Esta guerra contra la
corrupción se equipara a la guerra librada contra las drogas (íntimamente
vinculadas a los intereses del sector público-privado de EEUU): más allá de los
protocolos y discursos políticamente correctos, apuntan a aniquilar sectores,
grupos, líderes y procesos que disputan con mayor o menor fuerza y/o éxito
alternativas al neoliberalismo.
Silvina M. Romano / ALAI
El problema de América
Latina es la corrupción, pero no la corrupción “a secas”, sino especialmente
aquella asociada a los gobiernos progresistas o posneoliberales[1].
Lo aseveran los think-tanks, los asesores de Instituciones Financieras
Internacionales (IFI) y voces expertas sobre lo que “sucede” en la región[2].
Lo advertía John F. Kelly, ex Comandante del Comando Sur de los EEUU y
hoy Jefe de Gabinete de Trump[3]. Aseguran que los gobiernos
progresistas se abusaron de los pobres para enriquecer a un puñado de
funcionarios de gobierno corruptos. Agrandaron el Estado y lo
repolitizaron, intervinieron en la economía y revalorizaron lo público, con el
único objetivo de “saquearlo” luego. Privilegiaron la utilización de
influencias y fondos públicos para beneficio personal y recurrieron a los
poderes del Estado para evitar la rendición de cuentas. Desde esta
perspectiva, los funcionarios y políticos involucrados en gobiernos
progresistas que exaltaron ese derrotero, son por definición corruptos y además
ineficientes. Son incapaces de manejar al Estado como a una empresa
privada, poniendo en riesgo el rumbo de la economía y (supuestamente) del
Estado en su totalidad[4]. Esta serie de argumentos son los que urden la
trama de un sentido común reproducido por las derechas y la prensa hegemónica
desde hace varios años y que ha contribuido al menos a dos fenómenos: el
primero y de corto-mediano plazo, es el de la “judicialización de la política”
desde arriba; el segundo es el de la despolitización de la política, el
desprecio por “lo público” y el prejuicio respecto de lo estatal como
ineficiente.
El hecho de que este
relato haya devenido en “sentido común”, de que haya calado profundo en la
opinión pública, no es fruto de una campaña mediática particular, o el
resultado “inminente” del retorno de gobiernos de derecha. Tampoco
obedece únicamente a factores coyunturales. Por el contrario, forma parte
de un proceso histórico que encuentra parte de sus raíces en el ajuste
estructural implementado en América Latina a partir de la década de los ’80 y
que tuvo como actores principales a las IFI y a las agencias bilaterales del
gobierno estadounidense. La “modernización” del Estado, que tenía por
objetivo una mayor eficacia y eficiencia para acabar con la corrupción y el
favoritismo, fue argumento clave para el adelgazamiento/desaparición y
desprestigio de lo público en virtud de lo privado. El Consenso de Washington
puede ser un ejemplo de sistematización de tales premisas como lineamientos
para la acción de gobiernos dedicados a procurar que el Estado se subsumiera a
las necesidades del sector privado. La empresarialización del Estado[5].
Las reformas judiciales
Uno de los sectores en
los que se intervino tempranamente para la “modernización del Estado” fue el
judicial. Tuvieron especial protagonismo los organismos de “asistencia
para el desarrollo” bilaterales y multilaterales, como la USAID y el BID.[6] Este
asesoramiento en la transformación de los aparatos judiciales constituye un
eslabón más en una cadena de relaciones dependientes y asimétricas establecidas
por la dinámica y normativas inscritas en la asistencia para el desarrollo (al
menos desde la Guerra Fría hasta la actualidad)[7]. El objetivo era lograr la “buena
gobernanza” por medio de una reorganización del Estado, ajustando las leyes e
instituciones a las normativas internacionales que permitieran el flujo de
inversión extranjera directa y el acceso a mercados “sanos”. Debía
garantizarse un “buen funcionamiento” de las instituciones para garantizar el
desarrollo[8].
Guatemala fue uno de los
mayores receptores de asistencia para la reforma judicial, tras la firma de los
Acuerdos de Paz. Fluyeron asesores, recursos para infraestructura e
informática y el “know how” de la experiencia en países centrales,
particularmente en EEUU[9]. El resultado fue una reforma
superficial, en el plano de lo técnico, con una fuerte dependencia de la
asesoría y fondos provenientes del extranjero. Los avances a partir de la
creación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (desde
el juicio al dictador Ríos Montt hasta el Caso la Línea)[10] se ven limitados por estar
enmarcados en un Estado que en términos generales representa los intereses de
una minoría privilegiada (tanto la vieja oligarquía como los nuevos
empresarios) asociada directa o indirectamente a un Estado contrainsurgente y
genocida. Un Estado ausente en materia de bienestar socio-económico para
las mayorías, que nunca fue refundado[11]. Un Estado que, desde 1954 hasta la
actualidad, sigue dependiendo de los lineamientos, recomendaciones y
financiamiento del sector público-privado estadounidense y las agencias de
asistencia para el desarrollo de otros países centrales. Guatemala es un
país condenado por la opinión pública internacional debido a la corrupción y la
violencia, pero de ningún modo se lo coloca como el peor caso. Por el
contrario, la corrupción es particularmente “grave” en aquellos Estados donde
hubo o están vigentes procesos de cambio de la mano de gobiernos
posneoliberales, notándose una mayor presión local e internacional para una
judicialización de la política desde arriba.
Un caso clave es el de
Bolivia, país que recibió un importante flujo de asistencia de la USAID en los
’80 y ’90, entre otros rubros, para la reforma judicial. Estos fondos
tendieron a beneficiar a gobiernos y sectores altamente corruptos y que
trabajaron sistemáticamente en desmedro del bienestar de las mayorías[12].
Con la llegada del MAS y la refundación del Estado, se llevaron a cabo reformas
estructurales, incluida la democratización del aparato judicial: es el único
país de América Latina donde los representantes judiciales son elegidos en las
urnas. Sin embargo, sigue fluyendo asistencia, en particular proveniente
de la National Endowment for Democracy (NED) en el rubro de “reforma jurídica”
a través de fundaciones[13].
Una de las últimas
campañas desatadas contra el MAS, previa al referéndum de febrero de 2015, se
centró en la difamación y desmoralización del gobierno de turno por “corrupción
y tráfico de influencias”, sin pruebas fehacientes. Sin proceso legal
adecuado, se manufacturó el “caso Zapata”. La red de intereses tejida
entre la prensa local, fundaciones, think tanks y voces expertas hicieron
campaña destacando la corrupción como principal atributo del gobierno de
MAS. Luego del debido proceso judicial, se mostró que las acusaciones al
presidente y ministros de gobierno eran falsas, pero el Caso Zapata influyó
para que buena parte de la ciudadanía se inclinara por el NO al momento del
referendum[14].
Se desvió la batalla política al campo judicial.
Brasil es sin dudas el
paradigma de la judicialización de la política desde arriba, como parte de una
campaña mediática, política y empresarial orientada (aparentemente) a combatir
la corrupción, pero que tiene por objetivo destruir la imagen del Partido de
los Trabajadores y “expulsar de la política” a sus principales líderes. El
impeachment a Dilma Rousseff muestra el modo en que opera un aparato
judicial intervenido desde fuera. El Juez Moro, líder del Lava Jato, fue
uno de los “mejores alumnos” de los cursos de capacitación realizados por el
Departamento de Justicia estadounidense para funcionarios judiciales
latinoamericanos en el 2009, en el marco del “programa Puentes”[15].
Técnicas de recolección de información como la “delación premiada”, así como el
espionaje (intervención de líneas telefónicas, mails, etc.) a funcionarios
públicos o burós privados de abogados, parecen formar parte del know how
adoptado. El juicio a Lula da Silva es otra muestra: considerando el modo
en que “apresuraron” su expediente frente a otros casos, la ausencia de pruebas
y la campaña mediática que lo cubrió[16], da cuenta del modo en que EEUU y las
derechas de América Latina están recurriendo a la “justicia” como arma para una
guerra librada contra la política de gobiernos y procesos progresistas.
Es “lawfare”, la guerra jurídica[17].
“Lucha contra la
corrupción”
Esta guerra contra la
corrupción se equipara a la guerra librada contra las drogas (íntimamente
vinculadas a los intereses del sector público-privado de EEUU): más allá de los
protocolos y discursos políticamente correctos, apuntan a aniquilar sectores,
grupos, líderes y procesos que disputan con mayor o menor fuerza y/o éxito
alternativas al neoliberalismo (por ejemplo: que obstaculizan el flujo de
combustibles y materiales estratégicos, que amenazan el acceso a mercados y la
rentabilidad de las inversiones). Para ello, se presenta como objetivo de
mediano-largo plazo la anulación de lo político, la despolitización del Estado,
evitar ante todo su intervención en la economía, lograr que devenga en un ente
técnico subsumido a las reglas del mercado. Se promueve que sea dirigido
por tecnócratas o empresarios capaces de vaciarlo de soberanía, apartarlo de la
causa de las mayorías. Hacerlo más eficiente para el sector
privado.
Este es el objetivo de la
“lucha contra la corrupción” librada desde los medios hegemónicos, think-tanks,
fundaciones y gobiernos como el de EEUU, que exportan un modelo de democracia y
gobernabilidad que nada tiene que ver con la inclusión política, económica,
cultural y social de mayorías históricamente postergadas. Es la
democracia de una “clase media” (imposible de ser definida) cuya única causa
sería la de “instituciones transparentes”, “índices de violencia cero” y
“cárcel para todos los corruptos, para todos los políticos”. La
democracia de una sociedad que (aparentemente) desea ser gobernada por
empresarios y tecnócratas que no tengan “nada que ver” con la política.
Así, en los discursos contra la corrupción, la “delincuencia” y “los
criminales”, se va reforzando la urdimbre de la ideología dominante, alimentada
por la “frustración” generada por gobiernos que (aparentemente) traicionaron a
sus pueblos. Unido a este relato, resurge con fuerza el neoliberalismo,
un camino que ya hemos transitado en América Latina, que garantiza la salud de
los mercados y la profundización de la miseria, injusticia y violencia ¿y quién
se atrevería a afirmar que ese rumbo (¡ya transitado!) está exento de
corrupción?
Silvina M. Romano es Dra. en
Ciencia Política. Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas en el Instituto de Estudios de América Latina y el
Caribe, Universidad de Buenos Aires.
Artículo publicado en la Revista de ALAI América Latina en Movimiento
531, marzo 2018 La corrupción: Más allá de la moralina
[1] IMF blog: http://bit.ly/2lbvsfe
[2] The Economist: http://econ.st/2CFixsX
[4] En informe reciente, asesores del FMI advierten que en los gobiernos
donde ha habido un giro a la derecha, la economía ha retomado el rumbo
“correcto” http://bit.ly/2BD06YV
[5] Estado & Comunes: http://bit.ly/2EN4HKP
[6] Global Studies Law: http://bit.ly/2GH44if
[7] UNAM: http://bit.ly/2oouBud
[9] Wilson Center: http://bit.ly/2FqbreL
[10] Ver: FIDH - http://bit.ly/1u1TQiP;
CICIG - http://bit.ly/2cbQ6Wd
[11] Ver por ejemplo el vínculo entre elites y “crimen organizado” – InSight
Crime: http://bit.ly/2F2KX5d
[12] Tellería, Loreta y González, Reina (2015). Hegemonía
territorial fallida. Estrategias de control y dominación de Estados
Unidos en Bolivia: 1985-2012. La Paz: Centro de Investigaciones
Sociales, Vicepresidencia del Estado, Presidencia de la Asamblea
Legislativa Plurinacional de Bolivia
[16] Sotelo Felipe, M. (2018) “Lawfare, this crime call
justice”.EnProner, C., Citadino, G., Ricobom, G. y Domelles, J. Commentson
a notoriousveredict. The Trial of Lula. CLACSO: http://bit.ly/2EOAzPm
[17] CELAG: http://bit.ly/2onhxVM
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