En el actual ciclo corto
de arremetida restauradora, en países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, nace
una prioridad estratégica: aprender a resistir desde la responsabilidad de
tener que gobernar. En Argentina, no se logró a tiempo. En Brasil, por otras
razones, tampoco. No se supo resistir desde la condición de gobierno a todos
los embistes que vinieron: económicos, judiciales, mediáticos.
Alfredo Serrano Mancilla / CELAG
En la política, el acto
de resistir siempre estuvo estrechamente vinculado con ser una fuerza
subalterna y opositora. Desde las corrientes progresistas se resistió durante
mucho tiempo frente a las dictaduras que hubo en América Latina en la segunda
mitad del siglo XX. Pusieron los muertos, los desaparecidos y los exiliados. A
pesar de ser una gran mayoría la que se oponía a esos regímenes totalitarios,
se estuvo siempre condenado a estar en un rincón del cuadrilátero soportando
golpes tras golpes. Y eso inevitablemente se quedó como parte de la
subjetividad de la izquierda. Caló fuertemente esa idea de situarse como algo
marginal, sin posibilidad de tener acceso al poder, siempre en lucha contra
aquellos que gobernaban.
Luego, años después, las
mayorías sociales también tuvieron que soportar el tsunami neoliberal durante
décadas. En ese tiempo, la izquierda latinoamericana resistió como pudo, pero
siempre siendo oposición. Marchas y huelgas conformaron parte de la dinámica
opositora frente a las políticas económicas contrarias a las necesidades de la
ciudadanía. En gran medida, toda esa actividad política discurría por afuera de
las instituciones y partidos tradicionales. Las calles y las plazas
concentraban demandas y protestas.
La resistencia fue la
esencia de ese nuevo actor constituyente contra hegemónico. Aún quedaba muy
lejos la idea de llegar a tener el poder político suficiente para cambiar
realmente las cosas. Durante ese ciclo largo de restauración conservadora, la
resistencia quedó muy circunscrita a una tarea opositora. La única excepción
prolongada fue Cuba que supo resistir a adversidades de todo tipo desde una
posición de gobierno. Pero en el resto del continente, en esos años, resistir
desde la oposición era lo más común. Nos acostumbramos a considerarnos fuerza
residual. Parecía impensable construir una mayoría política y electoral a pesar
de tener una amplia fuerza social.
Sin embargo, esa época
terminó con la llegada del siglo XXI. Seguramente fue Chávez el primero que
tuvo muy claro que había que tomar el poder político para transformar. A Chávez
le siguieron Lula, Néstor, Evo, Correa. Y así el siglo XXI fue cambiando el
sentido común de ese progresismo que comenzó a pensar en cómo consolidar el
poder necesario para avanzar en pro de la gente. Pero no fue lo único que se
transformó. También fue evolucionando el significante del resistir.
He aquí definitivamente
el nuevo reto para esta nueva época. En el actual ciclo corto de arremetida
restauradora, en países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, nace una prioridad
estratégica: aprender a resistir desde la responsabilidad de tener que
gobernar. En Argentina, no se logró a tiempo. En Brasil, por otras razones,
tampoco. No se supo resistir desde la condición de gobierno a todos los
embistes que vinieron: económicos, judiciales, mediáticos.
Por todo ello se hace
absolutamente imprescindible tener que aprender a marcha acelerada cómo se debe
resistir mientras se gobierna. No es tarea fácil porque resistir resulta mucho
menos seductor que prometer cualquier cosa. Sin embargo, habrá que reciclarse
en clave pedagógica para explicar por qué estamos ante un nuevo tiempo de
resistencia coyuntural para seguir caminando hacia delante. Resistir, en este
sentido, no significa justamente repetir constantemente ese anodino discurso
del miedo de volver al pasado. El desafío es otro. Es recalcular la ruta con un
nuevo GPS. Es entender que ahora se gobierna con viento en contra. Estamos ante
una fuerte caída de los precios de los commodities; estamos ante un
escenario en el que es imposible aparecer como lo nuevo o como el cambio;
estamos ante un desgaste natural luego de tantos años. El tempo político es
otro y cabe reconocerlo. Esto de ninguna manera implica que la única
alternativa sea tirar la toalla. Ni mucho menos. Se trata precisamente de
resignificar la importancia que tiene resistir en tiempos difíciles.
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