Cambiar una sociedad,
transformar de cuajo algo para hacer surgir una cosa nueva, es infinitamente
más que manejar una casa de gobierno. En muy buena medida, es revolucionar las
cabezas, los modos de pensar, las actitudes seculares.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad Guatemala
Cuando uno quiere
hacer un cambio social tiene que tener claro qué modelo va a utilizar; porque
sólo seguir administrando, aunque sea con espíritu patriótico y con honestidad,
el modelo capitalista, eso es imposible. El modelo capitalista te termina
tragando. Eso es como el diablo. No se puede ir a dar una misa en las cavernas
del diablo, porque te traga.
Nicolás Maduro, 2005
Según las Cuentas
Nacionales, explicitadas por el Banco Central de Venezuela (BCV), el PIB
privado (el porcentaje de la actividad económica del país en manos directas del
empresariado) corresponde al 71% del total (año 2010). En el año de 1999 el PIB
privado era de 68%. Es decir que, a pesar de las nacionalizaciones, el PIB
sigue siendo mayoritariamente privado, y comparado con países que nada tienen
que ver con el comunismo –como Suecia, Francia e Italia, donde el PIB es
mayoritariamente público (estatal)–, el estado venezolano no tiene en sus manos
(salvo el petróleo) ningún resorte económico importante de la economía.
Manuel Sutherland, 2013.
Yo no soy un
libertador. Los libertadores no existen. Son los pueblos quienes se liberan a
sí mismos.
Ernesto Che Guevara
Unos años atrás, en el
medio de la marea neoliberal que se expandía triunfal por todo el mundo
festejando la extinción del campo socialista europeo, apareció la figura de
Hugo Chávez. Con todas las limitaciones del caso y los reparos que se le puedan
haber abierto desde la izquierda, lo suyo significó una enorme cuota de
esperanza. Luego de la larga noche que habían representado las sangrientas
dictaduras que enlutaron toda Latinoamérica y los planes de capitalismo salvaje
que le siguieron, la aparición de este militar nacionalista, confusamente
antiimperialista con un discurso anticorrupción y con el ofrecimiento de un
nuevo socialismo renovado, prometía mucho.
A partir de su llegada
al poder en Venezuela en el año 1998, mucha agua corrió bajo el puente. Quizá
es muy prematuro hacer un balance del significado histórico de su actuación
política de una década y media: para la derecha –vernácula e internacional– fue
un demonio, un “castro-comunista” que volvió a atizar la por ella anatematizada
y pretendidamente desaparecida lucha de clases. Para la izquierda, su obra
nunca pasó de una práctica reformista y populista, alimentada más que
generosamente por un capitalismo rentista basado en la monoproducción petrolera
sin perspectiva de transformación revolucionaria.
Lo cierto es que la escena
política venezolana, pero también la latinoamericana e incluso la
internacional, se vieron tocadas por la influencia de este carismático líder y
el siempre impreciso –pero al mismo tiempo muy prometedor y cargado de
esperanza– “socialismo del siglo XXI”.
A principios del 2013
Hugo Chávez murió en la gloria. Su imagen en muy buena medida ya pasó a ser
mítica, una verdadera leyenda. Denostado por la derecha, amado y endiosado por
una amplia mayoría del pueblo venezolano, visto con simpatía por la izquierda
siempre esperando su radicalización, no llegó a sufrir el desgaste del
ejercicio del poder. Su muerte, un verdadero fenómeno mediático de
significación global, lo dejó en la situación del comandante heroico del que,
al menos de momento, la ausencia agiganta su figura más aún que su presencia.
Sin dudas los casi 15
años al frente de ese singular proceso que se dio en llamar Revolución
Bolivariana (una experiencia de “socialismo rentista” plagado de
contradicciones así como de esperanzas) no son fáciles de analizar. ¿Qué dejó
todo ello? Sin dudas: luces y sombras. No fue una revolución socialista, al
menos tal como históricamente se la concibió. Claramente fue un proceso que no
se salió de los marcos capitalistas, pero al mismo tiempo generó una serie de
cambios en la distribución de la riqueza nacional que ningún gobierno anterior,
siempre capitalistas, había conseguido. La situación general de las clases
populares venezolanas –por cierto, la mayoría de la población– mejoró
sustantivamente.
Visto en perspectiva
política, el proceso tenía límites muy precisos: en tanto no se planteó como
una transformación radical de las condiciones estructurales, de la tenencia de
los medios productivos, no podía pasar de un planteo capitalista con rostro
humano. En los tiempos de capitalismo despiadado que corren desde la caída del
Muro de Berlín, ese planteo ya tiene sabor de avance social. Visto con
objetividad, no pasó de reformismo. Pero las promesas de socialismo, más aún en
el medio de la ola neoliberal que barrió el mundo, despertaron genuinas
esperanzas.
El tiempo fue pasando,
con un Chávez de enorme habilidad política que podía jugar a aunar posiciones
antitéticas en base a su monumental carisma, pero la revolución socialista, el
preconizado nuevo “socialismo del siglo XXI”, nunca se profundizó. O si lo
intentó (control obrero de algunas fábricas recuperadas, organización popular
desde abajo), los marcos del Estado capitalista que siguió primando no
permitieron su radicalización. Los planes redistributivos que implementó la
administración bolivariana sin ningún lugar a dudas fueron una avanzada, pues
los satisfactores básicos de la población mejoraron. No cabe ninguna duda que
la renta petrolera llegó a muchísima más gente que con ningún gobierno
anterior. Lo cual representa un paso importante; pero eso sólo no es
socialismo.
No hay que dejar de
reconocer que, luego de años de un capitalismo salvaje que hizo retroceder
conquistas sociales históricas (las ocho horas de trabajo, la sindicalización,
las leyes de protección al trabajador, un Estado de bienestar para las grandes
mayorías), el hecho de plantearse un talante popular desde una administración
ya puede tener sabor a “socializante”. Por supuesto, para la derecha representó
una molestia (quizá no llegó a peligro) el hecho de tener un presidente díscolo
que hablara nuevamente de “antiimperialismo” y “socialismo”, términos que
habían salido de circulación luego de la extinción del campo socialista y el
final de la Guerra Fría. Con Chávez hubo intentos de caminar hacia el
socialismo, amagues, algunos avances interesantes; de todos modos, ni la gran
propiedad se tocó ni la esperanza de poder popular efectivo se materializaron.
Fue más el ruido que las nueces.
Pero hubo cambios, por
supuesto. Y muchos. Por eso la derecha protesta tanto. Es cierto que no se
tocaron los resortes últimos del sistema, pero en un mundo neoliberal a
ultranza pensar que los históricamente excluidos puedan tener mejoras, es ya un
sacrilegio para el pensamiento conservador. Y en la Venezuela bolivariana, con
Chávez a la cabeza, hubo mejoras importantes. De hecho, el nivel general de
pobreza se redujo ostensiblemente en los años que se viene llevando a cabo este
proceso: de un 70.8% que alcanzó en 1996 llegó en el 2012 a un 20%, la reducción
más grande en América Latina detrás de Ecuador y una de las más grandes en el
mundo, según reconociera una prestigiosa institución internacional como la
CEPAL. Los logros sociales de la Revolución Bolivariana, sin dudas, están a la
vista. “Ladran Sancho, señal que
cabalgamos”, podría decirse sin temor a equivocarnos.
¿Por qué, entonces,
abrir esta crítica y llamar a una revolución dentro de la revolución ahora?
¡Porque ello es imprescindible para que siga habiendo revolución!
El proceso bolivariano
hace tiempo que está empantanado. Por supuesto que, desaparecido el comandante,
la continuidad de la revolución en curso se ha tornado más difícil. Eso no es
culpa del actual mandatario, Nicolás Maduro. Pensar que los problemas que sufre
actualmente el rico y esperanzador proceso abierto años atrás se debe a la
debilidad o impericia del nuevo presidente sería un garrafal desatino. O más
bien: ¡sería peligrosísimo!, pues ello reduciría una revolución socialista a
una administración política, al carisma de quien está sentado en el sillón
presidencial. Y la revolución socialista es infinitamente más que eso. Más aún:
¡no es eso! Pero justamente los problemas actuales que sufre el “chavismo”
deben llevar a una profunda, necesaria, imprescindible autocrítica. ¿Por qué
“chavismo”? ¿Por qué ese culto a la personalidad? ¿Y el verdadero poder
popular? ¿Qué socialismo se está construyendo?
Con las últimas
elecciones presidenciales de abril, luego de la muerte de Hugo Chávez, se
abrían tres escenarios posibles: 1) triunfo de la derecha visceral con Henrique
Capriles Radonski (con un presumible retroceso de todos los avances de la
revolución), 2) triunfo del PSUV con Maduro a la cabeza y profundización de la
construcción del socialismo (añorado por la izquierda, pero sin dudas lo más
difícil de materializar) y 3) triunfo del “heredero” de Chávez con creciente
control del proceso político por la derecha bolivariana, la llamada
“boliburguesía” enquistada en el aparato estatal (burócratas nuevos ricos que
hablan con un lenguaje chavista pero con clara ideología conservadora).
Lamentablemente para la causa popular, el tercer escenario parece ser el que se
va dando.
Hace unos pocos años
atrás Nicolás Maduro, siendo presidente de la Asamblea Nacional, decía: “Lo que nosotros hemos llamado
"parlamentarismo social en la calle" no es otra cosa que el liderazgo
social de lo que ahora se está viviendo en Venezuela. Es convertir la Asamblea
Nacional –que es el órgano parlamentario del país– en un verdadero poder
popular. Es decir: que no sea simplemente un Congreso de elites donde éstas
deciden por el pueblo, donde sustituyen la voluntad popular, piensan y deciden
por el pueblo, pero donde terminan articulándose con las elites del poder
económico –nacional e internacional– para seguir manteniendo el status quo en
materia de las leyes fundamentales que rigen la economía y la vida social de la
nación. (…) El parlamentarismo de
calle es un salto revolucionario en relación al parlamentarismo tradicional
burgués basado en la democracia representativa. (…) ¿Qué puede sustituir a la vieja democracia colonial representativa y
desgastada de los partidos políticos que existe en el continente? Pues una
democracia popular, una democracia revolucionaria, participativa y protagónica,
donde el pueblo, el ciudadano sea el principal actor.” Por supuesto
escuchar algo así abre enormes esperanzas para el campo popular, para la
posibilidad de un cambio revolucionario real. ¿Qué sucedió luego, o qué está
sucediendo, que un siniestro personaje como José Sánchez Montiel, más conocido
como Mazuco, asume como diputado en esa misma Asamblea Nacional ante la mirada
atónita del pueblo, luego de una obvia decisión inconsulta y con algún arreglo
bajo la mesa con la derecha recalcitrante? Mazuco, valga no olvidarlo, fue en
el Estado Zulia –la tierra del ahora prófugo Manuel Rosales, ultraderechista
apoyado por la CIA– el mejor alumno en el crimen y en el delito de Henry López
Sisco, el más grande policía asesino que tuvo Venezuela, quien se jactaba de
haber asesinado personalmente a más de 200 revolucionarios y luchadores
populares en los años que activó en la DISIP. Mazuco, no olvidarlo nunca: un
convicto criminal acusado de las peores violaciones, sindicado como homicida,
ladrón y narcotraficante: ¿cómo es que ahora pasa a ser diputado? ¿Y el poder
popular, compañeros? ¿Y el “parlamentarismo de calle”?
¿Y cómo entender la
detención del nacionalista vasco Asier Guridi Zaloña, quien tenía años en el
país, el pasado 1° de septiembre a manos del Servicio Bolivariano de Inteligencia
Nacional (SEBIN), con la colaboración de la Policía española y la Policía
Judicial francesa, quienes operaron en el territorio nacional con beneplácito
del gobierno violando la soberanía venezolana? ¿Era necesaria esa jugada
política para congraciarse con alguien? ¿Qué aporta eso a la construcción del
socialismo?
En ese orden de ideas
que nos deben llevar a la imprescindible y crucial autocrítica: ¿cómo entender
el enorme peligro electoral en ciernes para el próximo 8 de diciembre, en las
futuras elecciones municipales, donde muchos precandidatos bolivarianos a
alcalde decidieron lanzarse por su cuenta luego que fueran omitidas las
elecciones internas y decididos los candidatos de manera arbitraria por la
jerarquía del Partido Socialista Unido de Venezuela –PSUV–? ¿Qué socialismo
nuevo se está construyendo así? ¿Qué modelo de socialismo es el que está en
juego entonces?
Se podría llegar a
decir que estos son aspectos puntuales, no relevantes, no definitorios de un
proceso más amplio que es la Revolución Bolivariana en su conjunto. Pero no
debe olvidarse que en la última elección presidencial, con toda la maquinaria
electoral del PSUV y la apelación monotemática a la figura del extinto
comandante, el candidato bolivariano venció por una mínima diferencia. Es
cierto que la derecha actúa, y mucho, para conspirar contra el proceso en
curso. Pero sin la autocrítica mínima e indispensable no puede haber
socialismo. Como dijo Maduro algún tiempo atrás, sin “una democracia popular, una democracia revolucionaria, participativa y
protagónica, donde el pueblo, el ciudadano sea el principal actor” inexorablemente
no puede haber socialismo. Es por eso que aparecen esos tres epígrafes abriendo
la presente reflexión: no se puede estar con dios y con el diablo al mismo
tiempo. O se es socialista, o se es capitalista. Aunque sea lapidario y pueda
pasar por esquemático, es así. Capitalismo con rostro humano no deja de ser,
antes que nada, capitalismo. Si hay un proceso real de transformación, no puede
entronizarse la figura de nadie. Eso, no lo olvidemos, está más cerca de la
religión que del ideal socialista. Sin negar la importancia de los grandes
conductores en la historia –y Chávez lo fue, sin lugar a dudas– es hora de
abrirse sanas autocríticas al respecto (por eso es más que pertinente la cita
del Che Guevara).
Es cierto que la
derecha arremete feroz contra el proceso bolivariano. Pero ¡cuidado! Esa misma
derecha tradicional está haciendo su gran festín económico y el gobierno
revolucionario deja pasar. ¿O es cómplice? ¿Cómo entender el crecimiento
imparable de la especulación parasitaria y del capital financiero?
No caben dudas que
mucho de las dificultades económicas actuales se deben a procesos de
desestabilización arteramente concebidos. El desabastecimiento crónico de
productos de primera necesidad (el papel higiénico como infamante símbolo), un
dólar paralelo 6 o 7 veces más caro que el oficial o un proceso inflacionario
que no cesa, hacen que el panorama actual se complique. Pero no debe dejarse de
tener en cuenta que muchas medidas del gobierno no contribuyen al afianzamiento
de cambios revolucionarios: las impopulares devaluaciones (que siempre, en lo
fundamental, paga el pobrerío), la siempre
omnipresente dependencia del petróleo (¿se puede hablar seriamente de un
“socialismo petrolero-rentista” o eso es un desatino peligroso?), el escaso
desarrollo industrial nacional que fuerza a importar cerca de un 50% de los
alimentos, a lo que se suma, no como males menores sino, quizá, con mayor
fuerza en la percepción de las grandes masas populares, una generalizada y
abrumadora corrupción de muchos cuadros bolivarianos: ¿son un camino al
socialismo? ¿Cuáles son los antídotos que se están poniendo a todo esto?
Decretar una “Navidad
temprana” a partir del 1° de noviembre (¿fomento del alocado consumismo
navideño?, ¿festejo religioso en un gobierno que debería ser, como mínimo,
laico?) o el lanzamiento de un cuestionable Viceministerio de la Suprema
Felicidad (que sirvió, más que nada, a la burla por parte de la derecha),
propiciar la entrada de un piloto venezolano a la Fórmula Uno Internacional,
¿son medidas socialistas? Esto hace recordar a la propuesta, algunos años
atrás, de una gobernadora chavista que ideó una Misión específica para dotar de
implantes de pechos de silicona a las mujeres de escasos recursos, moción que
no prosperó pero que deja ver el talante en juego: ¿vamos hacia el socialismo
con pilotos de carrera, pechos siliconados y festejos de la Navidad?
Nadie dijo que
construir un nuevo modelo de sociedad fuera fácil. Tomar el poder –si se
quiere: tomar la casa presidencial, para decirlo con una visión minimalista– es
tremendamente difícil; pero mal o bien (así sea con un escaso margen de votos)
eso sucedió en Venezuela. Pero tener la estructura del Estado capitalista no
es, ni por cerca, tener el poder. Ahora bien: aquí empiezan los problemas.
Cambiar una sociedad, transformar de cuajo algo para hacer surgir una cosa
nueva, es infinitamente más que manejar una casa de gobierno. En muy buena
medida, es revolucionar las cabezas, los modos de pensar, las actitudes
seculares. “Es más fácil desintegrar un
átomo que un prejuicio”, dijo con mucha razón Einstein.
Lo que está sucediendo
en Venezuela, aún con todos los errores y problemas propios del proceso en
marcha, sigue siendo una esperanza abierta. Por eso mismo quienes seguimos
apostando por transformaciones reales y no agachamos la cabeza, con o sin
Chávez en la dirección, seguimos viendo ahí una ventana de oportunidades. Y
justamente por eso, porque vemos que se ese proceso cada vez más está
secuestrado por un pensamiento reformista, socialdemócrata y burocrático, es
que nos alarmamos por cómo van las cosas.
Felizmente hay
importantes sectores dentro del aparato de Estado, dentro del PSUV, en la
ciudadanía, en la calle, en las comunidades, en la militancia comprometida, que
ven estos peligros. Este escrito, hecho por un no-venezolano y desde fuera del
país, quizá no pase de quedar en el olvido, sin ninguna consecuencia práctica
real. Pero no hay peor lucha que la que no se hace. Es por eso que apoyo, llamo
y me sumo a las propuestas de profundización real de la Revolución Bolivariana.
Ello implica ir frontalmente contra la derecha endógena que se ha adueñado del
proceso, denunciarla, aislarla, devolver la vitalidad perdida a la revolución,
llamar a la movilización genuina de las masas venezolanas, recuperar la
vitalidad transformadora que se fue tapando con medidas populistas y
reformistas. “Suprema felicidad” o “Navidad temprana” quizá no, por ambiguas, quizá
risibles o cuestionables. Más modestamente: poder popular, control obrero y
campesino de la producción, defensa real de la revolución con milicias
populares. Es la única manera de mantener viva la esperanza. Lo demás, tiene
sus días contados.
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