sábado, 15 de octubre de 2016

Uno de los nuestros

El tiempo de resistir, así, abre paso otra vez entre nosotros al tiempo de construir. Aquí, ahora, el problema principal para nuestras comunidades de cultura consiste en crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer. Una vez más, no hay entre nosotros batalla entre la civilización y la barbarie, como lo quieren los neoliberales, sino entre la falsa erudición y la naturaleza, como lo advertía Martí en 1891.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Tres riesgos mayores nos acechan en la lectura de la obra de José Martí. Uno es el del anacronismo, que nos lleve a asumir como si fueran contemporáneos pensamientos y situaciones correspondientes al último cuarto del siglo XIX. Otro es el de la fragmentación, que nos mueva a recordar y citar frases aisladas de su obra, al calor del enorme atractivo estético y moral de su palabra escrita. Y está el de olvidar que lo sentimos como un contemporáneo porque fue por entero un hombre de su tiempo, como intentamos nosotros serlo del nuestro, que tomó forma con él.

Para precavernos contra estos riesgos, quizás convenga comprender primero el tercero. La obra de Martí, por supuesto no nace ya completa, como Palas Atenea de la cabeza de Zeus en el mito griego. Ella expresa, por el contrario, un largo proceso de forja de la vida misma – la inteligencia, la afectividad, y sobre todo el carácter – del autor.

La vida en que tuvo lugar esa forja fue tan intensa como dura y compleja, jalonada por exilios externos e internos que incluyen España, 1871 – 1874; México, 1875 – 1876; Guatemala 1877 – 1878; Cuba, 1878 – 1879; Nueva York, 1880; Venezuela, 1881; Nueva York, 1881 – 1895 y, en ese año final, Cuba otra vez y para siempre. Y en ese periplo se enamora, tiene un hijo, ve fracasar su matrimonio, debe vivir lejos de los suyos, sufre reveses, es expulsado de su país y de países que ama como al suyo propio, y habita durante la cuarta parte de su vida en una sociedad que siempre le fue ajena. En el proceso, también, conoce triunfos, descubre y entiende el mundo, y las razones de transformarlo, y se gana el aprecio y la admiración de muchos, en muchas partes. Y todo esto, siempre, en condiciones de una modestia material tan extraordinaria como su riqueza moral.

La formación y las transformaciones del pensar martiano a lo largo de esa vida pueden seguirse en los textos que le van dando forma. Ese proceso abarca su primera juventud, quizás en lo que va de la publicación de su alegato El Presidio Político en Cuba, en 1871, hasta el inicio de sus actividades de colaboración con el periodismo liberal mexicano entre 1875 y 1876. Son años en los que el joven luchador por la independencia de su patria se descubre y se ejerce en el descubrimiento, en sí, de la vocación aun más amplia de constructor de sociedades nuevas. Esa etapa concluye con su rechazo al golpe de Estado que inauguró en México, en 1876, la dictadura que ejercería el General Porfirio Díaz hasta 1910, sintetizado en el artículo Extranjero, con que se despide de México. “Aquí”, dice, “fui amado y levantado; y yo quiero cuidar mis derechos a la consoladora estima de los hombres”. Por lo mismo, añade, “donde yo vaya como donde estoy, en tanto dure mi peregrinación por la ancha tierra, - para la lisonja, siempre extranjero; para el peligro siempre ciudadano.”[1]

En lo que hace a su producción intelectual, este período de maduración y crisis de su primer ideario liberal abarca lo que fue desde su folleto Guatemala, de 1878, a su labor de corresponsal del periódico La Opinión Nacional, de Caracas, a lo largo de 1881 y 1882, hasta culminar en 1884, con aquella carta extraordinaria que dirige al General Máximo Gómez para comunicarle que no podrá seguir acompañándolo en un nuevo intento de reiniciar la lucha por la independencia de Cuba, concebido como un proyecto puramente militar. Allí le dice el joven exiliado al más prestigioso de los jefes militares de la primera Guerra de Independencia:

Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana? ¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Uds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra?[2]

Esa carta anuncia ya una idea entonces nueva: la de que el problema de la independencia no era el cambio de forma, sino el de espíritu, para evitar que la colonia siguiera viviendo en la República, que encontrará su más plena expresión en el ensayo Nuestra América, publicado en México, en el periódico El Partido Liberal, el 30 de enero de 1891. Allí sintetiza Martí su experiencia de hispanoamericano, transformada ya en la demanda de una revolución democrática continental al calor de sus experiencias de vida en México, Guatemala, Venezuela y los Estados Unidos, y de su lucha incesante por la liberación de Cuba. Esas experiencias, en efecto, le permitieron a Martí conocer de primera mano, y en carne propia, la frustración del componente democrático y popular de las revoluciones de Independencia, y el irresistible ascenso al poder de la alianza entre las fracciones liberal y conservadora de las oligarquía latinoamericanas.

Es indudable el papel de esas experiencias, además, en la creación del Partido Revolucionario Cubano y su periódico, Patria, en 1892, que constituyen el ensayo general de una Cuba nueva, como parte de una empresa “americana por su alcance y espíritu”[3], encaminada a culminar lo que en 1889 había llamado “la estrofa pendiente del poema de 1810”. Porque, en efecto, la América nuestra ya es por entero consustancial a su patria cubana, como lo expresa en 1895 el Manifiesto de Montecristi, que firman él y Máximo Gómez, para llamar al asalto final contra el colonialismo español en Cuba: “Honra y conmueve pensar”, dirá allí,

que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo.[4]

A lo largo de todo ese proceso, la dimensión afectiva de la humanidad de Martí se expresará en el contrapunto constante entre el discurso político, la creación poética y la honestidad de los afectos que inspiran su correspondencia personal. No se podrá nunca comprender al político Martí sin vincularlo al Martí poeta, porque tras ese vínculo subyace la clave de la íntima unidad entre la alta cultura y la cultura popular, que en la obra martiana alcanza una expresión de especial riqueza en sus Versos Sencillos, de 1891, como en la que ya venía desplegando en el plano político en la concepción y organización del Partido Revolucionario Cubano como una organización tan rica y compleja como la sociedad que se proponía transformar, y como el proyecto al que apuntaba esa transformación.

Desde esta lectura de cuerpo entero, podemos encarar el peligro de la fragmentación del pensar martiano.[5] Así esbozado el hombre entero, podemos apreciar mucho mejor su papel en la transformación de la frustración del componente más radical y democrático de las revoluciones de independencia en un importante elemento formativo en una nueva generación de jóvenes intelectuales de la región, que tendría en Martí a un auténtico primus inter pares.

Aquellos jóvenes, verdaderos fundadores de nuestra contemporaneidad, se percibían a sí mismos como modernos en la medida en que se ejercían como liberales en lo ideológico, demócratas en lo político, y patriotas en lo cultural, y aspiraban desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado “el concierto de las naciones”. Para ellos, la formación del Estado Liberal Oligárquico tuvo lugar en una circunstancia de crisis cultural que hacia 1881 Martí expresó en los siguientes términos:

No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en  ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.[6]

Las líneas de fuerza en torno a las cuales irá cristalizando nuestro pensamiento social y nuestra cultura contemporáneos, surgen así de un pensamiento democrático de orientación popular y antioligárquica, radical en su afán de ir a la raíz de nuestros problemas, y centrado en la construcción de nuestras identidades a partir de la demanda de injertar en nuestras repúblicas el mundo, siempre que el tronco en que ese injerto se haga sea “el de nuestras repúblicas”. Ese pensamiento alcanzará su primera plenitud en la década de 1920, a través de la obra de José Carlos Mariátegui, para prolongarse hasta nuestros días en la de Ernesto Guevara, la de la Revolución Cubana, y la de la batalla de ideas y cultura que libran hoy nuestros movimientos sociales de la Patagonia al río Bravo, y más allá.
La enorme vitalidad de la cultura construida por los latinoamericanos a lo largo del período ascendente de su siglo XX histórico se expresa, hoy, en la riqueza con que se despliega la (re)construcción de nuestras identidades cuando se desintegra la bárbara civilización que dio de sí al neoliberalismo, cuyas consecuencias ya amenazan la sostenibilidad misma del desarrollo de nuestra especie. Nuestra América ha venido a situarse, así, en aquel lugar de la historia en que ubicara Martí a los Estados Unidos en 1886. Todo, en efecto, nos dice hoy que será aquí, entre nosotros y por nosotros, donde habrán “de plantearse y resolverse”

todos los problemas que interesan y confunden al linaje humano, que el ejercicio libre la razón va a ahorrar a los hombres mucho tiempo de miseria y de duda, y que el fin del siglo diecinueva dejará en el cenit el sol que alboreó a fines del dieciocho entre caños de sangre, nubes de palabras y ruido de cabezas. Los hombres parecen determinados a conocerse y afirmarse, sin más trabas que las que acuerden entre sí para su seguridad y honra comunes. Tambalean, conmueven y destruyen, como todos los cuerpos gigantescos al levantarse de la tierra. Los extravía y suele cegarlos el exceso de luz. Hay una gran trilla de ideas, y toda la paja se la está llevando el viento.[7]

El tiempo de resistir, así, abre paso otra vez entre nosotros al tiempo de construir. Aquí, ahora, el problema principal para nuestras comunidades de cultura consiste en crecer con nuestra gente, para ayudarla a crecer. Una vez más, no hay entre nosotros batalla entre la civilización y la barbarie, como lo quieren los neoliberales, sino entre la falsa erudición y la naturaleza, como lo advertía Martí en 1891. Desde esa convicción, podemos leerlo entero: él es uno de los nuestros, como nosotros somos de los suyos.

Panamá, 29 de septiembre de 2016


NOTAS:

[1] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.  VI, 362, “Extranjero”. El Federalista. México,  diciembre 7 de 1876
[2] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.  I, 177 – 178: “Al General Máximo Gómez” [New York, 20 de octubre de 1884].
[3] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.  III, 138 - 139: ““El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”.[Patria, 17 de abril de 1894]
[4] Martí, José: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.  IV, 101: “Manifiesto de Montecristi”
[5] Y es curioso constatar cómo pudieron contribuir el propio Martí – y la lealtad de los primeros martianos – a la formación de este peligro. Porque, en efecto, la organización inicial y más conocida de su obra completa – dispuesta por él mismo ante la eventualidad de su muerte – ocurre por temas, no por años, y si bien permite profundizar con rapidez en aspectos puntuales, dispersa y oculta en cambio las conexiones transversales en la formación y transformación de su pensar. Pero a grandes males, grandes remedios. La edición crítica de las Obras Completas de José Martí, que ya adelanta el Centro de Estudios Martianos en La Habana, está organizada cronológicamente, y ayudará sin duda a conjurar el peligro de la fragmentación. Aun así, el riesgo disminuirá en la medida en que se tenga presente el elemento organizador que, en el pensar martiano, representa su compromiso irreductible con Cuba en su América. En esta tarea, también, será siempre útil poner en contexto las expresiones parciales – a veces mínimas, como la frase que nos enseña que “honrar, honra” – de su pensar. Y, enseguida, la atención constante a las advertencias que nos ofrece la historia de la cultura, en lo que hace al valor, el significado y los dilemas que en su tiempo planteaban términos como el de “naturaleza” y, por supuesto, todo el inmenso campo de lo que hoy llamamos la perspectiva de género.
[6] Cuaderno de Apuntes 5.[1881] En Martí, José, 1975: Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana. Tomo 21, p. 164.
[7] 1975, XI, 144: “El cisma de los católicos en Nueva York”. El Partido Liberal, México. La Nación, Buenos Aires, 14 de abril de 1887.

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