ni un milímetro de ventaja a la clase
explotada, por eso sigue minuto a minuto, segundo a segundo, manteniendo los
mecanismos de sujeción. ¿Para qué, si no, las fuerzas armadas y los cuerpos de
seguridad que viven modernizándose? ¿Para qué, si no, toda la parafernalia
mediático-cultural que nos mantiene maniatados? (léase industria del
entretenimiento, televisión, Hollywood, toneladas y toneladas de deporte
profesional, nuevas iglesias fundamentalistas, distractores varios como
concursos de belleza o cuanta banalidad superficial nos inunda).
El
marxismo, obviamente, no ha muerto porque ¡las luchas de clase no han muerto! Y
esta avanzada fenomenal del capital sobre las fuerzas del trabajo nos lo deja
ver de modo evidente. A los cadáveres se les sepulta una sola vez… “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”
(frase apócrifa atribuida a José Zorrila), pareciera que aplica aquí. ¡Por
supuesto! Si el marxismo es la expresión de lucha de las clases explotadas, eso
de ningún modo “pasó de moda”
II
Las
políticas neoliberales, impulsadas por los organismos crediticios
internacionales como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional
(Consenso de Washington, como se les llama), podría decirse que tienen como
objetivo una super acumulación de riquezas, fundamentalmente a través de los
sistemas financieros, para aumentar más aún el patrimonio de los ya
enriquecidos capitales del Norte. Pero junto a ello, estas políticas podrían
entenderse como una nueva expresión, corregida y aumentada, de la nunca jamás
terminada lucha de clases, un elemento que intenta domesticar a la clase
enfrentada, doblegarla, ponerla de rodillas.
Si
el discurso triunfal de la derecha intentó hacernos creer estos años que la
lucha de clases había sido superada (¿?), el neoliberalismo mismo es una forma
de negar eso. De Marx (con x) se nos
dijo que pasábamos a marc’s: métodos
alternativos de resolución de conflictos. ¿Qué “método alternativo” existe para
“superar” la explotación? ¿La negociación? ¿Nos lo podremos creer? Se negocia
algo, superficial, tolerable por el sistema (un aguinaldo, o dos, o cuatro),
pero si el reclamo sube de tono (expropiación, reforma agraria), ahí están los
campos de concentración, las picanas eléctricas, las fosas clandestinas. ¡No
olvidarlo nunca!
Esta
nueva cara del capitalismo, que dejó atrás de una vez el keynesianismo con su
Estado benefactor, ahora polariza de un modo patético las diferencias sociales.
Pero no solo acumula de un modo grotesco: la fortuna de los 500 millonarios más
ricos equivale casi a la mitad de la riqueza mundial; lo facturado por cualquiera
de las grandes corporaciones multinacionales equivale al producto bruto de 5
países pobres del Sur juntos. Sirve, además, para mantener el sistema de un
modo más eficaz que con las peores armas, con la tortura o con la desaparición
forzada de personas. El neoliberalismo golpea en el corazón mismo de la
relación capital-trabajo, haciendo del trabajador un ser absolutamente indemne,
precario, mucho más que en los albores del capitalismo, cuando la lucha
sindical aún era verdadera y honesta. Se precarizaron las condiciones de
trabajo a tal nivel de humillación que eso sirve mucho más que cualquier arma
para maniatar a la clase trabajadora.
En
ese sentido pueden entenderse las actuales políticas privatistas e hiper
liberales (transformando al mercado en un nuevo dios) como el más eficiente
antídoto contra la organización de los trabajadores. Ahora no se les reprime
con cachiporras o con balas: se les niega la posibilidad de trabajar, se
fragilizan y empobrecen sus condiciones de contratación. Eso desarma,
desarticula e inmoviliza mucho más que un ejército de ocupación con armas de
alta tecnología.
Si
a mediados del siglo XIX el fantasma que recorría Europa (atemorizando a la
clase propietaria) era el comunismo, hoy, con las políticas ultraconservadoras
inspiradas en Milton Friedman y Friedrich von Hayeck, el fantasma aterroriza a
la clase trabajadora, y es la desocupación.
III
De acuerdo a datos
proporcionados hace muy poco por la Organización Internacional del Trabajo
-OIT-, nada sospechosa de marxista precisamente, 2,000 millones de personas en
el mundo (es decir: dos tercios del total de trabajadores de todo el planeta)
carecen de contrato laboral, no tienen ninguna ley de protección social, no se
les permite estar sindicalizados y trabajan en las más terribles condiciones
laborales, sujetos a todo tipo de vejámenes. Eso, valga aclararlo, rige para
una cantidad enorme de trabajadores y trabajadoras, desde un obrero agrícola
estacional hasta un profesor universitario (aunque se le llame “Licenciado” o
“Doctor”), desde el personal doméstico a un consultor de la Organización de
Naciones Unidas. La precariedad laboral barre el planeta.
Junto a ello, 200
millones de personas a lo largo del mundo no tienen trabajo, siendo los jóvenes
los más golpeados en esto. Para muy buena cantidad de desocupados, jóvenes en
particular, marchar hacia el “sueño dorado” de algún presunto paraíso (Estados
Unidos para los latinoamericanos, Europa para los africanos, Japón o Australia
para muchos asiáticos o provenientes de Oceanía) es la única salida, que muchas
veces termina transformándose en una trampa mortal.
La precarización que
permitieron las políticas neoliberales fue haciendo de la seguridad social un
vago recuerdo del pasado. De ahí que 75% de los trabajadores de todo el planeta
tiene una escasa o mala cobertura en leyes laborales (seguros de salud, fondo
de pensión, servicios de maternidad, seguro por incapacidad o desempleo.), y un
50% carece absolutamente de ella. Muchos (quizá la mayoría) de quienes estén
leyendo este opúsculo seguramente sufrirán todo esto en carne propia.
Si se tiene un trabajo,
la lógica dominante impone cuidarlo como el bien más preciado: no discutir,
soportar cualquier condición por más ultrajante que sea, aguantar… Si uno pasa
a la lista de desocupados, sobreviene el drama.
Complementando estas
infames lacras que han posibilitado los planes neoliberales, desarmando
sindicatos y desmovilizando la protesta, informa también la OIT que 168
millones de niños (¡ninguno de ellos cubano!) trabaja, mientras que alrededor
de 30 millones de personas en el mundo (niños y adultos) labora en condiciones
de franca y abierta esclavitud (¡la que se abolió con la democracia moderna!,
según nos enseñaron…)
La situación de las
mujeres trabadoras (cualquiera de ellas: rurales, urbanas, manufactureras,
campesinas, profesionales, sexuales, etc.) es peor aún que la de los varones,
porque además de sufrir todas estas injusticias se ven condenadas, cultura
mediante, a desarrollar el trabajo doméstico, no remunerado y sin ninguna
prestación social, faena que, en general, no realizan los varones. Trabajo no
pagado que es fundamental para el mantenimiento del sistema en su conjunto, por
lo que la explotación de las mujeres que trabajan fuera de su casa devengando salario,
es doble: en el espacio público y en el doméstico.
“Este retrato desolador de la situación laboral mundial muestra cuan
inmenso es el déficit de trabajo decente”, manifiesta la OIT, exigiendo
entonces una apuesta “decidida e
innovadora” a los diferentes gobiernos para hacer poder llegar a cumplir
los llamados “Objetivos de Desarrollo
Sostenible” impulsados por el Sistema de Naciones Unidas para el
período 2015-2030.
Lamentablemente, más allá
de las buenas intenciones de una agencia de la ONU, los cambios no vendrán por
decididos e innovadores gobiernos que se apeguen a bienintencionadas
recomendaciones. Eso muestra que la lucha de clases, que sigue siendo el
imperecedero motor de la historia, continúa tan al rojo vivo como siempre. Que
el neoliberalismo es un intento de enfriar esa situación, es una cosa. Que lo
consiga, una muy otra.
Como dijera este pensador
alemán a quien se le declaró muerta varias veces su obra, pero que parece
renacer siempre: “No se trata de reformar
la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos
de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad
existente, sino de establecer una nueva.”
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