Las elecciones en que
estamos todavía sumergidos, dan la impresión de ser un tanto contradictorias, pues no sería
extraño que quien ganó, aunque en forma muy minoritaria, en la primera vuelta,
pierda en la segunda y, con ello, pierda igualmente la presidencia de la
República. Pero cualquiera que gane la presidencia siempre tendrá que contar
con el hecho inexorable de que dispone del apoyo de un partido que carece de mayoría en el
Parlamento.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Ya se va haciendo
costumbre en los ciclos en que nuestro pueblo acostumbra llevar a cabo su
quehacer político, y que consiste en dividir la campaña electoral en dos fases:
en la primera elige a los miembros del parlamento siguiendo sus simpatías partidarias; pero en
la segunda escoge a quien quiere que sea el nuevo Presidente de la República, trascendiendo en muchos
casos las simpatías partidarias. En otras palabras, para elegir diputados el
ciudadano lo hace pensando en el partido político de sus simpatías; pero para
elegir presidente en muchos casos lo hace pensando en votar en contra del
candidato que no goza de ninguna simpatía de parte suya.
Este comportamiento de
un amplio porcentaje de costarricenses tiene como consecuencia práctica que se
dé un reforzamiento del poder del Parlamento y de los partidos allí
representados, pero en detrimento del
tradicional poder del Ejecutivo, pues
muchos de los que eligen al presidente
en la segunda vuelta no votaron por él
en la primera. Por lo que el
presidente debe gobernar, en esos casos
que ya se van haciendo rutina en nuestra vida política, contando con un apoyo
minoritario. Un gobierno de minoría sólo puede ejercer el poder si se impone,
como tarea prioritaria, procurar alianzas
con otras fuerzas políticas, sociales o económicas, sean estas
alianzas estratégicas, sean tácticas o
coyunturales, en función de un orden prioritario de políticas.
Las elecciones en que
estamos todavía sumergidos, dan la impresión de ser un tanto contradictorias, pues no sería
extraño que quien ganó, aunque en forma muy minoritaria, en la primera vuelta,
pierda en la segunda y, con ello, pierda igualmente la presidencia de la
República. Pero cualquiera que gane la presidencia siempre tendrá que contar
con el hecho inexorable de que dispone del apoyo de un partido que carece de mayoría en el
Parlamento, y, en no pocas ocasiones, también en la calle, en las cámaras
patronales y, especialmente, en los
medios de comunicación pues éstos están conscientes de que las noticias
negativas venden más que las positivas. Por lo que la clase política y, sobre
todo, el inquilino de Zapote, debe siempre conquistarse una opinión
pública no siempre receptiva. De ahí la
impresión de que siempre estamos en campaña electoral. Lo acecido con los dos
últimos presidentes es más que aleccionador; en el 2010 no ganó Liberación como
partido sino su candidata a la presidencia, Doña Laura Chichilla; en el 2014 no
ganó el PAC sino Luis Guillermo Solís. En el parlamente se vio reflejado lo que
acabo de decir.
Para evitar esa
paradoja, por no decir contradicción, se han levantado voces sugiriendo
que hay que imitar a la Francia actual, que tiene las elecciones
parlamentarias después de las presidenciales, porque se supone que el
electorado estará más proclive a dotar
al nuevo ejecutivo de una mayoría en el Parlamento que le permita llevar a cabo su programa de
gobierno y, con ello, sus promesas de campaña. Se les olvida a quienes proponen
esto, sin duda con la mejor
intención cual es la de hacer más
expedito el ejercicio del poder en una república democrática, que eso es
posible en Francia porque en ese país
rige una un régimen semiparlamentario. Pienso
que precisamente eso es lo que hay que hacer en Costa Rica: hacer una reforma a
la actual Constitución para que deje el centralismo vertical y
presidencialista, vigente en nuestro país desde la promulgación de la
Constitución de 1871, decretada autoritariamente por el no menos autoritario
presidente General Tomás Guardia Gutiérrez; lo cual no fue más que la
consecuencia constitucional del hecho de que la Guerra de la Liga (1835) fue ganada - ¡dichosamente!- por otro
gobierno no menos autoritario como fue el de
Don Braulio Carrillo, que hizo que San José se convirtiera en el agujero
negro de una Costa Rica que recién daba
sus primeros pasos como nación soberana. La Constitución de 1949, actualmente
vigente, no logró cambiar esa concepción
de Estado nacional como un estado mesetacentralista hasta los tuétanos. Esta
concepción tenía sentido en una Costa Rica semidespoblada, pues en 1948 no
pasaba de 800 mil habitantes; San José mismo no llegó a los 100 mil habitantes
sino en 1958.
Hoy Costa Rica tiene
cerca de 5 millones de habitantes y San José 700 mil. Si queremos que el Estado
funciones mínimamente y que sea eficiente en los servicios que
constitucionalmente debe prestar a la ciudadanía que es la que paga los
impuestos, se debe descentralizarlo en el poder y desconcentrarlo en sus funciones. Para lograrlo, hay que
suprimir las provincias y crear en su lugar regiones, volver a establecer a los
gobernadores que representen el poder ejecutivo en cada región. Pero los
gobernadores deben ser elegidos independientemente de las elecciones generales,
por lo que deben ser elegidos en medio
período junto con la elección de alcaldes y munícipes. Se debe dotar a las
regiones de un parlamento local compuesto por dos munícipes elegidos en cada cantón, con lo que
no se aumenta la burocracia. Cada región debe disponer de un presupuesto
propio, a fin de que planifique los recursos humanos, sociales, económicos y
culturales de su región, todo en coordinación con el gobierno central. Los
costarricenses no deben seguir ligados a una Meseta Central cada día más
atiborrada de gente y que es recorrida por los dos ríos más contaminados de Centro América. Costa
Rica no es la Meseta Central solamente; eso es lo que han recordado a todo el
país las provincias costaneras en las últimas elecciones.
Ese grito debe ser
atendido por los nuevos parlamentarios nombrando una comisión que, debidamente
asesorada por un grupo de expertos que
entregue sus resultados en un período menor a dos años, a fin de que las
reformas constitucionales propuestas
puedan ser sometidas a los procedimientos que demanda la ley y convertirse en
normas constitucionales. Esas reformas tienen con objetivo crear una república
semiparlamentaria al estilo de la Francia posgaulista y convertirnos en una
república federal como es la Alemania posterior al Tercer Reich. La experiencia
en ambos casos ha mostrado que esa concepción consolida la democracia y los
valores republicanos. Franceses y alemanes han aprendido a convivir en paz y a
progresar económica y socialmente, después de dos siglos de guerras entre ellos.
Nosotros dichosamente no necesitamos derramar sangre para lograr tener una
convivencia civilizada gracias a una institucionalidad modernizada que nos
permita asumir con éxito los desafíos que nos depara este siglo. No esperemos
que se aclaren los nubarrones del día; soñemos con un nuevo amanecer de la
Patria. Eso sólo se podrá lograr si los partidos políticos tienen la madurez patriótica que
les posibilite concertar un nuevo pacto
político como nuestros antepasados lo hicieron en el Pacto de Concordia.
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