Si pretendemos no discriminar,
más que insistir -por ejemplo- en el género de los adjetivos que usamos
("contentos y contentas", "todos y todas"), debemos partir
de ver y hacer ver por qué hay discriminación, qué relación de poderes se juega
ahí y, en todo caso, qué acciones se deben tomar para acabar con ese
desbalance.
Desde Ciudad de Guatemala
Como acertadamente lo dice
Edilberto Aldán, hoy "un fantasma recorre nuestro diario convivir, el
fantasma del lenguaje políticamente correcto".
Aunque no esté muy claro -o en
absoluto claro- en qué consiste esta "corrección", existe un consenso
generalizado respecto a que debemos practicarla, que debemos ser
"políticamente correctos".
Empujados por esta tendencia,
entonces, no podemos decir "negros" sino "gente de
color"; siempre hay que hacer la referencia explícita de género y no
olvidar nunca decir "bienvenidos y bienvenidas", "los
y las presentes", o utilizar esa jerigonza de "los y las
niñ@s" o "los y las niñXs". En esa línea,
también, no se debe decir "discapacitados" sino "gente
con capacidades especiales", hay que decir "homosexuales" y
jamás mencionar "maricones"; se debe usar "tercera
edad" en vez de "ancianos" -ni pensar
en decir "viejos"-, referirse a los ciegos como "no
videntes" y se debe evitar usar la palabra "gordo" reemplazándola
por "persona con problemas de alimentación". De igual
modo, es políticamente correcto hablar de "pueblos originarios" en
vez de "indios", o de "trabajadoras del
sexo" en vez de "prostitutas" -por
supuesto decir "putas" es sacrílego-. Nunca se ha
escuchado insultar a nadie diciendo "¡hijo de sexoservidora!",
pero eso sería lo correcto. La palabra "sirvienta" debe
ser sustituida por "colaboradora doméstica", y nunca
decir "ex borracho" sino "alcohólico
recuperado". Y hay que desechar el ofensivo "travesti" por "transexual".
La intención que mueve toda esta
práctica sin dudas es loable; anida ahí el intento de poner en evidencia
situaciones de exclusión, de discriminación, de flagrante injusticia, y su
visibilización -al menos en el ámbito del lenguaje- es ya un primer paso para
luchar por su erradicación. Tener un lenguaje políticamente correcto sería,
siguiendo esta lógica, una manera de comenzar a luchar por un cambio. Ahora
bien: ¿cambian efectivamente las cosas por un cambio en su designación?
Esto lleva a cuestionarnos,
entonces, qué es la corrección política. ¿Es una manera cortés de decir las
cosas? ¿Es una buena forma socialmente aceptada de presentar los hechos, con
diplomacia, con tacto? ¿Es una actitud de ecuanimidad, de equidistancia para
con todos? ¿Es un real intento de transformación de las injusticias?
Insistimos: puede ser un primer
paso para sacar a luz ciertos problemas, para ponerlos a debate. Pero hay que
tener cuidado de no caer en un puro ejercicio cosmético, en definitiva
gatopardismo funcional al statu quo.
Por cierto que el lenguaje
políticamente correcto tiene sus raíces en posiciones de izquierda, pero el
discurso conservador puede también apropiarse de él con intereses de
maquillaje. Lo importante a cambiar, además del lenguaje, fundamentalmente son
las actitudes de base para con los fenómenos en cuestión, y las relaciones de
poder reales que los enmarcan, en muchos casos trasuntadas en políticas
públicas. Por el hecho de decir "pueblos originarios", ¿cambian
efectivamente las relaciones sociales que marginan a los "inditos", a
los "pinches indios", a los históricamente excluidos? ¿Mejoran su situación
social las mujeres que ejercen la prostitución al ser llamadas
"sexoservidoras"? ¿Cómo y en qué mejoran? Cambiar "patria"
por "matria" o "fraternidad" por "sororidad",
¿equipara la situación de mujeres y varones logrando la real equidad de géneros,
o nos puede conducir a atolladeros cuestionables?
Esta invasión de corrección
política que vamos viviendo intenta comenzar a remediar una situación
ancestral, pero también comporta el riesgo de crear un nuevo maniqueísmo
-injusto y absurdo como todos- donde lo correcto (como siempre: de difícil
definición, y por supuesto de mi lado) está en concordancia con el bien, y lo
incorrecto políticamente (detentado, desde ya, por los otros) representa el
mal. "El infierno son los otros", decía sarcásticamente
Jean Paul Sartre.
Como todas las formalidades,
también la corrección política afronta el peligro de terminar siendo un gesto
vacío, y para el caso que nos toca, peligroso. Peligroso, en cuanto puede
ayudar a dar la sensación que ha cambiado la esencia de un problema, siendo que
en realidad sólo cambió su nominación. La situación de las mujeres en el mundo
sigue siendo de fenomenal diferencia con respecto a la de los varones, por
ejemplo, aunque machaconamente pongamos la marca de género en cada palabra; claro
que ese cambio de lenguaje puede implicar un cambio de actitud, pero también
puede servir sólo para barnizar la realidad.
Las declaraciones políticas, las
pomposas presentaciones de Naciones Unidas o lo que pueda expresar el
diplomático de una potencia es siempre "políticamente correcto", pero
ello no significa que sea cierto. La política -arte de gobernar, de dirigir, de
moverse en la polis- difícilmente pueda ser correcta; el ejercicio
del poder es eso: puesta en acto de una diferencia de poderíos, de fuerzas
asimétricas. ¿Cómo, entonces, pretender corrección en algo que casi por
definición no va de la mano, o incluso rehúye a la idea de lo correcto? ¿Ser
políticamente correcto es no ser ofensivo? El discurso diplomático también lo
es, por cierto. ¿Es eso lo que buscamos?
Téngase en cuenta que mucho, por
no decir todo, lo que hoy es reivindicado como discurso "políticamente
correcto", curiosamente viene impulsado por los grandes factores de poder
que dominan el mundo. Todo el campo de las ONG’s y sus agencias donantes, así
como los organismos crediticios internacionales (FMI, Banco Mundial, BID) se
empeñan esmeradamente en mantener ese discurso de presunta corrección,
financiando los esfuerzos que se enfilan por allí. Curioso, ¿verdad?
Si pretendemos no discriminar,
más que insistir -por ejemplo- en el género de los adjetivos que usamos
("contentos y contentas", "todos y todas"), debemos partir
de ver y hacer ver por qué hay discriminación, qué relación de poderes se juega
ahí y, en todo caso, qué acciones se deben tomar para acabar con ese
desbalance. El uso, o si se prefiere: el abuso, del lenguaje políticamente
correcto, puede recordarnos aquel dicho: "de lo sublime a lo ridículo sólo
hay un paso" pues, como sucedió en alguna oficina ante el robo continuado
de materiales de trabajo (papeles, lápices, etc.), alguien muy molesto
escribió: "¡no seamos cacos, por favor!", ante lo cual, por ¿equidad
de género?, alguna mano anónima agregó: "¡ni cacas!"
Si el enemigo de clase, si la
clase dominante, si quienes siguen explotando y diezmando a la clase
trabajadora internacional (sean varones o mujeres, blancos o negros,
heterosexuales u homosexuales, o LGTBIQ) se esfuerza tanto en mantener esa
"corrección" ("¡pongan “equidad de género” por todas
partes", nos exigía un funcionario de Naciones Unidas a los técnicos que
estábamos preparando un proyecto de desarrollo, "si no, el financista no
suelta los dólares"!"), eso debería llamarnos la atención.
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