Si el expresidente Barack Obama despidió
su último año de mandato con el infame récord de 26.171 bombas lanzadas en
siete países (Siria, Irak, Afganistán, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán), Trump
no se quedará atrás. Y ya proclamó que lo hará en nombre de la civilización,
como antes, en Irak, George W. Bush lo hizo en nombre de la democracia
occidental.
Andrés
Mora Ramírez /AUNA-Costa Rica
Fotograma de la película de Stanley Kubrick. |
Quienes hayan visto "Dr. Stranglove
o: cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba", la brillante película de Stanley Kubrick del
año 1964, recordarán que una de las escenas más sugestivas, por la fuerza
simbólica de la imagen que construyó el cineasta, es la que muestra a T.J
"King" Kong, el mayor de la fuerza aérea de los Estados Unidos, cabalgando sobre una bomba
nuclear que tiene como objetivo un blanco estratégico en la Unión
Soviética. Con el preludio de la banda sonora Bomb run,
de Laurie Johnson, que acelera el tiempo narrativo del relato audiovisual, el
militar sacude su sombrero de cowboy mientras avanza hacia el vacío, hacia la
que piensa es su victoria y que hará posible la ansiada confrontación entre los
ejércitos pero que, paradójicamente, desata
el apocalipsis al activar el Dispositivo del fin del mundo, el arma secreta
rusa que pone fin a la vida humana en el planeta.
Presentada al público en el contexto de
la Guerra Fría y con la crisis de los mísiles todavía reverberando en el aire,
la obra de Kubrick apeló a la ironía y el humor negro para construir una
alegoría de los peligros que se ciernen sobre la humanidad cuando el rumbo de
los conflictos entre potencias, el desenlace de las tensiones geopolíticas y el
control sobre los inmensos arsenales bélicos con que la industria armamentista
aceita los engranajes del capitalismo, dependen de intereses espurios,
paranoias conspirativas y la irracionalidad de quienes detentan el poder.
Más de medio siglo después de que se
proyectara por primera vez en los cines, y a la luz de los últimos
acontecimientos, la película adquiere una actualidad inusitada y la mordacidad
de su crítica confirma su vigencia: pasando por encima de la legalidad
internacional, sin una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas,
y amparándose en una orden de Donald Trump, el magnate devenido en
presidente, quien parece no tener
conciencia de los límites entre los reality show y la realidad política sobre
la que ahora influyen sus decisiones, Estados Unidos disparó 59 de misiles de
crucero contra una base aérea del gobierno de Siria, al que responsabiliza por
un ataque con armas químicas que provocó la muerte de 86 civiles en la ciudad
de Jan Sheijun. Si bien existen versiones encontradas sobre la autoría de los hechos
(Moscú afirma que las armas químicas estaban en un depósito de los grupos rebeldes), y no se ha realizado una
investigación que permita establecer la verdad real sobre lo ocurrido, esto
poco le importó a Washington, que con su maniobra lanza gasolina a la ardiente
hoguera del Medio Oriente y tensiona nuevamente las relaciones con Rusia.
Esta acción unilateral de Estados Unidos
no solo complica aún más el ya de por sí delicado escenario del conflicto en
esa región: también envía un mensaje a Corea del Norte, a Irán, a China, a
Rusia, por supuesto que a Venezuela (¿acaso desde las profundidades
ponzoñosas del Departamento de
Estado no se podría estar tramando un
falso positivo o una operación de falsa bandera, para acusar al gobierno
bolivariano y dar paso a una intervención militar?), y a cualquier país y
gobierno del mundo que se interponga en la mira de la Casa Blanca. El
intervencionismo descarnado, militar o político, se perfila
como el modus operandi de la administración Trump en materia de política
exterior. La paz no será una alternativa.
En ese sentido, no es un dato menor el
hecho de que, el mismo día que se ordenó el ataque contra Siria, en sendas
audiencias ante un comité del Senado de los Estados Unidos, el secretario de Seguridad Interna, John Kelly,
declaró que la posibilidad de que México tenga un presidente “de izquierda
y antiestadounidense” (en clara alusión a Andrés Manuel López Obrador, líder de
MORENA y favorito en las encuestas) “no sería bueno para Estados Unidos ni para
México”, y por lo tanto, se convertiría en una amenaza; por su parte, el jefe
del Comando Sur, el almirante Kurt
W. Tidd, afirmó que la situación en Venezuela podría “obligar a una
respuesta regional” y aseguró que la presencia de China, Rusia e Irán en
América Latina requiere ser considerada
“con seriedad en cuanto a sus implicaciones en materia de seguridad global”.
Malas señales para nuestra América.
Si el expresidente Barack Obama despidió
su último año de mandato con el infame récord de 26.171 bombas lanzadas en
siete países (Siria, Irak, Afganistán, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán), Trump
no se quedará atrás. Y ya proclamó que lo hará en nombre de la civilización, como antes, en Irak,
George W. Bush lo hizo en nombre de la democracia
occidental. Es la naturaleza del imperialismo, que se retrata de cuerpo
entero. Por eso, como decía el Che Guevara, no se puede confiar en sus palabras
y promesas ni tantito así.
Trump y sus consejeros, halcones
hambrientos de sangre y desquiciados supremacistas blancos, agitan los tambores de la guerra y, en su
locura, el imperio puede conducir a la humanidad hacia el infierno de una
conflagración de proporciones inimaginables, que acelerará el colapso
civilizatorio que se advierte en el horizonte.
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