El crecimiento/desarrollo que busca la prosperidad supone entonces la
ampliación de las oportunidades de modelar la vida y definirle un destino. El
ser humano se descubre un ser utópico, es decir, un ser siempre en
construcción, habitado por un sinnúmero de potencialidades. Crear las
condiciones para que ellas puedan salir a la luz y sean implementadas es el
propósito del desarrollo humano como prosperidad.
Leonardo Boff
/ Servicios Koinonia
La crisis ecológico-social que se extiende por todos los países nos está
obligando a repensar el crecimiento y el desarrollo, como sucedió en la Río+20.
Sentimos empíricamente los límites de la Tierra. Los modelos hasta ahora
vigentes se muestran insostenibles.
Por esta razón, muchos analistas afirman: los países desarrollados deben
superar el fetiche del desarrollo/crecimiento sostenible a toda costa.
Ellos no lo necesitan porque han conseguido prácticamente todo lo necesario
para una vida decente y libre de necesidades. Por eso, en lugar de
crecimiento/desarrollo se impone una visión ecológico-social: la prosperidad
sin crecimiento (mejorar la calidad de vida, la educación, los bienes
intangibles). Por el contrario, los países pobres y emergentes necesitan prosperidad
con crecimiento. Ellos tienen urgencia de satisfacer las necesidades de sus
poblaciones empobrecidas (80% de la humanidad).
Ya no es sensato perseguir el propósito central del pensamiento
económico industrialista/consumista/capitalista que planteaba la pregunta: ¿cómo
ganar más?, y que suponía la dominación de la naturaleza en vista del
beneficio económico.
Ahora ante la realidad que ha cambiado, la pregunta es otra: ¿cómo
producir, viviendo en armonía con la naturaleza, con todos los seres vivos,
con los seres humanos y con el Trascendente?
En la respuesta a esta pregunta se decide si hay prosperidad sin
crecimiento para los países desarrollados y con crecimiento para los pobres y
emergentes.
Para comprender mejor esta ecuación es ilustrativo distinguir cuatro
tipos de capital: el natural, el material, el humano y el espiritual. En
la articulación de los cuatro se genera la prosperidad con o sin crecimiento.
El capital natural está formado por los bienes y servicios que la
naturaleza ofrece gratuitamente. El capital material es el producido por
el trabajo humano. Y aquí hay que considerar bajo qué condiciones de
explotación humana y de degradación de la naturaleza ha sido construido. El
capital humano está formado por la cultura, las artes, las visiones de
mundo, la cooperación, realidades pertenecientes a la esencia de la vida
humana. Aquí es importante reconocer que el capital material ha sometido
al capital humano a distorsiones pues también ha hecho mercancía de los bienes
culturales. Como denunció recientemente David Yanomami, chamán y cacique, en un
libro lanzado en Francia y titulado La caída del cielo: «vosotros,
blancos, sois el pueblo de la mercancía, el pueblo que no escucha la naturaleza
porque solo se interesa por beneficios económicos»(desinformemonos.org).
Lo mismo se debe decir del capital espiritual. Pertenece también
a la naturaleza del ser humano que se pregunta por el sentido de la vida y del
universo, lo que podemos esperar más allá de la muerte, los valores de
excelencia como el amor, la amistad, la compasión y la apertura al
Transcendente. Pero debido al predominio de lo material, lo espiritual
se encuentra anémico y todavía no puede mostrar toda su capacidad de
transformación y de creación de equilibrio y de sustentabilidad a la vida
humana, a la sociedad y a la naturaleza.
El desafío que se presenta hoy es: cómo pasar del capital material
al capital humano y espiritual. Lógicamente, lo humano y lo espiritual
no eximen del capital material. Necesitamos un cierto crecimiento
material para garantizar, con suficiencia y decencia, el sostenimiento material
de la vida.
Sin embargo, no podemos restringirnos a un crecimiento con prosperidad
porque éste no es un fin en sí mismo. Se ordena al desarrollo integral del ser
humano.
Modernamente, fue Amartya Sen, el indio y premio Nobel de economía de
1998, quien mejor nos ayudó a comprender lo que es el desarrollo humano, capaz
de ser sostenible y traer prosperidad. El título de su libro define ya la tesis
central: Desarrollo como libertad (Companhia das Letras 2001). El autor
se sitúa en el corazón del capital humano al definir el desarrollo como
«el proceso de expansión de las libertades sustantivas de las personas» (p.
336).
El brasilero Marcos Arruda, economista y educador, presentó también un
proyecto de educación transformadora a partir de la praxis y como ejercicio
democrático de todas las libertades (Educación para una economía del amor:
educación de la praxis y economía solidaria, Idéias e Letras 2009).
No se trata solamente de atender a la nutrición y la salud, condiciones
de base para cualquier prosperidad, lo decisivo reside en transformar al
ser humano. Para Amarthya Sen y para Arruda son fundamentales para eso la educación
y la democracia participativa. La educación no para ser secuestrada como un
artículo de mercado (profesionalización), sino como la forma de hacer surgir y
desarrollar las potencialidades y capacidades del ser humano, cuya «vocación
ontológica e histórica es ser más... lo que implica un superarse, un ir más
allá de sí mismo, un activar los potenciales latentes en su ser» (Arruda, Educación
para una economía del amor, p. 103).
El crecimiento/desarrollo que busca la prosperidad supone entonces la
ampliación de las oportunidades de modelar la vida y definirle un destino. El
ser humano se descubre un ser utópico, es decir, un ser siempre en
construcción, habitado por un sinnúmero de potencialidades. Crear las
condiciones para que ellas puedan salir a la luz y sean implementadas es el
propósito del desarrollo humano como prosperidad.
Se trata de humanizar lo humano. Al servicio de este propósito están los
valores ético-espirituales, las ciencias, las tecnologías y nuestros modos de
producción. La forma política más adecuada para propiciar el desarrollo humano
sostenible y próspero es, según Sen y Arruda, al lado de la educación, la democracia
participativa. Todos deben sentirse incluidos para, unidos, construir el
bien común.
Este capital humano y espiritual cuanto más se usa más crece, al
contrario del capital material que cuanto más se usa más disminuye. Tal vez sea
este el gran legado de la crisis actual.
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