Las conquistas sociales y aprendizajes políticos acumulados durante el
período de 15 años del siglo XXI, así como las importantes omisiones y errores
que los han acompañado, reclaman reexaminar varios esquemas usuales acerca de
los caminos del cambio y de la revolución en América Latina.
Nils Castro / Para Con Nuestra
América
Desde Ciudad Panamá
Intervención en la XIII Conferencia de
Estudios Americanos, “Realidades y perspectivas de los procesos progresistas y
de izquierda en Nuestra América”, organizada en La Habana por el Centro de
Investigaciones de Política Internacional (CIPI), de Cuba, del 19 al 21 de
octubre de 2016.
Desde fines del siglo pasado, el desarrollo
político latinoamericano se salió del trillo previsto. La región experimentó un
proceso por el cual varios partidos o liderazgos de izquierda llegaron al
gobierno por medios electorales. Eso abrió un panorama de diferentes
oportunidades políticas y socioeconómicas de género democrático, pese a las
restricciones previstas por los sistemas políticos y electorales instaurados en
cada país para asegurar la continuidad del régimen instituido por la clase
dominante.
Como era de esperar, la emersión de esa nueva
oleada “progresista” desató la reacción opuesta: una contraofensiva regional de las derechas en los planos
político, mediático, cultural y económico, que ya exploró diversas modalidades.
Al cabo, aunque algunos de esos gobiernos después fueron defenestrados o
tuvieron reveses electorales, nada excluye que los movimientos que les dieron
origen puedan rehacerse, ni que en distintas naciones latinoamericanas afloren
otras opciones de izquierda que también ganen elecciones.
Pese a la insistencia de algunos “críticos”
que pretenden que estos reveses suponen la extinción de dicho proceso, este
continúa como un fenómeno en desarrollo: sus causas no han cesado, como tampoco
las indignaciones y expectativas sociales que ellas generan, ni su urgencia de
encontrar soluciones alternativas[1]. El
hecho de que los precios de las materias primas después hayan caído es una mala
nueva para sus productores y mercaderes, y para el fisco, cualquiera que sea el
régimen político de cada país. Al tiempo que en todos ellos complicará las
contradicciones de clase y sus consiguientes alternativas.
Entre tanto, las conquistas sociales y
aprendizajes políticos acumulados durante el período, así como las importantes
omisiones y errores que los han acompañado, reclaman reexaminar varios esquemas
usuales acerca de los caminos del cambio y de la revolución en América Latina.
Transcurridos sus primeros 15 años esta experiencia debe ser evaluada, no solo
por sus aportaciones sino porque eso también contribuirá a superar la
contraofensiva de las derechas que, pese a haberse advertido a tiempo, pilló
impreparados a muchos liderazgos de izquierda. Esta evaluación demandará tanto
las autocríticas necesarias como, asimismo, elevar los objetivos del proceso.
La demora en hacerlo facilita la
proliferación maquillada de “teorías” como
las del péndulo, la del “fin de las ideologías” y la del remplazo del “ciclo
progresista” por una presunta regresión “post‑progresista”. En paralelo a la
contraofensiva de derecha, su porfía insiste en negarle perduración y hasta
legitimidad a las izquierdas que de veras militan en cada país.
En las páginas que siguen intento tocar tres
aspectos de la cuestión: el origen de estos gobiernos progresistas y de sus
limitaciones (quienes han leído mis anteriores publicaciones sobre nuestro
rezago ideológico y la contraofensiva de la “nueva” derecha aquí encontrarán
poco de nuevo); la exigencia de identificar, combatir y superar sus debilidades
y errores; y, finalmente, el apremio de integrar fuerzas adicionales a este
esfuerzo y las causas de nuestra demora en lograrlo.
1.
Del anterior progresismo al tsunami neoliberal
Tratándose de un conjunto heterogéneo, el
término que habitualmente usamos para hablar de las organizaciones y gobiernos
“progresistas” que han sido parte de dicho proceso no es un concepto teórico,
sino un comodín lingüístico acuñado por una larga y diversificada historia de
experiencias nacionales.
Para limitarme a sus
últimas oleadas, vale recordar que durante los años 60 en significativos
sectores populares y de clase media de América Latina tomó cuerpo una cultura
política expresiva de las aspiraciones emancipadoras, latinoamericanistas y
reformadoras. Además de sus propias reivindicaciones, esa cultura asumió las
aperturas creativas ofrecidas por la crítica al estalinismo, las hazañas de la
Revolución cubana, los movimientos anticolonialistas afroasiáticos, las
revoluciones del 68 y la lucha del pueblo norteamericano por los derechos
civiles y contra la guerra en Vietnam. El progresismo que agitó aquellos años,
tuvo el mérito de compaginar toda esa gama de experiencias.
En menos de 30 años, esa cultura alcanzó un
auge revelador. El brío que el acontecer sociopolítico regional le imprimió
produjo una aceleración significativamente marcada por dos hitos: cuando Fidel Castro expuso el
Programa del Moncada[2] y
cuando lanzó La II Declaración de La
Habana, momentos entre los que transcurrieron menos de diez años[3].
No obstante, a finales del siglo XX ese
robusto fenómeno se vio erosionado por la demora de los proyectos
revolucionarios en coronar victorias definitivas, la frustración de las
esperanzas inicialmente cifradas en una amplia renovación del “socialismo real”
‑‑y su abrupto colapso‑‑, así como el cambio de política internacional china.
Además, por los efectos del “periodo especial” cubano, que temporalmente
retrajeron la confianza latinoamericana en la posibilidad de repeler al
imperialismo y acceder al socialismo a más corto plazo, y que incluso motivó
controversias sobre la naturaleza del socialismo y sus posibilidades.
Con ello, esa cultura política sufrió un
repliegue. Cuando en tiempos de Margaret Tatcher y Ronald Reagan el
imperialismo desató la ofensiva neoliberal, en América Latina las fuerzas
ideológicas más idóneas para enfrentarla habían perdido importantes referentes
y sus proyectos estaban en rediscusión. Esto le facilitó a la derecha imperial
y sus socios locales no solo una rápida implantación de sus “reajustes
estructurales” en los ámbitos institucionales y económicos, sino asimismo
invadir el campo ideológico, cultural y moral.
La ofensiva neoliberal atacó donde sabemos: achicar el Estado y sus atribuciones,
desproteger las empresas y la producción nacionales, precarizar el trabajo y
devaluar el salario, marginar las organizaciones laborales y sociales, promover
el consumismo, etc., y darle sustentación ideológico‑cultural a todo eso.
En la práctica, una cínica apropiación de
recursos y empresas nacionales para entregárselos a especuladores locales y
foráneos. Su empuje contrarrevolucionario reformuló las normas e instituciones
económicas en beneficio de la burguesía financiera transnacional. La pesadilla
de las dictaduras militares permaneció en suspenso pero se reformuló el
ejercicio de la política y sus prácticas electorales a favor de los liderazgos
dispuestos a justificar e implementar los correspondientes “reajustes”
institucionales y legales. Aunque se menciona menos, la ofensiva asimismo
alineó a los principales medios periodísticos, invadió el ámbito cultural y
educacional, restó recursos a las universidades públicas y multiplicó las
privadas, eliminó los subsidios a múltiples centros de investigación, cooptó a
intelectuales y formadores de opinión, etc.
Aun así, en pocos años sus excesos provocaron
malestares e inconformidades sociales que al cabo provocarían desórdenes e
insurrecciones urbanas y una creciente pérdida de gobernabilidad. A la postre,
la política y los procesos electorales reordenados por las iniciativas
neoliberales perdieron legitimidad y eficacia, y quedaron en riesgo los medios
de supervivencia del sistema.
Pero incluso tras la crisis económica que
emergió en 2008, es ilusorio pretender que el neoliberalismo pereció. Aunque
teóricamente desacreditado, sigue fusionado al gran capital y aún siguen
vigentes las reglas que instauró, que regulan el comercio y las finanzas
internacionales, y gran parte del patrón de funcionamiento institucional de los
organismos internacionales y países, así como el modo de pensar de millares de
funcionarios públicos y privados. A esto contribuye el hecho de que, si bien
esa ideología hoy es objeto de múltiples críticas, todavía no encara una
contrapropuesta sistematizada de sus críticos de izquierda.
2. Al gobierno, que no al
poder
En el ínterin, en América Latina la
democracia liberal ‑‑restringida a refrescar periódicamente el orden vigente‑‑
volvió a escena. Mientras por un lado se cerraba el camino insurreccional
concebido en los años 60, por el otro reaparecía esa opción electoral, en un
ambiente de amplio rechazo a las políticas neoliberales. Con esto, desde
finales del siglo XX varias candidaturas de izquierda mejoraron sus
oportunidades electorales, al captar a su favor el creciente voto de castigo
contra quienes habían avalado dichas políticas. Con diferencias según las
particularidades de cada país, algunas izquierdas mejoraron su presencia parlamentaria,
o incluso ganaron elecciones presidenciales aun sin obtener grandes victorias
locales y legislativas.[4]
El análisis comparativo de las experiencias
nacionales deberá ser parte de la evaluación que tenemos pendiente. Sin
embargo, debe recordarse que estas victorias estuvieron precedidas por
numerosas jornadas de luchas sociales, antes de traducirse en posibilidades
electorales, lo que a su vez conllevó combinar unas promesas de campaña
conscientemente moderadas, con el voto de repudio a las políticas y gobiernos
precedentes. Esto es, pese a que la chispa inicial vino de movimientos
sociales, gran parte del sufragio finalmente logrado no expresó una
identificación ideológica de la mayoría votante con un proyecto enfilado a
iniciar la Revolución, ni con el supuesto de que esos candidatos realizarían
una gestión de gobierno más revolucionaria que la prometida en campaña.
Con las particularidades de cada caso, esas
izquierdas obtuvieron una oportunidad de gobernar concedida por una mayoría
electoral que demanda mejorar sus condiciones de vida, pero que no por eso está
dispuesta a asumir ‑‑al menos todavía‑‑ los imponderables de un salto
revolucionario. En breve, una oportunidad de gobernar para cumplir unas
promesas, no para desbordarlas. Además, para hacerlo respetando la
institucionalidad prestablecida. Esto es, para llegar al gobierno pero no al poder.[5]
No cabe esperar de gobiernos constituidos de
este modo realizaciones equiparables a las de aquellos que provinieron de una
revolución. En 1917, con la revolución rusa y en la segunda etapa de las
revolución mexicana, cuando la revolución boliviana de 1952, con la revolución
cubana y en la nicaragüense de 1979, el ejército y las instituciones
fundamentales del Estado, el orden político y jurídico vigente, la anterior
dominación de clase y la jauría de operadores políticos que la operaban, se
desbandaron. Los líderes revolucionarios reorganizaron al Estado conforme a los
respectivos proyectos, sin negociarlos con el régimen preexistente ni tener que
cohabitar políticamente con la vieja clase gobernante al implementarlos.
Al contrario, a falta de situaciones
revolucionarias equiparables y cuando estas parecían canceladas, los gobiernos
progresistas electos a finales del siglo XX e inicios del XXI debieron actuar
conforme al orden vigente, custodiado y mantenido por esos factores, y aspirar,
en la medida de sus propias fuerzas y nuevos apoyos, a modificar ese orden
desde su interior.
A su vez, en Latinoamérica la devastación del
Estado por la embestida neoliberal y sus irritantes efectos sociales hizo
ineludible aceptar rectificaciones, a riesgo de que economías y naciones
llegaran al caos. La aparición de gobiernos progresistas ocurrió en ese
contexto, cuando urgían políticas correctivas posneoliberales, sin que aún fuera políticamente sostenible
emprender alternativas poscapitalistas.
Su arribo posibilitó reorientar políticas económicas, reparar daños sociales y,
especialmente, restablecer las responsabilidades sociales del Estado. Esto, a
su vez, condujo a recuperar importantes cuotas de la soberanía y
autodeterminación nacionales y avanzar en la articulación de una comunidad
latinoamericana de naciones, lo que antes nunca fue más que una quimera.[6]
Pese a las diferencias entre los respectivos
procesos nacionales, estos gobiernos coincidieron en un conjunto de
características que han tenido importantes efectos regionales: restablecieron el papel del Estado
ante la economía, el mercado y la redistribución de la riqueza social;
reorganizaron servicios públicos para atender funciones sociales del Estado,
principalmente en la lucha contra la pobreza y el hambre, y en el acceso a la
salud y la educación; ampliaron las inversiones en infraestructura para el
desarrollo y la solución de problemas sociales, y redujeron las desigualdades
sociales.
Además de mejorar las condiciones de vida y
promover los derechos sociales de millones de ciudadanos, en estos quince años
los gobiernos progresistas fortalecieron notablemente el campo de la ciudadanía
y de la sociedad civil, así como la participación popular en la discusión de
asuntos de interés público. Por muchas reconquistas que las derechas consigan,
ese patrimonio cívico no será fácilmente arrebatado a los sectores populares.
Cualquier propuesta de futuro deberá levantarse a partir de recuperar y superar
esos resultados, porque el punto adonde hemos arribado no es de agotamiento
sino de evaluación y relanzamiento de opciones que pueden reactivarse.
3.
Conquistas y omisiones
Aun así, no todos los reveses sufridos por
esta oleada progresista, ni los éxitos de la contraofensiva reaccionaria,
pueden atribuirse solo a las artimañas y el poder financiero de las derechas,
ni al respaldo estratégico del imperialismo. Parte de ellos deben atribuirse a
omisiones y errores de las organizaciones y líderes de izquierda que han
animado a los gobiernos progresistas.
En una conferencia en la
Universidad de Buenos Aires, Álvaro García Linera afirmó que es necesario
identificar las debilidades de esos gobiernos, para "evaluar bien
dónde hemos tenido los tropiezos que están permitiendo que la derecha retome la
iniciativa”, pues solo así podremos superarlos, a fin de vencer “mediante la movilización democrática del
pueblo”[7]. Las
principales fallas que mencionó pueden resumirse así:
No se dio la necesaria importancia a la
gestión de la economía y la ampliación de los procesos de redistribución con
crecimiento. Aunque debemos mejorar las condiciones de vida del pueblo y
garantizar que este disponga de satisfactores básicos, hemos tenido debilidades
en materia económica al hacerlo sin asegurar que el poder político permanezca
en manos de los revolucionarios. Gobernar para todos no significa tomar
decisiones que, por satisfacer a todos, perjudiquen la base social que le da
vida al proceso revolucionario, quienes son los únicos que lo defenderán. El
proyecto debe cumplirse sin incurrir en concesiones ni perjudicar al sector
popular, puesto que la derecha nunca es leal.
Antes bien, crear capacidad económica,
asociativa y productiva de los sectores subalternos es la clave que va a
definir, a futuro, “la posibilidad de pasar de un posneoliberalismo a un
poscapitalismo”. Por eso, la riqueza debe redistribuirse con politización
social, pues omitirla implica crear nueva clase media con viejo sentido común[8].
Advertencia en la que coincide con Leonardo Boff, quien señala que mejorar las
condiciones de vida de la gente con un asistencialismo políticamente vacío
“antes creó consumidores que ciudadanos conscientes”[9].
García Linera agrega que el proceso se ha
realizado sin la debida reforma moral, incluso con tolerancias ante el viejo
mal de la corrupción. Eso le da a la derecha la oportunidad de tomarse el tema,
pese a que el neoliberalismo es el colmo de la corrupción institucionalizada.
La corrupción es un cáncer que corroe a la sociedad. Nosotros debemos ser
ejemplo diario de austeridad y transparencia ante todos.
Finalmente, observó que se ha sido débil para
impulsar la integración económica regional. Aunque se avanzó en la integración
política, la integración económica es más difícil. Para terminar, García Linera
llamó a prepararse a través del análisis y el debate para emprender una segunda
oleada de conquistas revolucionarias, pues “los revolucionarios nos alimentamos de los tiempos difíciles, venimos
desde abajo, y si ahora, temporalmente, tenemos que replegarnos, bienvenido,
para eso somos revolucionarios”. En este contexto, sus observaciones ofrecen
base para iniciar ese análisis. Habrá que adicionarle otros elementos; entre
ellos, la capacidad de cada gobierno de izquierda para resolver las viejas
trabas al progreso económico e impulsar el desarrollo de las fuerzas
productivas, además de mejorar la distribución de la riqueza.
Obviamente, el progresismo proviene de las
indignaciones sociales agravadas por el neoliberalismo, no del alza temporal de
los precios de las materias primas. Por lo mismo, su actual depreciación le
ocasiona problemas a los países que las exportan, cualquiera que sea el signo
político de sus gobiernos. Lo que no elimina sino que ahonda las causas
generadoras del progresismo, que seguirán activas en sus viejas y nuevas
formas, que a las izquierdas les corresponde prever.
El tema es oportuno para recordar otro
problema. Un buen aprovechamiento de ese alza de las materias primas facilitó
al progresismo financiar proyectos de desarrollo social sin exigirle a la clase
adinerada hacer mayores contribuciones impositivas. No obstante, esa práctica,
de intenciones políticamente apaciguadoras, aunque permitió eludir o posponer
confrontaciones, no contribuyó a diversificar y fortalecer la capacidad
productiva y el mercado interno de sus países, ni robustecer sus reservas para
cuando volvieran las vacas flacas, como sucede tras la debacle mundial de 2008.[10]
Por efecto de su naturaleza posneoliberal y no poscapitalista –y por ello más asistencialista y conciliadora que
revolucionaria‑‑ de la mayoría de los gobiernos progresistas, algunas acciones
indispensables para asegurar la continuidad del proceso, como importantes
reformas agrarias, laborales y tributarias, dejaron de acometerse. Además, en
la mayoría de los casos, tampoco se realizó la necesaria reforma política y
electoral, ni la del campo de los medios informativos. Estas omisiones ‑‑cometidas
ya sea por acomodamiento ideológico, falta de decisión política o insuficiente
respaldo social para superar trabas judiciales o parlamentarias‑‑ también
pueden considerarse logros de los mismos medios de comunicación que antes
contribuyeron a desacreditar e intimidar al liderazgo progresista y a desanimar
sus bases de apoyo, y que ahora encabezan la contraofensiva reaccionaria.
La falta de esas reformas, aunque en su
momento haya contribuido a aplacar ciertas reacciones de la clase dominante,
también debilitó la base social y la sostenibilidad de esas experiencias
progresistas. La suposición de que para reelegirse bastaría “comprar” gratitud
popular satisfaciendo necesidades sociales e incrementando el poder
adquisitivo, además de irrespetar a los necesitados, ha sido un fracaso: los shoping centers y el consumismo fueron
sus grandes beneficiarios.
La actual contraofensiva de las derechas es
flagrante prueba del fiasco de la idea de sumar fuerzas mediante la
conciliación con elementos de la derecha económica y sus representantes políticos.
Lo que vuelve a recodarnos que el sentido de buscar el poder del Estado es
usarlo para vencer a la clase dominante, no para dormir con ella.
Después de que los proyectos revolucionarios
de los años 60 y 70 del siglo XX
dejaron de alcanzar los objetivos previstos o concluyeron en reformas
negociadas con el régimen existente, de que Latinoamérica fue objeto de
cruentas dictaduras contrarrevolucionarias y de que la democracia restringida
reapareció atada a la ofensiva neoliberal, no ha vuelto a darse otro auge
ideológico de aquella intensidad. La oleada sociopolítica que posibilitó las
victorias electorales progresistas de inicios del siglo XXI expresó a unas
mayorías electorales todavía resabiosas, que desean revertir los efectos de la
devastación neoliberal pero temen recaer en conflictos armados o dictaduras
militares, o sufrir otras tribulaciones.
Se supone que para rebasar esta situación
pudieran caber dos opciones: según
la primera, para ir más allá hace falta lograr sucesivas reelecciones del
gobierno progresista, en las cuales sus simpatizantes podrán votar por un
programa más avanzado, gracias al apoyo político obtenido mediante una buena
gestión gubernamental y la satisfacción de importantes necesidades sociales.
Ese supuesto es más engañoso de lo que parece: como estos años lo han demostrado, esos gobiernos generalmente no
han buscado reelegirse proponiendo alternativas más radicales, sino opciones
reculadas a la defensiva, problema que debe examinarse.
La segunda opción reconoce que ese límite
solo puede ser superado si el proceso consigue formar bases políticas que
demanden avanzar más allá y defiendan las iniciativas que desborden las
restricciones establecidas. En un régimen democrático eso implica sumar nuevos
contingentes electorales con los cuales sobrepasar las ofertas de las derechas,
sin incurrir en concesiones oportunistas que desvirtúen al proyecto de
izquierda y le resten credibilidad. Esto exige formar fuerzas políticas
adicionales, movilizar iniciativas populares y sostener presión social,
misiones cuya naturaleza corresponde principalmente a las organizaciones de
izquierda, más que a las instituciones gubernamentales que, legalmente, deben
servir a toda la sociedad.
El supuesto de que avanzar depende de
sucesivas reelecciones dentro del sistema existente subestima las respuestas
que las derechas y sus mentores foráneos emprenden desde su primer revés.
Aunque pierdan uno o más comicios, ellos conservan su poder económico, sus
vinculaciones internacionales, el control de grandes medios de comunicación y
su influjo cultural. La perplejidad inicial pudo desconcertar a la derecha por
un tiempo pero, antes de la siguiente campaña, ella había realineado sus
recursos y medios, invertido en renovar su imagen y procesaba metódicamente la
corrosión de la imagen moral y política de la izquierda que la derrotó.[11]
4. Mover
fuerzas adicionales
Desarrollar un proceso revolucionario implica
transformar indignaciones sociales en movimientos políticos; esto exige
promover la formación de nuevos contingentes de cuadros, promover y movilizar
mayores organizaciones populares e incrementar presión social consciente y
organizada.
Reconocerlo conlleva admitir que todavía una
importante cantidad de pueblo pobre no responde al llamado de las izquierdas.
Por ejemplo, en la inminencia del golpe parlamentario en Brasil, Lula da Silva
comentó que mientras una parte de ese pueblo salía a las marchas, otra se
quedaba a mirar televisión[12]. El
tema reclama estudiarlo, porque es imperativo crear mejor capacidad para sacar
de su postración a los sectores del pueblo pobre con deficiente conciencia de
clase, y hacer que mayores contingentes de ese pueblo afronten sus problemas
con participación social y política.
Uno de los grandes retos de las izquierdas es
alcanzar la conciencia de los explotados y los marginados que dejan de sumarse
a las movilizaciones proletarias o que, aun peor, se dejan llevar por el
histrionismo “antipolítico” de la nueva derecha, encandilados por los Fujimori,
La Pen o Trump. El hecho de que todavía haga falta alcanzar esas conciencias
prueba que los medios organizativos y de comunicación que todavía usamos para
esto no son apropiados.
Tras las experiencias confrontadas por las
izquierdas a fines del siglo XX y de la hegemonía neoliberal, en Latinoamérica la crisis cultural y moral avanzó
bastante más que la construcción de nuevas propuestas político‑ideológicos de
izquierda y modos de compartirlas. Luego de tantos años de decepciones la gente
está harta, sin que esto signifique que ya es consciente de sus demás
alternativas. La irritación ante la creciente desigualdad, el empleo precario y
la pobreza conviven con el descrédito de los sistemas políticos, partidos y
liderazgos conocidos. Además, con la sensación de temor diseminada por la carencia
de seguridad y la frustración de pasadas expectativas.
Toca así enfrentar una
derecha reciclada que ahora disputa el campo político con renovados
instrumentos: más articulada
orquestación continental, un predominio mediático masivo y a la vez segmentado
para públicos específicos, y un repertorio de consignas populistas
esquematizadas mediante una brutal simplificación de las ansiedades populares,
que no requieren mayor esfuerzo explicativo. Entre ellas, la de presentar
candidatos supuestamente apolíticos o “antipolíticos”. La naturaleza elemental
de estos clichés facilita su penetración entre poblaciones domesticadas por el
“sentido común” que por décadas la clase dominante ha sembrado entre quienes
explota y margina.
Esta derecha ‑‑como sus
mentores transnacionales‑‑ lo hace con una nítida claridad de objetivos: no pretende apenas volver a Palacio o evitar que la saquen de
ahí, sino retomar el poder real para suprimir las conquistas sociales que el
movimiento popular acumuló desde mediados del siglo pasado, y no solo los
beneficios obtenidos durante esta última oleada progresista. En el contexto
global de crisis del capitalismo, ahora al capital transnacional y a la clase
dominante en cada país les urge erradicar esas conquistas y recuperar el control
de los recursos físicos y energéticos de todo país y región, para intensificar
la explotación del trabajo y elevar la tasa de ganancia y acumulación de sus
inversiones.
En las actuales
circunstancias, para suprimir esas conquistas populares la derecha debe apelar
a procedimientos menos obvios que los golpes militares. Lo puede conseguir en
tanto que ‑‑aprovechando
los medios que le dan ventajas‑‑ logre neutralizar la capacidad de las organizaciones
populares para defender ese patrimonio. Esto es, derrotar y anular, en el
ámbito sociopolítico e ideológico, a las fuerzas y ciudadanos que se oponen a
esa regresión, desacreditando y reprimiendo a esas fuerzas, y criminalizando a
estos ciudadanos a través de un sistema
judicial y un sistema periodístico plegados a su servicio. Eso, por supuesto,
no constituye un proyecto de nación sino todo lo contrario.
Como parte de ese
esfuerzo, la derecha busca explotar a su favor las insatisfacciones sociales
existentes, así como seducir a muchos “seres humanos arrojados a la
marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos
una fuerza de choque salvaje”[13] contra los ciudadanos más
conscientes, y no solo en el plano electoral. Esta convocatoria a la coacción y
la violencia es una de las manifestaciones del fascismo como forma política de
la estrategia de contrarrevolución preventiva.
Captar determinado
malestar colectivo y dirigir sus imágenes contra blancos seleccionados al
efecto permite extraviar y seducir a los sectores populares que siguen fuera de
nuestro alcance, e instrumentarlos al servicio de propósitos contrarios al
interés popular. Para eso existe una demagogia característica del género de
liderazgo que la nueva derecha “antisistémica” y el neofascismo ofrecen, como
lo exhibe el liderazgo mediático de Trump.
5. Construir
contracultura
Las amenazas que la
nueva derecha representa destacan el valor que para las izquierdas siempre ha
tenido ‑‑y la
prioridad que ahora tiene‑‑ el cometido de promover conciencia y organización populares.
Si las armas de esa derecha pueden incidir sobre una masa ignorante, afligida y
desarticulada, superar esa debilidad popular es más urgente. Estas
circunstancias no solo reclaman mayores progresos del factor subjetivo, en el
sentido de contar con mejores ideas y proyectos, sino convertirlos en fuerza
política insertándolos en la cultura y el sentido común de los diferentes
sectores populares.
La solidaridad y la
conciencia de clase no se forman espontáneamente, al menos no con celeridad. Al
disgusto social es preciso inducirle determinado sentido ideológico. En el seno
del pueblo explotado y resentido madura una transición cultural que, dejada a
la espontaneidad puede demorar o extraviarse, pero que por eso mismo es preciso
alentar y darle propósito. A contramano de la ofensiva que la reacción arroja
sobre esa masa para impregnarla de una subcultura funcional a la derecha,
corresponde promover la contracultura expresiva de las reivindicaciones y
expectativas populares.
Es con base en ella que
se puede fomentar la independencia crítica del pensamiento popular y
desarrollar su solidaridad de clase, frente a la agenda temática, las
interpretaciones y mitos de los grandes medios y demás instrumentos de
inseminación ideológica de la clase dominante. Eso facilitará que esos sectores tomen distancia de la cultura
vigente, al identificar y oponerle sus propios fines, temas y valores. Para quienes son parte de esa experiencia,
esto es un proceso que va de tener una percepción de la actualidad objetiva de su realidad hacia madurar una proyección subjetiva de esa fuerza
social.
Ser parte de uno de los
sectores más lastimados e inconformes de la población no necesariamente lleva a
cada persona a escoger opciones revolucionarias. Antes puede inducir a salidas
individualistas y de corto plazo, sobre todo cuando se carece de acceso a una
propuesta confiable. Esta contracultura popular debe ser eficaz para que esa
solidaridad supere la atomización de las salvaciones individuales ‑‑místico‑religiosas,
delincuenciales o neofascistas‑‑ que el neoliberalismo propicia.
El inmediatismo personal
ofrece salidas por la ruta del delito y la degradación, del oportunismo
político o la enajenación evangélica, igualmente funcionales al sistema
imperante. Al contrario, para optar por algo moral y políticamente acertado
hace falta acceder a una opción creíble, con objetivos de mayor aliento, que
propicie actuar colectivamente en busca de soluciones estructurales y
duraderas, en lugar de salidas individuales e inmediatistas.
Como Milton Santos explicó, el problema es “cómo pasar de una situación crítica a una visión crítica y, enseguida, alcanzar
una toma de conciencia”[14]. Este proceso conlleva
enfrentar la dura existencia de la pobreza y la injustica como un hecho real,
y asimismo como una paradoja: la de tener que aceptar esta realidad para sobrevivir, pero a la vez darse capacidad de
resistir para poder pensar y actuar para cambiarla, en busca de otro futuro.
Para mejorar las posibilidades de que este salto se haga factible es necesario
desarrollar una pedagogía popular, para construir o reconstruir ideas,
propuestas y organizaciones que le faciliten a los diversos sectores del pobretariado apropiarse de esa visión y
proyecto confiables.[15]
La cultura dominante lo
es, entre otras cosas, porque la realimenta el poderoso soporte de los medios
de la clase dominante. Sin embargo, para superarlo no basta crear medios
alternativos ni soñar con disponer de medios similares a los burgueses. Antes
la creatividad popular debe aprender a contraponer sus propios mensajes frente
a los grandes medios, sin concesiones a la cultura de sus emisores sino
conforme a su propia contracultura.
Hace más de un siglo Carlos Marx enseñó que
cuando las ideas prenden en las masas se convierten en fuerza material. Pero
solo cuando tienen por qué y cómo prender. Y como dice Antonio Gramsci, el
poder se construye desde el interior del movimiento social, en consecuencia con
ese principio. Porque poder es verbo, no
sustantivo. No es una cosa o sitio, palacio o silla que pueda tomarse, sino un producto: la capacidad de reunir las fuerzas
sociopolíticas necesarias para hacer que algo suceda, o impedir que suceda. Su
antónimo es impotencia, que se padece
cuando se es incapaz de hacer cumplir o incumplir ese propósito. Esto es, la
correlación de fuerzas entre quienes impulsan una iniciativa y quienes la
rechazan, lo que depende del desarrollo sociopolítico y maestría de cada
contrincante.
Dichas ideas de Marx y de Gramsci se refieren
a un sistema de propuestas convincente y factible, capaz de tomar cuerpo en la
cultura política de crecientes masas de trabajadores pensantes, y orientarlas
hacia un objetivo que ellos podrán
realizar. Pero generar ideas y hacerlas prender es muy distinto que agitar
listas de quejas y objeciones, donde la izquierda más estridente suele
encasquillarse sin sumar fuerzas. El supuesto de que mientras peor se pone la
situación mayores serán las posibilidades revolucionarias no es una hipótesis
sino un desvarío. Si las penurias de la pobreza extrema bastaran para crear
fuerzas revolucionarias estas hace mucho habrían triunfado en Sudán, Honduras o
Bangladesh[16]. La
cuestión no es exaltar inconformidades carentes de alternativas viables, si en
la práctica eso encalla en impotencias.
La observación de
Vladimir Lenin según la cual “la cultura dominante es la cultura de la clase
dominante” no significa que la burguesía procura que todo obrero piense como un
burgués, sino que ella establece los respectivos roles sociales: el burgués
educa a su hijo para ser un ejecutivo eficaz, y al obrero y su prole para
formarlos como servidores disciplinados y rentables. Por consiguiente, la
contracultura popular debe impulsar a cada trabajador ‑‑y a cada desempleado‑‑
a actuar como ciudadano consciente de sus derechos y de sus deberes de
solidaridad. En consecuencia, también como ciudadano capaz no solo
reinterpretar mensajes, sino de emprender el proceso que lo lleve de ser
receptor a ser productor de otros mensajes.
6.
Renovar formas de lucha
Si una y otra vez se hace lo mismo, se vuelve
a obtener igual resultado. Si las izquierdas insisten en comunicarse e
interactuar de las formas ya trilladas con los sectores del “pobretariado” que
no responden a sus llamados, eso prueba que les urge crear otros modos de hacerlo,
y estos probablemente no serán los mismos para cada diferente sector.
Ante eso, Joao Pedro Stedile afirma que lo
primero es impulsar lo “que eleve el nivel de conciencia política e ideológica de nuestra base
social”, pues urge “formar grandes contingentes de militantes de la nueva generación joven
que fue confundida por el neoliberalismo y los medios de comunicación burguesa”. Y puntualiza que para
esto es necesario construir nuevas formas de comunicación de masas de los
movimientos y partidos populares, donde compartir y “profundizar el
conocimiento y articular fuerzas alrededor de un nuevo proyecto de desarrollo
popular”. Para conseguirlo hay que haber discutido y concertado ese proyecto.
A ello Stedile añade que, asimismo, “debemos construir nuevas formas
de lucha masiva”, pues “las formas clásicas como [las] huelgas, paralizaciones o marchas son
insuficientes, y por ello necesitamos ser creativos”, ya que “requerimos desarrollar
nuevos instrumentos de lucha que motiven a la gente, aglutinar a la juventud y
dar un sentido de esperanza a nuestras luchas”. Por eso “necesitamos
organizaciones políticas y sociales de nuevo tipo”, y para lograrlo “hay que trabajar sin
fórmulas o modelos predeterminados”.[17]
Crear otros tipos de organizaciones y formas
de lucha implica un importante componente ético, que es esencial a toda
agrupación de izquierda. Si una organización propone transformar al país pero
admite arreglos oportunistas como negociar comportamientos políticos con sus
padrinos financieros, deslizarse al centro político o tolerarle conductas
moralmente dudosas a sus dirigentes o aliados, no solo arriesga su credibilidad
sino su existencia. La confiabilidad puesta en entredicho lleva al escepticismo
y enseguida la suspicacia popular concluye que “estos son iguales que los
otros”.
Ese fenómeno es asimétrico. Si un partido
conservador pasa por alto tales actuaciones pocos ciudadanos se sorprenderán,
puesto que la moralidad de ese grupo es funcional a la del régimen que
representa. Pero si ello sucede en una organización que propone transformar al
país y darle otro horizonte ético, admitir actitudes que recuerdan las del repertorio moral oligárquico, eso no es un
contrasentido sino una aberración. Para la militancia revolucionaria ser
consecuentes con determinada ética ‑‑por cuyos principios incluso se está
dispuesto a perder la libertad y hasta la vida‑‑, esto es definitorio. Y para
la credibilidad y confianza ciudadanas también.
La izquierda tiene el deber de constituirse
como referente ético y reserva moral del país. Su solidez cívica no solo es un
deber de consecuencia con los valores que la definen, sino un asunto de
confiabilidad política. Por eso los medios de la clase dominante son
incansables cazadores de reales o verosímiles pecadillos de la izquierda,
porque la descalifican como tal.
Por eso mismo, se debe reconsiderar la
estrategia de fabricar mayorías ‑‑a veces pírricas‑‑ por medio de alianzas con
partidos y políticos de discutible consistencia moral, lo que frecuentemente
hace callar denuncias que la ciudadanía demanda de las izquierdas. Denunciar la
corrupción endémica de la burguesía y de la política burguesa es una prioridad
ineludible; por lo tanto, si tales alianzas obstaculizan desarrollar este
papel, es necesario remplazarlas con alianzas pactadas con movimientos sociales
y organizaciones populares.
En este sentido, cuando los jóvenes ‑‑entre
otros sectores‑‑ son o parecen indiferentes al llamado de las izquierdas es
erróneo presuponer que esto implica rechazar las opciones progresistas. Antes
bien, expresa su aversión a la política y los políticos conocidos, que no
responden a sus expectativas, así como a las izquierdas que se dejan envolver
en el rejuego político usual o se limitan
a una retórica candente y a veces ininteligible. El suyo es un voto
crítico contra es estatus quo. Antes de lamentar su actitud es preciso evaluar
si el problema está en nuestras deficientes formas de interactuar con ellos, de
darles ejemplos que valgan la pena y de obtener su confianza.
7. Exigir la reforma
política
Para las derechas, la democracia ‑‑incluso la
democracia restringida‑‑ es una opción táctica, incluso descartable. Para ella
lo esencial es disponer del poder real para cumplir un propósito, que en la
presente etapa es el de consolidar, o de recuperar, el completo control
discrecional sobre los recursos naturales y económicos del país y, asociada al
capital transnacional, explotarlos intensivamente, con la menor resistencia y
la mayor disciplina sociales. La función de la democracia restringida es
legitimar y administrar políticamente ese propósito con el mayor consenso
posible, es decir, con la menor resistencia social y represión física que ella
posibilite.
Los ejemplos de con qué facilidad las
derechas ‑‑latinoamericanas y transnacionales‑‑ violentan las normas,
instituciones y cultura democráticas cada vez que les haga falta, últimamente
han abundado. Según cada realidad nacional, valiéndose de viejos y nuevos
métodos y pretextos, que se remontan a los medios usados para desestabilizar al
gobierno de Salvador Allende hasta ahogarlo en sangre. Así la perversión
mediática y electoral que hizo posible elegir a Macri o la corrupción
mediática, judicial y parlamentaria que permitió defenestrar a Dila Rousseff,
etcétera. Sobre eso hay abundante y buena literatura.
Paradójicamente, pese a tratarse de un
régimen político más restringido que democrático, en esta etapa son los
sectores progresistas y las izquierdas quienes se han destacado como defensores
de los principios y el orden democráticos. Eso no debe distraernos de cuatro
cosas:
La primera, que la institucionalidad
defendida frente a contraofensiva reaccionaria es la misma que antes fue
implantada por pasados gobiernos conservadores para restringir el juego
democrático e impedir que las cosas cambiaran. Una institucionalidad que es
imperativo democratizar a fondo. Defenderla carece de sentido si no es
reformándola a través de un proceso que la haga de interés popular,
participativa y protagónica.
La segunda, que para hacerlo hay que tener claro
qué país tenemos y qué proyecto de país proponemos, para darle base a un nuevo
proyecto de nación, con la cual esa reforma y nuestras demás acciones deben ser
consecuentes.
La tercera, que nuestro análisis del
acontecer político y nuestra producción teórica deben tener presente que para
las izquierdas y los mvimmientos progresistas es indispensable crear mayor
capacidad para convertir la inconformidad e indignación sociales en militancia,
no solo para derrotar a la contrarrevolución sino para transformar al país,
como dos aspectos del mismo proceso.
Y la cuarta, que esto exige una constante
formación de fuerzas en los ámbitos del trabajo, de la vida comunitaria y de
las demás formas de la convivencia humana. Hace indispensable compartir ideas
con los diversos sectores progresistas, para convertirlas en fuerza efectiva.
Lo que es mucho más que competir en torneos electorales.[18]
Defender y mejorar gobiernos progresistas no
es el fin de esta experiencia, sino una oportunidad para completar las condiciones
que todavía faltan para impulsar la siguiente. Entre ellas, vencer a las
derechas en el campo de la confrontación ideológica, la cultura política y la
comunicación persuasiva.
Esto solo puede desarrollarse como parte de
un proceso regional de construcción de contrahegemonía político‑cultural. Es
decir, como parte de la confrontación ideológica que le dé mayor sentido y
aliento a la batalla política que está en marcha, con el concurso de la
multiplicidad de fuerzas que somos, ricas tanto en variedad de identidades como
en expectativas comunes.
NOTAS
[1]. Bajo esas causas
subyacen los componentes estructurales de la crisis. Además, donde la derecha ha recuperado el
gobierno enseguida acomete políticas que no demoran en provocar indignaciones
adicionales.
[2]. La Historia me absolverá, de 1953, donde se plantea el objetivo de
lograr un régimen democrático progresista, sin mencionar al socialismo.
[3]. En 1962, en la cual
pasó de reafirmar al socialismo cubano a convocar a la diversidad de las
fuerzas que podían emprender la revolución latinoamericana.
[4]. Obviamente, tales
procesos han sido distintos donde una fuerza de izquierda llegó a Palacio sin
obtener mayoría parlamentaria ‑‑lo que mediatiza los alcances de su victoria
(como Lula)‑‑, o donde triunfó en ambos cotejos (como Chávez). Como tampoco fue
igual donde antes unas insurrecciones urbanas defenestraron al anterior
gobierno neoliberal (como Morales o Correa), que donde triunfó ganándole a la
derecha unas elecciones reñidas (como Rousseff), o cuando la izquierda triunfó
pero su victoria le fue robada (como Cárdenas y López Obrador).
[5]. Solo donde grandes
insurrecciones urbanas abrieron la posibilidad de cambios mayores, algunos de
esos gobiernos pudieron realizar reformas constitucionales que ampliaran su
campo de acción aunque, aun así, esas reformas luego resultarían insuficientes,
como en Bolivia, Ecuador y Venezuela.
[6]. Desarrollaron
importantes proyectos de solidaridad e integración latinoamericana e incluso
caribeña, que rehicieron y fortalecieron, o crearon, organismos como el
Mercosur, la Unasur, el Alba y finalmente la Celac. Eso incrementó notablemente
el peso político y diplomático de Latinoamérica frente al mundo, y su capacidad
de negociación. Ni siquiera los críticos más biliares de este progresismo
desconocen tales adelantos de la integración regional.
[7]. En “La revolución es continental o
mundial o es caricatura de revolución”, conferencia dictada el 20 de septiembre
de 2016. Ver
http://www.marcha.org.ar/garcia-linera-la-revolucion-continental-mundial-caricatura-revolucion/
[8]. García Linera define sentido común como los conceptos
íntimos, morales y lógicos, con los que la gente organiza su vida.
[9]. “Diez lecciones
posibles tras la destitución de Dilma Rousseff”, en boffsemanal@servicioskoinonia.org, del
25 de septiembre de 2016.
[10]. En ese marco suele
hacerse la crítica del extractivismo
atribuido a los gobiernos progresistas. Aunque es deplorable que un gobierno de
ese tipo pueda admitir tales prácticas, esa crítica soslaya que ellas datan del
capitalismo “salvaje” y los regímenes conservadores, y que han sido exacerbadas
por las políticas neoliberales, antes y después de esta oleada progresista. Al
contrario, los gobiernos progresistas son quienes más han procurado someter
esas actividades a adecuadas normas ecológicas y prioridades sociales.
[11]. De esto ya me ocupé
entes y no hace falta repetirme aquí. Ver “Una coyuntura liberadora… ¿y después?” en
Rebelión 23 de julio de 2009, “Una liberación por completar” en Alai del 17 de
agosto de 2009 y, especialmente, “¿Quién es la “nueva” derecha?” en Alai del 14
de abril de 2010 y Rebelión del siguiente día.
[12]. A su manera, algo
equivalente sucedió en el plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia,
cuando gran parte de los votantes dejó de asistir.
[13]. Ver Luis Bilbao, “América
Latina no gira a la derecha”, en ALAI, América latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
[14].
En Por uma outra globalização: de
pensamento único à consciência universal. Record, Rio de Janeiro, 2007, p.
116 (original en portugués, cursivas de NC). Milton Santos fue un destacado
geógrafo y catedrático brasileño, con valiosas aportaciones a la geografía
sociocultural.
[15]. Una de las
tareas de toda izquierda es desarrollar esa pedagogía, que en las tradiciones
latinoamericanas ha tenido valiosos precursores, entre quienes aún resalta
Paulo Freire.
[16]. Un sabio proverbio
popular haitiano advierte que “saco vacío no se para”. Los indigentes no son
los mejores luchadores sociales cuando para poder resistir y pensar todavía
falta un mínimo bocado que llevarse al estómago. La satisfacción de las
necesidades más perentorias ‑‑alimento, cobijo, salud‑‑ demanda razonar su
propia condición y la posibilidad de cambiarla, para poder ascender de marginado a rebelde.
[17]. Ver “Los desafíos de
los movimientos sociales latinoamericanos”, América
Latina en movimiento, Agencia Latinoamericana de Información (http://alainet.org), 4 de diciembre de
2006).
[18]. Estas exigencias no se
refieren solo a las organizaciones que luchan en la oposición, sino igualmente
a las que han llegado al gobierno. Porque no se
trata apenas de emplazar mayores fuerzas y dinámica para derrotar la
contraofensiva reaccionaria, sino también para sacar de la modorra burocrática
y hacer rendir cuentas a los cuadros que cobran salario en los gobiernos
progresistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario