Ya pasaron más de tres meses de la asunción de Donald Trump como
presidente de la primera potencia capitalista del mundo: Estados Unidos de
América. Nada ha cambiado. Si alguien había pensado que algo podía cambiar con
su llegada a la Casa Blanca, se equivocaba de cabo a rabo. ¿Por qué habría de
cambiar?
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
En todo caso, el discurso que levantó el magnate durante su
campaña presidencial pudo hacer pensar –equivocadamente, por supuesto– en algún
cambio coyuntural. Ante la actual crisis que vive la economía estadounidense,
su propuesta apuntaba, al menos en la declamación, a un intento de renacimiento
de la alicaída industria nacional.
Pero ahí viene el espejismo. Lo que está alicaído es el poder
adquisitivo de la clase trabajadora estadounidense: sus empresas siguen
prósperas, muy saludables, manejando el panorama con perspectivas de futuro. Si
bien es cierto que, en términos técnico-contables, la producción bruta de China
ha superado a la de Estados Unidos, el país americano sigue siendo aún el líder
mundial, económica, política, tecnológica y militarmente.
De las más corpulentas empresas a nivel global, las once más
grandes tienen su casa matriz en territorio estadounidense, siendo 54 de ese
origen las más capitalizadas entre las primeras 100 de todo el planeta. Siguen
manejando todos los dominios: petróleo (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco),
tecnologías de la comunicación (Apple, Microsoft, Google, Facebook, Hollywood),
banca (Wells Fargo & Co, JMorgan Chase, Berkshire Hath-A), química (Johnson
& Johnson, Procter & Gamble, Pfizer Inc.) y, por supuesto, industria
militar (Lockheed Martin, Boeing, BAE Systems, Northrop Grumman, Raytheon,
General Dynamics, Honeywell, Halliburton, General Motors, IBM. Todos estos
capitales del complejo militar-industrial registraron ventas en 2016 por casi
un billón de dólares, teniendo además incrementos desde 2010 de un 60%, por lo
que para ellos, claramente, no cuenta la crisis económica).
Hay decadencia, y como ha sucedido con todo imperio en la
historia, parece haber llegado ya al pico máximo de su expansión, habiendo
comenzado su lento declive. Pero lejos está de ser un imperio derrotado: sigue
marcando el ritmo en infinidad de aspectos. Inmediatamente después de terminada
la Segunda Guerra Mundial, el país americano era la gran potencia capitalista
dominadora de la escena. Única nación con poder nuclear en ese entonces,
aportaba el 52% de todo el producto bruto mundial. En este momento ya no
detenta el monopolio de la bomba atómica (al menos Rusia y China son sus
rivales en paridad), y su aporte a la producción global ha descendido al 18%.
Sin dudas, no sigue en expansión, tal como sucedió desde mediados del siglo XIX
y durante todo el XX. De todos modos, aunque ya comienza a ser puesto en
entredicho, su moneda: el dólar, sigue siendo en buena medida la divisa
universal. Y el inglés, aún hoy, la lingua
franca obligada. Hollywood, mal que nos pese, es el referente cultural del
planeta, tanto como la Coca-Cola o el Mc Donald’s.
El proceso de globalización neoliberal, comenzado hacia la década
de los 70 del pasado siglo, reconfiguró el mundo, y obviamente, también al
sistema capitalista. La producción y la comercialización se hicieron
absolutamente planetarias: una misma mercancía puede ser elaborada en cualquier
parte del mundo con la misma tecnología y distribuida por todo un expandido
mercado mundial. Los capitales privados aprovechan así las ventajas que le
ofrecen los países más pobres, donde los salarios son más bajos y donde gozan
de ciertos privilegios, como la exención impositiva, la debilidad o falta de
regulaciones medioambientales y la escasa o nula organización sindical de los
trabajadores. De esa forma, una empresa oriunda de un país rico y desarrollado
abandona sus instalaciones allí para establecerse en alguna llamada “zona
franca” del Tercer Mundo; así, abarata los costos de producción, pero no
abarata el precio final del producto terminado. Y dicho producto ya no se
comercializa solo de fronteras adentro en el país productor, sino en un mercado
mundial. A partir de ese esquema, quien pierde es la clase trabajadora del país
originario de los capitales. Los capitales no pierden sino que, por el
contrario, ganan más aún.
Así considerado el mecanismo en juego, Estados Unidos se empezó a
empobrecer relativamente: sus trabajadores se empobrecieron, porque en muchos
casos se quedaron sin empleo. Las empresas siguen ganando monumentalmente. Ya
vimos los datos de la industria militar: cada vez hay más guerras, por tanto,
más armas. Y Estados Unidos provee la mitad global de esos equipos. Por tanto,
no hay crisis para esas megaempresas.
Digámoslo con un ejemplo: lo que fuera la meca del automóvil, la
ciudad de Detroit, en el estado de Michigan, para 1960 llegó a tener tres
millones de habitantes, la mayoría ocupada en la producción automotriz. Con el
proceso de reubicación, esas grandes empresas estadounidenses se trasladaron a
innumerables puntos del globo en los cinco continentes. La clase obrera
industrial de Detroit quedó en la ruina (esa es una ciudad casi fantasma al día
de hoy, con apenas 300.000 habitantes), pero las megaempresas automovilísticas
del país: General Motors, Ford, Chrysler, siguieron sus negocios. ¿Quién se
empobreció? La clase trabajadora.
A partir de esa situación de empobrecimiento de la masa
trabajadora (los votantes), el discurso efectista de Donald Trump durante su
campaña levantó expectativas. Habló –como todo candidato en campaña que vende
fantasías, pirotecnia verbal– de cambiar esa situación, haciendo que la
industria retirada de suelo estadounidense volviera a territorio patrio. Sin
dudas, esas encendidas promesas lograron su cometido: contrario a todos los
pronósticos, Trump ganó las elecciones. Pero las empresas no volvieron… ¡ni van
a volver!
En muy buena medida, su “caballo de batalla” para la campaña fue
una encendida xenofobia, con promesas de expulsión de tantos “hispanos que vienen a robar puestos de
trabajo”. La construcción del muro (de la cuarta parte que falta, porque,
de hecho, esa valla ya está construida en la frontera con México) y la
deportación de miles de indocumentados latinoamericanos tiene, básicamente, un
efecto propagandístico. La economía estadounidense sigue muy próspera para los
capitales, pero para sus trabajadores difícilmente mejore. En realidad: no
puede mejorar, porque el ciclo de crecimiento capitalista de Estados Unidos ya
pasó. Ahora su consumo supera con creces a su producción, por lo que el país en
su conjunto (población y Estado) viven del crédito. Son las divisas chinas y
japonesas las que mantienen a flote el presupuesto federal de Washington; y son
las tarjetas de crédito (con una deuda promedio de 5.000 dólares por ciudadano)
las que mantienen las economías domésticas. ¿Quién se beneficia de eso?
Obviamente no los tarjeta-habientes, los trabajadores, sino la banca.
Como todo discurso efectista de un candidato presidencial en
campaña que vende “espejitos de colores”, también Donald Trump dijo que no se
involucraría en la guerra con Siria, y que enfriaría el siempre candente
conflicto con Rusia, supuesto preámbulo de una nueva guerra mundial (para el
caso: nuclear, por lo tanto, posiblemente la última).
Pero
a poco tiempo de su asunción, vemos cómo el complejo militar-industrial sigue
decidiendo las cosas. Los 59 misiles crucero disparados sobre una base militar
en Siria o la “madre de todas las bombas” arrojadas recientemente en
Afganistán, lo evidencian.
Ningún
presidente de Estados Unidos –como ningún presidente en ningún país capitalista
en ninguna parte del planeta– es el que decide finalmente las cosas. Grandes
poderes le susurran al oído (o le gritan) lo que debe hacer. Esos poderes
tienen nombre y apellido concreto: son esos megacapitales que se mencionaban
más arriba. Y más aún: en la gran potencia americana, desde mediados del pasado
siglo esos megacapitales están constituidos por lo que se llamó el complejo
industrial-militar, la principal actividad económica actual de Estados Unidos
(25% de su producto bruto). George Kennan, politólogo clave de Washington
durante la Guerra Fría, dijo en 1997: “Si
la Unión Soviética se hundiera mañana bajo las aguas del océano, el complejo
industrial-militar estadounidense tendría que seguir existiendo, sin cambios
sustanciales, hasta que inventáramos algún otro adversario. Cualquier otra cosa
sería un choque inaceptable para la economía estadounidense”. El día que un
presidente osó querer detener la guerra de Vietnam, John Kennedy, como toda
respuesta de esos “mandamases” recibió un certero balazo en la cabeza. Y la
guerra de Vietnam, por supuesto, siguió adelante. Los 60.000 soldados
estadounidenses caídos no se comparan con las ganancias obtenidas por ese
complejo militar-industrial.
Ese
adversario que debe ser inventado, por cierto, no deja de aparecer de continuo:
el “terrorismo islámico”, el “narcotráfico”, o cualquier nuevo
demonio que pueda darse en el futuro (los Estados canallas, las maras, los
mosquitos transmisores del dengue, como en el Acuífero Guaraní en la triple
frontera argentino-paraguaya-brasileña, la “dictadura castro-comunista de
Venezuela”, etc., etc.). La industria militar, que ocupa directa o
indirectamente a uno de cada cuatro trabajadores estadounidenses, no se
detiene.
Las
fantasiosas declaraciones de Trump previo a sentarse en la Casa Blanca hablaban
de una “tranquilización” en la actual no declarada –pero real y efectiva– nueva
Guerra Fría (35.000 dólares por segundo gastados en armamento a nivel mundial).
Las recientes operaciones militares en Siria y Afganistán muestran la realidad.
Es
de esperarse que no lleguemos nunca a una nueva guerra mundial con armamento
nuclear. En tal caso, solo las cucarachas podrían contar qué sigue (si es que
sobrevive alguna). Los capitales que dirigen el mundo son voraces, pero no
locos. Seguramente se seguirá manipulando a la opinión pública, aterrorizando a
las poblaciones y mostrando imágenes apocalípticas de un probable
enfrentamiento atómico, aunque nunca se lleguen a oprimir los fatídicos botones
del pandemonio. Pero la necesidad de “estar preparados para la hecatombe”,
según la bien aceitada industria comunicacional capitalista, hace que la máxima
romana siga vigente: “si quieres la paz,
prepárate para la guerra”. Y el complejo militar-industrial ganando
millonadas.
¿Por
qué Donald Trump iba a ser distinto? Quizá tiene un estilo distinto, diferente
a la corrección política de sus antecesores; pero con tres meses ya quedó por
demás de claro cómo son las cosas: ¡más de lo mismo! Así de simple. O de
patético…
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