¿Será
posible un futuro digno entre dos futuros indignos: el minimalismo de mañana y
el maximalismo del fundamentalismo? Pienso que sí, pero la historia de los
últimos cien años nos obliga a múltiples cautelas. La situación de la que
partimos no es brillante.
Boaventura de Sousa Santos / ALAI
Cuando
observamos el pasado con los ojos del presente, nos encontramos ante
cementerios inmensos de futuros abandonados, luchas que abrieron nuevas
posibilidades, pero que fueron neutralizadas, silenciadas o desvirtuadas,
futuros asesinados al nacer o incluso antes, contingencias que decidieron la
opción vencedora, atribuida después al sentido de la historia. En estos
cementerios, los futuros abandonados son también cuerpos sepultados, a menudo
cuerpos que apostaron por futuros equivocados o inútiles. Los veneramos o
execramos en función de si el futuro que quisieron coincide o no con el que
queremos para nosotros. Por eso lloramos a los muertos, pero nunca a los mismos
muertos. Para que no se piense que los ejemplos recientes se reducen a
terroristas suicidas, mártires para unos, terroristas para otros, en 2014 hubo
dos celebraciones del asesinato del archiduque Francisco Fernando y de su
esposa, Sofía Chotek, en Sarajevo, y que condujo a la Primera Guerra Mundial.
En un barrio de la ciudad, bosnios croatas y musulmanes rindieron homenaje al
monarca y a su esposa, mientras que en otro, serbobosnios hicieron lo propio
con Gavrilo Princip, que los asesinó, e incluso le hicieron una estatua.
A
principios del siglo XXI, la idea de futuros abandonados parece obsoleta, tanto
como la propia idea de futuro. El futuro parece haber estacionado en el
presente y estar dispuesto a quedarse aquí indefinidamente. La novedad, la
sorpresa, la indeterminación se suceden tan trivialmente que todo lo bueno y lo
malo eventualmente reservado para el futuro ocurre hoy. El futuro se anticipó a
sí mismo y cayó en el presente. El vértigo por el paso del tiempo es igual al
vértigo por la parálisis del tiempo. La banalización de la innovación va a la
par con la banalización de la gloria y del horror. Muchas personas viven esto
con indiferencia. Hace mucho que desistieron de hacer acontecer el mundo y se
resignan a que el mundo acontezca. Son los cínicos, profesionales del
escepticismo. Hay, sin embargo, dos grupos muy diferentes en tamaño y suerte
para los cuales este desistimiento no es una opción.
El
primero está constituido por la inmensa mayoría de la población mundial.
Desigualdad social exponencial, proliferación de fascismos sociales, hambre,
precariedad, desertificación, expulsión de tierras ancestrales codiciadas por
empresas multinacionales, guerras irregulares especializadas en matar
poblaciones civiles inocentes, etc., todo esto hace que una parte creciente de
la población mundial haya dejado de pensar en el futuro para ocuparse de la
supervivencia de mañana. Están vivos hoy, pero no saben si lo estarán mañana;
Tienen comida para alimentar a los hijos hoy, pero no se saben si la tendrán
mañana; tienen empleo hoy, pero no saben si lo tendrán mañana. El mañana
inmediato es el espejo del futuro en el que al futuro no le gusta mirarse, pues
refleja un futuro mediocre, rastrero, banal. Estas inmensas poblaciones piden
tan poco al futuro que no están a su altura.
El
segundo grupo es tan minoritario como poderoso. Se imagina haciendo acontecer
el mundo, definiendo y controlando el futuro indefinida y exclusivamente para
que no haya ningún futuro alternativo. Este grupo está constituido por dos
fundamentalismos. Son fundamentalismos porque se basan en verdades absolutas,
no admiten la disidencia y creen que los fines justifican los medios. Los dos
fundamentalismos son el neoliberalismo, controlado por los mercados
financieros, y el Daesh, los yihadistas radicales que se proclaman islámicos. A
pesar de ser muy diferentes e incluso antagónicos entre sí, comparten
características importantes. Ambos se basan en verdades absolutas que no toleran
la disidencia política, ya sea la fe científica en la prioridad de los
intereses de los inversores y en la legitimidad de la acumulación infinita de
riqueza que esta permite, ya sea la fe religiosa en la doctrina del califa que
promete la liberación de la dominación y humillación occidentales. Ambos
pretenden garantizar el control del acceso a los recursos naturales más
valorados. Ambos causan un inmenso sufrimiento injusto con la justificación de
que los fines legitiman los medios. Ambos recurren con la misma sofisticación a
las nuevas tecnologías de la información y la comunicación para difundir su
proselitismo. El radicalismo de ambos es del mismo quilate y el futuro que
proclaman es igualmente distópico: un futuro indigno de la humanidad.
¿Será
posible un futuro digno entre los dos futuros indignos que acabo de señalar: el
minimalismo de mañana y el maximalismo del fundamentalismo? Pienso que sí, pero
la historia de los últimos cien años nos obliga a múltiples cautelas. La
situación de la que partimos no es brillante. Comenzamos el siglo XX con dos
grandes modelos de transformación progresista de la sociedad: la revolución y
el reformismo; y comenzamos el siglo XXI sin ninguno de ellos. Cabe aquí
recordar, de nuevo, la Revolución Rusa, ya que ella radicalizó la opción entre
los dos modelos y le dio consistencia política práctica. Con la Revolución de
Octubre quedó claro para los trabajadores y campesinos (clases populares,
diríamos hoy) que había dos vías para alcanzar un futuro mejor, que se
avizoraba como poscapitalista, socialista. O la revolución, que implicaba
ruptura institucional (no necesariamente violenta) con los mecanismos de la
democracia representativa, quiebra de procedimientos legales y
constitucionales, cambios bruscos en el régimen de propiedad en el control de
la tierra; o el reformismo, que implicaba el respeto por las instituciones
democráticas y el avance gradual en las reivindicaciones de los trabajadores a
medida que los procesos electorales les fuesen siendo más favorables. El objetivo
era el mismo: socialismo.
No
trataré aquí las vicisitudes por las que pasó esta opción a lo largo de los
últimos cien años. Solamente menciono que luego del fracaso de la revolución
alemana (1918-1921), se fue construyendo la idea de que en Europa y en los
Estados Unidos de América (el primer mundo), el reformismo sería la vía
preferida; al mismo tiempo, en el tercer mundo (el mundo socialista soviético
se fue construyendo como el segundo mundo) se optaría por la vía
revolucionaria, como sucedió en China en 1949, o por alguna combinación entre
las dos vías. Entretanto, con la subida de Stalin al poder, la Revolución Rusa
se transformó en una dictadura sanguinaria que sacrificó a sus mejores hijos en
nombre de una verdad absoluta, que era impuesta con la máxima violencia. O sea,
la opción revolucionaria se transformó en un fundamentalismo radical que
precedió a los que mencioné arriba. A su vez, el tercer mundo, a medida que se
iba liberando del colonialismo, comenzó a verificar que el reformismo nunca conduciría
al socialismo, sino más bien, cuando mucho, a un capitalismo de rostro humano,
como el que iba emergiendo en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. El
movimiento de los No Alineados (1955-1961) proclamaba su intención de rechazar
tanto el socialismo soviético como el capitalismo occidental.
Por
razones que analicé en mi columna “Europa
debe regresar a la escuela del mundo, como alumna”, con
la caída del muro de Berlín los dos modelos de transformación social
colapsaron. La revolución se transformó en un fundamentalismo desacreditado y
caduco que se desmoronó sobre sus propios fundamentos. A su vez, el reformismo
democrático fue perdiendo el impulso reformista y, con ello, la densidad
democrática. El reformismo pasó a significar la lucha desesperada para no
perder los derechos de las clases populares (educación y salud públicas,
seguridad social, infraestructuras y bienes públicos, como el agua)
conquistados en el período anterior. El reformismo fue así languideciendo hasta
transformarse en un ente escuálido y desfigurado que el fundamentalismo
neoliberal reconfiguró por vía de un facelift, convirtiéndolo en el único
modelo de democracia de exportación, la democracia liberal transformada en un
instrumento del imperialismo, con derecho a intervenir en países enemigos o
incivilizados y a destruirlos en nombre de tan codiciado trofeo. Un trofeo que,
cuando es recibido, revela su verdadera identidad: una ruina iluminada a neón,
transportada en la carga de los bombarderos militares y financieros (ajuste
estructural), estos últimos conducidos por los CEO del Banco Mundial y por el Fondo
Monetario Internacional.
En el
estado actual de esta jornada, la revolución se convirtió en un fundamentalismo
semejante al maximalismo de los fundamentalismos actuales, en tanto que el
reformismo se degradó hasta ser el minimalismo de la forma de gobierno cuya
precariedad no le permite ver el futuro más allá del mañana inmediato. ¿Habrán
causado estos dos fracasos históricos, directa o indirectamente, la opción
carcelaria en que vivimos, entre fundamentalismos distópicos y mañanas sin
pasado mañana? Más importante que responder a esta cuestión, es crucial saber
cómo salir de aquí, la condición para que el futuro sea otra vez posible.
Avanzo una hipótesis: si históricamente la revolución y la democracia se
opusieron y ambas colapsaron, tal vez la solución resida en reinventarlas de
modo que convivan articuladamente. Con otras palabras: democratizar la
revolución y revolucionar la democracia.
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