¿Sirve
la OEA para algo más que para recibir órdenes de Estados Unidos? No, porque no
es un espacio de debate entre iguales, no hay un diálogo respetuoso de la
soberanía, de aceptación de la igualdad entre naciones independiente de su
dimensión geográfica, su población o su potencial económico, mucho menos de la
tolerancia hacia aquellos países que han elegido libremente su destino político
y su forma de gobernarse.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
El
problema de fondo no es qué haga hoy o mañana la OEA con éste u otro secretario
general, quien finalmente tiene que hacer lo que Estados Unidos dice si quiere
mantener su cargo. Como recordó la Canciller venezolana Delcy Rodríguez, el 60%
de los recursos de funcionamiento de la OEA provienen de Estados Unidos. Hace
unos años, cuando la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura (Unesco) tomó medidas favorables al desarrollo cultural de
los países del mundo subdesarrollado y en particular de Palestina, Estados
Unidos y Gran Bretaña amenazaron con retirarse y lo hicieron, ejerciendo un
vulgar chantaje contra el mundo. Hace unos años cuando América Latina y el
Caribe en su mayoría tenía gobiernos autónomos de Washington, la potencia del
norte apostó –como ya es tradicional- a la coacción y la imposición para
sostener una organización que lucía desfalleciente y mustia. Actuaba a partir
de sus principios de la política exterior: la presión, la imposición, la
amenaza, la intimidación y la coerción y, cuando todo eso falla, la violencia,
la invasión, el asesinato de dirigentes y la promoción de golpes de Estado
militares o civiles.
En
aquel momento, los líderes latinoamericanos no tuvieron capacidad o no se
propusieron firmar el certificado de defunción de la OEA y la bestia ha vuelto
por sus fueros con un secretario general que acorde a su vida y a su historia
oportunista y reaccionaria ha vendido su alma al diablo. Pero, el real problema
de fondo, la verdadera pregunta que hay que hacerse es ¿qué hacemos todavía en
la OEA?, mancillando la memoria del Libertador que en fecha tan temprana como
1824 visualizó las desgracias que sobrevendrían a la región bajo las ideas
panamericanas y monroistas. Un país que se dice bolivariano y que incluso se
llama República Bolivariana, no debería pertenecer a la OEA por principios. Es
un contrasentido difícil de entender y mucho más difícil de explicar.
No
obstante, se emprendió por primera vez la colosal tarea de construir instancias
regionales bajo el alero del pensamiento del Libertador como UNASUR y CELAC,
jamás se visualizó que su concreción manifestaba de forma inédita la
estructuración del pensamiento bolivariano en materia de integración. Pareciera
que no se ha entendido que bolivarianismo y monroísmo son paradigmas
excluyentes. En el caso de Venezuela, asumir las ideas del Libertador tiene que
ver con nuestra identidad, tiene que ver con la forma con la que nos miramos y
nos debe mirar el mundo para portar con orgullo el nombre que nos dimos en la
Constitución de 1999.
Al
hablar de este tema, me estoy refiriendo exclusivamente a la manera como
debemos conceptualizar la integración latinoamericana y caribeña bajo los
preceptos de Bolívar y de Martí que completó el paradigma al construir la idea
de Nuestra América que incorporaba a las naciones hermanas del Caribe. El
antagonismo conceptual no dice relación con los vínculos que debemos tener con
Estados Unidos, los cuales deben sustentarse en el derecho internacional, en el
respeto a la soberanía y la no injerencia en los asuntos internos. Pero, una
cosa es tener buenas relaciones con Estados Unidos y otra, formar parte de una
organización que hegemoniza, y en la que se impone, amenaza y chantajea como ha
quedado de manifiesto en la reciente reunión de la OEA., lo cual ha sido
denunciado por El Salvador, Haití y República Dominicana.
Me
pregunto, ¿sirve la OEA para algo más que para recibir órdenes de Estados
Unidos? No, porque no es un espacio de debate entre iguales, no hay un diálogo
respetuoso de la soberanía, de aceptación de la igualdad entre naciones
independiente de su dimensión geográfica, su población o su potencial
económico, mucho menos de la tolerancia hacia aquellos países que han elegido
libremente su destino político y su forma de gobernarse. Acaso alguien ha
cuestionado alguna vez que Canadá todavía en el siglo XXI, siga teniendo como
Jefe de Estado a la reina de Inglaterra, o que en Estados Unidos se puede ser
presidente aunque el ganador en los comicios sea el que obtuvo menos votos, o
que Chile siga teniendo una Constitución impuesta por una dictadura cuando los
registros electorales estaban cerrados. Nadie lo ha hecho y nadie lo puede
hacer, aunque los tres casos sean testimonio de la transgresión de las más
elementales normas democráticas, que dicen que los jefes de Estado deben ser
elegidos, ungidos por la mayoría y que cada pueblo debe decidir libremente los
principios políticos que regulan su vida. Así, de la misma manera debe ser
respetada la decisión popular para que el sistema funcione acorde el
ordenamiento político que se ha dado y para que los pueblos no tengan que vivir
pensado que si su modelo no es del agrado de Estados Unidos es susceptible de
ser invadido, amenazado o bloqueado.
En la
OEA, subsiste una relación asimétrica entre un polo de poder y una periferia de
países que en algunas ocasiones han tenido gobiernos libres que han plantado
cara a la potencia, pero que las más de las veces no ha sido sino el estrado en
el que oligarquías nauseabundas cual gusanos, se arrastran en procura de las
heces fecales que depone el amo tras los festines de perversión, guerra y
degeneración capitalista.
Por
ejemplo, ¿acaso piensa Peña Nieto que su burda subordinación a las huestes
imperiales lo librará de seguir siendo el receptor de cuánta humillación se le
ocurre al dueño de la Casa Blanca? ¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca
de este cómplice de la desaparición de cientos de ciudadanos! ¡Qué pena da México, cuando Peña Nieto exige
democracia en Venezuela sabiéndose que es presidente gracias a unas elecciones
fraudulentas! ¿De cuál democracia habla Peña Nieto?... ¿la de la impunidad, la
de la corrupción de él y de su familia, la que tiene un presidente elegido por
Televisa, la del show permanente para ocultar sus desmanes, la de las prácticas
neoliberales que han incrementado los niveles de pobreza del noble pueblo
mexicano, la del represor de los pueblos indígenas, jóvenes y maestros, la del
ridículo a quien Trump dejó plantado mientras intentaba lamerle los pies, la de
los decenas de periodistas asesinados sin que haya culpables, la de las miles
de víctimas de feminicidio? Y no contento con eso, se arrastra y se deja avasallar
por Estados Unidos mientras el pueblo mexicano enhiesto, manifiesta su repudio
por tan artera actitud. Ni siquiera los presidentes del PAN, furibundos
enemigos de Venezuela, se atrevieron a tanto para satisfacer al amo imperial.
México seguirá siendo el país hermano que siempre fue y que siempre ha sido y
cuando dentro de un año y medio, Peña Nieto sea un repulsivo cadáver político,
nadie se va a acordar de él, solo será reconocido como un desagradable
accidente de la extraordinaria historia del país de mayas y aztecas.
México
volverá a ser como siempre el hermano mayor, el de la primera revolución a
favor de los campesinos en nuestro continente, el de Villa y Zapata, el del
general Lázaro Cárdenas, el que nos legó la Constitución de 1917. México volverá
a ser el que convocó el Congreso integracionista de Tacubaya que debió dar
continuidad al de Panamá de 1826 y el que realizó la Cumbre de la Riviera Maya
en febrero de 2010 sentando las bases para el surgimiento de la CELAC en
Caracas un año después.
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