Mister Kerry: no es posible borrar, con una declaración diplomática, el código genético del
imperialismo que recorre el devenir histórico de su país y de sus gobernantes.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
John Kerry durante su discurso ante la OEA. |
En la sede la
Organización de Estados Americanos, el brazo político del imperialismo
estadounidense en América Latina, desde donde los gobiernos de ese país han
ejercido sin piedad y hasta las últimas consecuencias la Doctrina Monroe, el
Secretario de Estado norteamericano, John Kerry, declaró que “la era de
la Doctrina Monroe se ha acabado”. ¿Fue un exabrupto de humor negro,
para llamar la atención de la prensa y guardar las falsas buenas maneras de la diplomacia panamericana? ¿O el
cinismo de la Casa Blanca superó ya todo límite de cordura?
Acaso sea lo segundo:
en el mismo acto, y replicando el modus operandi de la Doctrina Monroe, Kerry
lanzó las sempiternas críticas a Cuba, externó su preocupación por “el
debilitamiento de las instituciones democráticas en Venezuela”, y proclamó
buenos deseos para las elecciones en Honduras, sin aclarar cómo el golpe de
Estado de 2009 se perpetró con el pleno conocimiento de la Embajada
norteamericana en Tegucigalpa, ni por qué el presidente Zelaya fue expulsado
del país desde la base militar de Palmerola…
El flamante vocero de
Washington también aseguró, ante la organización política que, desde la segunda
mitad del siglo XX, fue y es la mampara del intervencionismo imperialista en
América Latina, que las relaciones interamericanas han cambiado de rumbo: “la
relación que buscamos… no se trata de una declaración de Estados Unidos sobre
cómo y cuándo intervendrá en los asuntos de otros estados americanos. Se trata
de cómo todos nuestros países se perciban como iguales, compartiendo
responsabilidades, cooperando sobre asuntos de seguridad, y adhesión no a una
doctrina, sino a las decisiones que tomamos como socios para promover los
valores y los intereses que compartimos”.
¿Una relación de
iguales? ¿Es posible esto cuando un presidente –Barack Obama- proclama la excepcionalidad de su país (demostrada “a través del sacrificio de sangre y dinero”, dijo) en su discurso ante la Asamblea General de la
ONU, evocando aquellas palabras que, en 1845, popularizó el editor del Democratic Review, John O’Sullivan,
como filosofía expansionista –y proto imperialista- para el consumo del
imaginario popular: “nuestro destino
manifiesto [es] llenar el continente
otorgado por la Providencia para el libre de nuestra cada vez más numerosa
gente”?
¿Comparte
responsabilidades y coopera en asuntos de seguridad un país que, anualmente,
destina miles de millones de dólares por medio de sus agencias, como la USAID y la
NED, para financiar grupos opositores, mercenarios políticos, tecnológicos y
hasta militares, y promover así la subversión y la desestabilización de todos
aquellos gobiernos que considera sus enemigos?
¿O que despliega, de modo amenazante, bases militares, flotas navales, marines
en operaciones humanitarias, y
desarrolla programas ilegales de espionaje contra sus socios?
¿Promueve valores e
intereses compartidos un país que ocupa militarmente, durante más de un siglo,
el territorio de una nación soberana e instala allí un centro de tortura global
(la cárcel de Guantánamo); y que bloquea política y comercialmente, por más de
medio siglo, a una Revolución y a un pueblo que lucharon por la descolonización
y el derecho a la autodeterminación? ¿Promueve valores e intereses compartidos
un país que no se adhiere a los tratados y convenios internacionales sobre
Derechos Humanos –pero hace la guerra en su nombre-, y que mantiene la
impunidad por los delitos de lesa humanidad que promovió, patrocinó y ejecutó
en América Latina durante los años de la guerra
sucia y las dictaduras militares?
El Secretario Kerry
faltó a la verdad deliberadamente en un foro, como el de la OEA, que
agoniza igual que la hegemonía estadounidense en el mundo. Renunciar a la
doctrina Monroe, al dictum de América
para los (norte)americanos proclamado en 1823, y al derecho de intervención
que de allí derivaron las élites industriales, políticas y militares (con el
nefasto Corolario Roosevelt de 1904), sería renunciar, también, a la ideología de la
predestinación que está en la base del surgimiento de los Estados Unidos como
estado-nación federal, a su vocación expansionista y al capitalismo monopólico
y depredador que los catapultó como potencia.
Mister Kerry: no es posible borrar, con una declaración diplomática, el código genético del
imperialismo que recorre el devenir histórico de su país y de sus gobernantes.
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