La crisis actual de la
política brasileña, oscureciendo cualquier futuro esperanzador, nos obliga a
pensar y a buscar posibles formas de evitar una convulsión social de
consecuencias imprevisibles.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
El eminente jurista Fábio
Konder Comparato en una entrevista a Carta Capital del 12 de abril de
2017, considera que debido a la desmoralización de los líderes políticos y la
corrupción generalizada “es muy posible otra intervención extralegal para
evitar la continuación de todo esto; no está fuera de la cuestión un nuevo
golpe de Estado”.
Los agentes de este nuevo
golpe serían, según Comparato, los empresarios (la minoría rica) y los
propietarios, por un lado, y por otro, los principales agentes del estado. Por
agentes del estado deduzco que se trata del Ministerio Público, del Colegio de
Abogados y añadiría la Policía Federal y algunos ministros del STF.
Mi temor es que los
grupos mencionados anteriormente utilicen la misma estrategia que estuvo en
vigor en 1964: las oligarquías utilizaron el poder militar para dar un golpe de
clase, como muestra irrefutablemente René Dreifuss en su tesis de Glasgow, La
conquista del Estado, acción política, poder y golpe de clase (Voces 1981,
841 págs.): “lo que ocurrió en Brasil no fue un golpe militar, sino un golpe de
clase con uso de la fuerza militar” (p.397).
La confusión total de la
política actual, corroída por la corrupción de arriba a abajo, desenmascarada
por las denuncias de Odebrecht (faltan aún por venir) hace altamente
problemática la continuidad del actual gobierno. La ilegitimidad del presidente
y de gran parte de los parlamentarios de las dos Cámaras por cargos de delitos
graves, convierten en vergonzosa la celeridad de los cambios, claramente
antipopulares e incluso inconstitucionales.
Este golpe se puede dar
en cualquier momento, pues los empresarios están sintiéndose perjudicados,
especialmente en los niveles habituales de alta acumulación. Queda por saber si
los militares aceptarían tan espinosa tarea. Pero se sienten los guardianes de
la República, ya que fueron ellos los que pusieron fin a la monarquía. En momentos
tan graves como los actuales, pueden sentirse urgidos, aunque de mala gana, a
tomar esta responsabilidad nacional.
Si esto ocurre,
probablemente un triunvirato de generales asumiría el poder, clausuraría el
Congreso, mandaría arrestar a los principales líderes políticos acusados de
corrupción, no exceptuando, aunque dándole un tratamiento privilegiado al
presidente Temer, retiraría coercitivamente a Gilmar Mendes, el más parcial de
los ministros del STF, forzaría la renuncia de los gobernadores involucrados en
la corrupción y establecería un sistema de “purga” de los corruptos y de sus
aliados y empresarios corruptores y contaría, sin duda, con el apoyo de la
prensa conservadora que siempre apostó por un golpe. Esto no contradice la
política de los organismos de seguridad de Estados Unidos, especialmente bajo
Donald Trump, pues estaría al servicio del “full spectrum dominance”. Lo que
vendría después es una incógnita, porque el poder es uno de los arquetipos más
tentadores de la psique humana. Los militares podrían no querer dejar el poder
asumido.
Otra salida, aún dentro
del marco democrático, sería convocar para este año elecciones generales porque
el sujeto originario del poder es el pueblo que, al elegir a sus políticos, les
daría legitimidad. Lava Jato continuaría llenando los tribunales de procesos en
las diferentes instancias del poder judicial.
Otra vía sería la
anulación por el TSF de la candidatura Dilma-Temer, seguida de una elección
indirecta por el Parlamento de un nuevo presidente. No sabemos qué fuerza
tendría al ser elegido indirectamente, con una base parlamentaria en gran
medida desmoralizada y con varios casos criminales.
Una tercera vía, más
radical, estaría inspirada por la Comisión de Verdad y la Reconciliación de
Sudáfrica, coordinada por el obispo Desmond Tutu, que presenté aquí como
viable. En ella se trataba de conocer la verdad sobre los crímenes cometidos
contra la población negra durante décadas, no excluidos los crímenes cometidos
por los negros.
Tres ejes estructuraban
el proceso: la verdad, la responsabilidad y la justicia restaurativa y
curativa. Todo se hizo en el marco de un valor cultural común que nos falta: Ubuntu,
que significa: yo sólo puedo ser yo a través de ti. Este valor daba y da
cohesión a la sociedad de Sudáfrica, ya que supera el individualismo, típico de
nuestra cultura occidental.
La verdad tenía dimensión
factual: conocer los hechos tal como ocurrieron. Otra dimensión era personal:
cómo la persona sentía subjetivamente el delito cometido. La tercera era
social: cómo la sociedad interpretaba y analizaba la gravedad de los crímenes.
Por último, la verdad restauradora y curativa: restauración moral del pasado y
disposición a construir una nueva memoria.
Se concedió amnistía a
los que reconocían públicamente la responsabilidad por los crímenes cometidos.
La confesión pública de sus acciones era el gran castigo moral. Es la amnistía
por la verdad que tiene una función reparadora y curativa, rehacer el tejido
social y estar dispuesto a no cometer los mismos crímenes bajo el lema “para
que no se olvide y para que no vuelva a suceder”. Para los crímenes contra la
humanidad había castigo legal conveniente y no había amnistía.
Se discutió entonces y
todavía se discute hoy: si la ley no castiga a los que delinquen ¿no se devalúa
la noción misma del imperio de la ley, base de un estado de derecho?
Aquí, en vista del
Ubuntu, de mantener la cohesión y no dejar heridas abiertas, se alcanzó un
compromiso pragmático entre la dimensión política y la dimensión del principio.
Lógicamente, no existe un
orden legal, necesario, sin el cual la sociedad se vuelve caótica. Pero ella
reposa en un orden ético y axiológico. Este fue invocado. Esto significa ir más
allá del discurso jurídico y político y entrar en el campo antropológico
profundo, de los valores que dan un sentido trascendente a la vida personal y
social. Es un acto de confianza en el ser humano que es redimible. Eso es lo
que mostró Hannah Arendt en Jerusalén con motivo del juicio y condenación de
Eichmann, el exterminador de los judíos bajo el régimen nazi. Ella adujo el
valor del perdón, no exactamente como valor religioso, sino como capacidad
humana para poder librarse de la dependencia del pasado y abrir una nueva
página de la historia colectiva.
Tales procedimientos
podrían aplicarse al caso brasileño. Marcelo Odebrecht y su padre Emilio
Odebrecht reafirmaron que prácticamente todos los políticos (con excepciones
conocidas por su integridad ética) fueron elegidos a través de la caja 2. La
caja 2 se considera un delito en virtud del artículo 350 del Código Electoral y
el artículo 317 del Código Penal. Esto es lo que ha repetido muchas veces la
presidenta del Tribunal Supremo.
Debido, sin embargo, a la
corrupción que se generalizó y afectó a la gran mayoría de los partidos, se
podría aplicar una amnistía en los moldes de la Comisión de la Verdad y la
Reconciliación de Sudáfrica. Todo el que se aprovechó de la caja 2 confesaría
su delito en público y manifestaría su propósito de no volver a recurrir a este
recurso para ser elegido. La revelación de sus nombres y su confesión pública
sería un castigo moral real.
Otra cosa, sin embargo,
es el soborno recibido de las empresas con la promesa de darles ventajas
legales y la corrupción como desvío de los fondos públicos, millones y
millones, hasta el punto de arruinar un estado como Río de Janeiro. Aquí se
trata directamente de delitos que deben ser procesados y castigados de manera
adecuada y, sobre todo, recuperar para las arcas públicas el dinero robado. En
este contexto ha habido crímenes de lesa humanidad como los 300 millones
desviados de la Salud de Río de Janeiro que, evidentemente, han perjudicado a
miles de personas, causando muchas muertes. Para estos, las penas más severas.
Este camino sería muy
humanitario, fortalecería nuestra democracia que siempre ha sido de baja
intensidad y traería una atmósfera moral y ética al campo de la política, como
búsqueda colectiva del bien común.
La crisis actual de la
política brasileña, oscureciendo cualquier futuro esperanzador, nos obliga a
pensar y a buscar posibles formas de evitar una convulsión social de
consecuencias imprevisibles. Este es el significado de estas reflexiones.
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