Un nuevo gobierno de Bachelet insuflaría una cuota no
despreciable de necesario oxígeno a las tendencias progresistas y autonomistas
del proceso de integración suramericana. Ojalá esta evidencia no sea pasada por
alto por los que, exigiendo lo imposible, se olvidan de lo real.
Mariano
Ciafardini* / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
Las elecciones de Chile
están inmersas en un mar de significados y significantes.
En primer lugar, el
escenario político, que ha dejado a Michelle Bachelet competir con
posibilidades de ser la primer presidente que gobierna en segundo mandato en
ese país en los últimos cincuenta años, se ha configurado, en gran parte,
gracias al golpe divisionista que le asestó a la Concertación
socialista-democratacristiana Marco Enríquez Ominami, otro de los contendientes
de la puja electoral e hijo de Miguel Enríquez, líder del MIR, que tantos
dolores de cabeza le trajera al gobierno de la Unidad Popular en los años '70
al boicotear sistemáticamente el delicado equilibrio en que se movía la gestión
del presidente Salvador Allende.
En segundo lugar, como
si fuera parte de una novela de Isabel Allende –a la sazón sobrina segunda de
Allende– las dos finalistas en estas elecciones, Bachelet y Evelyn Matthei, se
conocen de la infancia y son hijas de dos militares, íntimos amigos hasta el
golpe que derrocó a Allende en el '73, a partir del cual uno devino víctima y
el otro conspicuo colaborador e integrante del régimen criminal de Pinochet.
Con el condimento de que Bachelet padre fue torturado y asesinado en la
Academia de Guerra Aérea de Chile, en ese momento bajo el mando de Matthei
padre. En los juicios que se desarrollan en Argentina por violaciones de los
Derechos Humanos de la pasada dictadura, esta circunstancia le habría valido la
responsabilidad de autor mediato y la condena a cadena perpetua.
En un nuevo y
previsible acceso a la máxima magistratura, Bachelet trae de la mano al Partido
Comunista, integrante de la Unidad Popular allendista y excluido histórico de
la Concertación y de la política institucional chilena. Es decir que vuelve a
tener cargos en el Parlamento y probablemente en el Ejecutivo después de 40
años el partido de Neruda y de Luis Corvalán, enemigos jurados del régimen de
Pinochet y que, por ello y por su trayectoria combativa desde el comienzo mismo
de los oscuros años de la sangrienta dictadura,
es uno de los principales representantes de las antiguas luchas revolucionarias
latinoamericanas del siglo XX, expresadas
hoy, en gran medida, en la tenaz insistencia del movimiento estudiantil
(entre cuyos líderes principales figura la miembro de las juventudes comunistas
Camila Vallejo). El desvarío ultraizuierdista no ve este importantísimo paso
para la izquierda chilena y latinoamericana como un avance en la recuperación
de posiciones después de derrotas neoliberales, sino como complicidad y
traición a la revolución, como veía el MIR de Enríquez (padre) los trabajosos
avances de la Unidad Popular en aquellos trágicos años.
La interpretación de
todos estos significantes queda, de todos modos, abierta, tanto como las
expectativas acerca del destino de un nuevo gobierno de Bachelet, que, eso si,
insuflaría una cuota no despreciable de necesario oxígeno a las tendencias
progresistas y autonomistas del proceso de integración suramericana. Ojalá esta
evidencia no sea pasada por alto por los que, exigiendo lo imposible, se
olvidan de lo real.
*Mariano Ciafardini es
miembro del Centro de Estudios y Formación Marxista Héctor Agosti (CEFMA)
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