Los enfrentamientos de Totonicapán son el
penúltimo ejemplo de un rosario de incidentes de acoso a los campesinos y a sus
líderes, a menudo relacionados con el fenómeno del acaparamiento de tierras.
Gonzalo
Fanjul / EL PAIS
(España)
Agradecemos el
envío de este texto a nuestro colaborador el Dr. Ricardo Melgar Bao, del
Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) de México.
Funeral de los indígenas asesinados en Totonicapán. |
El pasado 4 de Octubre un grupo de entre 15.000 y
20.000 campesinos indígenas guatemaltecos de la región conocida como los “48
Cantones de Totonicapán” tomaron cinco puntos de la carretera Interamericana,
cortando el tráfico en una protesta masiva contra el Gobierno de Otto Pérez
Molina. En uno de esos puntos –conocido como la Cumbre de Alaska- el ejército decidió
ignorar el compromiso del Gobierno de retirar las fuerzas de seguridad para
evitar enfrentamientos violentos (que sí cumplió la policía, de acuerdo al
informe de la ONU) y cargó contra los manifestantes lanzando gases lacrimógenos
y disparando fuego real. En la refriega murieron ocho campesinos y al menos
otras 46 personas resultaron heridas, entre ellas 13 miembros de las fuerzas de
seguridad. Tras un primer intento de desviar la atención hacia un supuesto
guardia de seguridad que disparó contra los manifestantes, el Gobierno ha
acabado reconociendo la responsabilidad de las fuerzas armadas en la matanza y
ya se han realizado las primeras detenciones.
Las protestas de Totonicapán eran la respuesta a una
serie de decisiones gubernamentales que perjudican de manera directa a las
comunidades indígenas e ignoran su derecho constitucional a ser consultadas. En
este caso, se trataba de un subida injustificada de las tarifas eléctricas, la
limitación de los servicios educativos en zonas rurales y otras reformas
legales realizadas de espaldas a una comunidad que padece un desprecio atávico
por parte del Estado. La práctica totalidad del casi medio millón de habitantes
de Totonicapán son indígenas mayas que sufren niveles de pobreza extrema
cercanos al 50% de los habitantes. El analfabetismo y la desnutrición se ceban
con esta región que, sin embargo, muestra niveles de violencia seis veces más
bajos que los del resto de Guatemala.
Será difícil que esta matanza ayude a calmar la
tensión que vive un país en el que las comunidades campesinas ven cómo todo
cambia para que todo siga igual. Los gobiernos militares, la injerencia
estadounidense y los cultivos de exportación han sido sustituidos por gobiernos
democráticos, acuerdos de libre comercio y producción de biomasa para
carburantes. Pero el 80% de la tierra sigue concentrada en manos del 8% de los
terratenientes, una oligarquía que transita entre sus empresas y el gobierno en
un rentable juego de puertas giratorias.
Los enfrentamientos de Totonicapán son el penúltimo
ejemplo de un rosario de incidentes de acoso a los campesinos y a sus líderes,
a menudo relacionados con el fenómeno del acaparamiento de tierras. Una pieza
reciente del diario británico The
Guardian destacaba el caso de las empresas productoras de aceite de palma
en la región del Petén. Esta producción -que alimenta los vehículos que Europa
conduce- ha devorado decenas de miles de hectáreas de la mano de tres compañías
nacionales y una estadounidense. Con engaños y amenazas, en municipios como
Sayaxché las familias campesinas han saldado a las empresas hasta un 50% de
todas las tierras productivas. Las promesas de un “empleo para toda la vida” en
las plantaciones se convierten pronto en explotación y más tarde en expulsión.
Y eso ayuda a entender Totonicapán, Petén, Polochic y tantos otros.
Preguntado sobre la matanza más reciente, el
Ministro de Exteriores guatemalteco, Harold Caballeros, contestó: “Reconozco
con dolor que, en ciertas latitudes, ocho muertos es una cosa muy grande, y
aunque suena muy mal decirlo, a diario tenemos el doble de muertos. Por eso,
considero que no es una llamada de atención tan grande”. En otras palabras:
tampoco es para tanto. Con este arrebato de sinceridad, el canciller
guatemalteco expresaba una actitud extendida entre los miembros del Gobierno.
La pregunta es si la comunidad internacional decide
convertirse en cómplice de los crímenes que se están produciendo en Guatemala.
Los embajadores de algunos de los principales socios del país (como Estados
Unidos, la Unión Europea o Israel) han condenado ya la matanza y cuestionado la
utilización del ejército en tareas de seguridad ciudadana. Pero no es
suficiente. Son sus compañías, su diplomacia y su política de biocombustibles
las que deben responder ante esta situación. En ocasiones se trata incluso de
responsabilidades directas, como la participación de España en el banco
regional que financió la operación fraudulenta del Polochic. Pero lo más
habitual es que se trate de una complicidad por omisión. Por eso es fundamental
que la comunidad internacional exija a las autoridades guatemaltecas el castigo
y la reparación de los crímenes que se han producido, así como garantizar los
derechos de las comunidades indígenas a la tierra y a los medios de vida más
esenciales. Mientras tanto, todos somos responsables de la matanza de
Totonicapán.
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