Quienes éramos niños pero ya nos
sentíamos protagonistas de la década más violenta y decisiva de nuestra
historia como fue la de los años 40 del siglo pasado, no podemos sino compararla
con la que hoy vivimos ya finalizando la segunda década del siglo XXI, por
la trascendencia histórica que revisten
las decisiones políticas que hoy nos vemos abocados a tomar y que marcarán la
suerte de las actuales y futuras generaciones.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para
Con Nuestra América
No hay duda de que estamos ante una
encrucijada histórica, pero para cuya comprensión cabal se requiere echar una
mirada al entorno regional, dado el papel relevante de nuestro pequeño país en
el panorama de la geopolítica mundial. Estamos en el Mar Caribe,
definido desde los tiempos de Teddy Roosevelt como traspatio del imperio más
poderoso militar y económicamente de la historia. Por lo que lo que pase en el
Norte de nuestras fronteras, sobre todo en los países que mayor influencia han
tenido en nuestra vida política como son Los Estados Unidos y México,
marcan en gran medida la cancha dentro
de la cual se juega el partido de nuestra vida política nacional. Los Estados
Unidos viven su mayor crisis desde la Guerra de Secesión (1860-65); México ve
desmoronarse el Estado Nación que construyó luego de su cruenta Guerra Civil
(Revolución). Ambos países se ven afectados hoy por un proceso de
descomposición en su unidad nacional (Estados Unidos) y como estado fallido
(Méjico). Costa Rica sufre las
calenturas de esa neumonía que afecta a sus gigantes vecinos, debido a la
dependencia comercial y a la influencia cultural ante esos países en razón de la decisión
nacional de abrirse a los mercados mundiales. Nuestra dependencia con el
mercado norteamericano se selló con el cuestionado TLC y el consumo de drogas,
que nos ha convertido en un camino ineludible entre los carteles de Colombia y
México; lo cual está llenando de sangre y dolor a nuestro hasta no hace mucho
apacible país.
Bajo la ideología del neoliberalismo,
impuesto por Oscar Arias en su primer gobierno (1986-1990), Costa Rica ha visto
deteriorarse su Estado social de derecho y destruido el pacto social y político
luego de la Guerra Civil de 1948 y sellado por la Constitución de 1949. Este
pacto profundizó las reformas sociales
de 1943. El precio que ha tenido que pagar Costa Rica por convertirse con Rodrigo Carazo en la
retaguardia estratégica de la guerra civil que azotó a Centro América, fue
ceder ante las imposiciones de organismos financieros internacionales, con lo
que se incrementó la brecha social que hoy ha polarizado peligrosamente a
nuestro pueblo y ha deteriorado los servicios que, por norma constitucional,
debe suministrar el Estado a los
sectores populares y de clase media en el campo de la salud, la
educación pública y la seguridad ciudadana. Esos logros, que han hecho de
nuestro país un objeto de admiración y un ejemplo a seguir en todo el
subcontinente, se han visto sistemáticamente deteriorados desde que los Arias
asumieron el liderazgo del movimiento político más longevo y poderoso que ha
tenido Costa Rica en su historia, como ha sido el Partido Liberación Nacional.
Bajo la presión imperial del Norte, el partido Liberación debió compartir el
poder con el partido antagónico y tradicionalmente representativo del conservadurismo tico y en el que se
refugió un calderonismo militar y
políticamente derrotado. El bipartidismo
fue la expresión pseudodemocrática de no pocos países de América Latina durante
la segunda mitad del siglo XX, época que duró en el mundo la Guerra Fría.
En la actualidad Occidente se debate en una crisis que tiene
visos de enfermedad terminal. Las ideologías han venido a menos; la tendencia
hacia una nueva guerra fría que podría convertirse en la antesala de una guerra
de alcance planetario, se agiganta con las imprevisibles y brutales decisiones
del actual inquilino de la Casa Blanca, que mantienen al mundo entero al borde de una catástrofe. Las ideologías
antagónicas durante la Guerra Fría han
sido reemplazadas, al menos parcialmente, por corrientes fundamentalistas de
inspiración religiosa, que ya han causado, según datos de Naciones Unidas, al
menos ocho guerras de religión en los
más dispares puntos del planeta luego del fin de la Unión Soviética.
Todo lo anterior ha tenido insospechadas
consecuencias en la política nacional. La descomposición de los partidos
tradicionales ha hecho que anden locamente desesperados por obtener posiciones
de mando en el gobierno que suponen asumirá próximamente. Mientras tanto, el país sufre los dolores del
parto de una nueva época. Los movimientos de raíz popular y los de clase media
han sufrido una dura derrota electoral, pero han reaccionado pronto y se
alistan para dar la pelea. Ha surgido una nueva generación de políticos, como
lo muestra el hecho de que los dos candidatos ganadores no superan los 40 años;
tampoco provienen de la alta burguesía,
no son ni abogados ni economistas como solía suceder, sino que son
profesionalmente periodistas, con lo que están demostrando la repercusión de la
revolución tecnológica en la comunicación en lo que atañe al campo de la
política. Pero esto no es más que apariencia; el poder real sigue en manos del
sector más conservador, que ejerce su pode por medio de los equipos económicos
de ambos candidatos, a través de las cámaras patronales y de los medios
comerciales de comunicación, que cumplen la función de partidos políticos. Como reacción a la crisis estructural que
afecta al capitalismo mundial, el nuestro busca mantener su ancestral hegemonía
refugiándose en el más ramplón conservadurismo, siguiendo la consigna de que
hay que cambiar algo para que todo siga igual. En nuestra política se han
cambiado los rostros de los candidatos,
los colores de las banderas partidarias, pero en la realidad todo sigue igual.
Pero eso es tan solo una estrategia
dilatoria. El heraclíteo río de la historia no se detiene; nada ni nadie lo
detendrá; los cambios vendrán. De nuestra sabiduría depende que no se
conviertan en una tragedia. Para lograrlo, es indispensable que, más allá de las crisis
económicas y de los conflictos sociales, consecuencia de las políticas
neoliberales, los costarricenses seamos
capaces de construir un país más auténticamente democrático, basado en la
justicia social, el respeto a la diversidad cultural y amante de nuestra
biodiversidad. Lo cual presupone que se dé un nuevo sujeto histórico que sea
protagonista y portavoz de este nuevo ideal político. Lo anterior sólo se
logrará si los sectores marginados avanzan en conciencia y organización,
forjando un proyecto de nación capaz de insuflar dinamismo y esperanza a
quienes la han perdido o corren el riesgo de perderla. Para ello hay que
comenzar por derrotar el fundamentalismo religioso y toda forma de falso
cristianismo camuflado de ideología imperial. La hegemonía de Occidente está en crisis y, con ella, el cristianismo institucional como su
expresión legitimadora e ideológica.
En la historia de Costa Rica, la
Iglesia Católica ha jugado el papel de conciencia ética y
patriótica; lo ha ratificado haciéndose
presente en las encrucijadas más dramáticas que han marcado el rumbo histórico
del país. Tal es el caso del apoyo del Obispo Llorente y la Fuente al padre de
la Patria, el Presidente Juan Rafael Mora Porras, en la guerra patria de 1856;
o la beligerancia política del Arzobispo Víctor Manuel Sanabria Martínez, al
lado del líder comunista D. Manuel Mora Valverde, apoyando
la reforma social emprendida por el Presidente Rafael Angel Calderón
Guardia en 1943. Hoy los verdaderos cristianos, procedan de donde procedan,
deben denunciar al fundamentalismo sectario delirante que amenaza con hacernos
retroceder en nuestras conquistas democráticas. Hay que hacerse presente en esta hora dramática de nuestra historia,
porque Costa Rica está en su más grave encrucijada desde la década de los 40.
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