Esta novela, Viento
seco, de Daniel Caicedo, tiene sesenta años, está cumpliendo sesenta años.
Veinte años menos de los que está cumpliendo la violencia en Colombia, que ha
recibido tantos nombres a lo largo del tiempo, pero que algún día recibirá su
nombre verdadero.
William Ospina / El Espectador (Colombia)
En las
primeras ocho páginas uno ya ha visto el infierno. Y faltan todavía sesenta. Daniel Caicedo publicó
la novela Viento seco en 1953, para
relatar la masacre de Ceylán, uno de los innumerables horrores ocurridos
durante la violencia colombiana de los años cincuenta, precisamente cuando el
gobierno conservador de la época cometió el horror de poner a la fuerza pública
a perseguir y matar a los liberales.
El primer hecho
asombroso, que muestra que de todas maneras Colombia tenía una fuerza moral
indoblegable, es que alguien haya sido capaz de escribir tan temprano una
novela tan notable por sus recursos literarios, y tan valiente por su
contenido, para denunciar un hecho inhumano que comprometía a la dirigencia
nacional, cuando apenas estaban ocurriendo los hechos.
Viento seco no pertenece al canon de la literatura colombiana
porque todavía ese canon parece dictado por quienes quieren evitar que el país
recuerde su historia y conozca la antigüedad de su tragedia.
Se entiende que el país
bipartidista que surgió del abrazo de los jefes liberales y los jefes
conservadores en 1958 haya procurado silenciar esos hechos. Tal vez pensaron
que lo mejor para el país era olvidar lo que había ocurrido en los años
previos, que para aclimatar la paz era necesario olvidar las atrocidades que
los dos partidos habían cometido.
En las primeras páginas
de esta novela no sólo se ven los crímenes que obraba la policía. Los
campesinos que intentan escapar a la masacre saben que no pueden aparecer en el
pueblo con la ropa y el cabello quemados a medias por el incendio, con la
hijita casi asfixiada por el humo en los brazos, con el recuerdo de los padres
y los peones mutilados y calcinados, porque la calle central de Ceylán está
llena de detectives, la oficialidad estatal que apoya y ampara la masacre. Y
los lectores vemos, no a unos funcionarios, vemos al Estado, con su aparato de
oficinas y de sellos, de papel membreteado y de cargos públicos pagados con los
impuestos de la ciudadanía, apadrinando el horror.
Ahora sabemos más que
nunca que esas cosas no se debían ocultar. Que la única manera de impedir que
las atrocidades se repitan, y que el horror se instale como un huésped eterno
en una sociedad, es dejar que la literatura y el arte cuenten su verdad y
ayuden a la comunidad a mantener la vigilancia. Porque no es solamente la
vigilancia de unos partidos, la vigilancia sobre un Estado propenso a la
injusticia y poroso para la corrupción, sino la vigilancia sobre la condición
humana.
Lo que hacían en ese
momento en Ceylán, en el Valle del Cauca, los conservadores, en otra parte lo
hicieron después los liberales, más tarde lo hicieron los guerrilleros, y
finalmente lo hicieron con renovada crueldad los paramilitares, bien ayudados
por el Estado, precisamente porque somos el país de la memoria borrada, del
pasado escindido, el país del silencio obligatorio y de la conciencia trunca. Y
el arte está ahí, entre tantas cosas para ayudarnos a no perder la memoria y a
no extraviarnos en la locura de la indiferencia, que incuba y prepara siempre
las masacres por venir.
Da miedo leer las
sesenta páginas siguientes. Pero sé que es preciso leerlas, y leer Carretera al mar (1954) de Tulio Bayer,
y leer Lo que el cielo no perdona
(1954) de Fidel Blandón Berrío, y Siervo
sin tierra (1954) de Eduardo Caballero Calderón, y Chambú (1948) de Guillermo Edmundo Chaves, y Cóndores no entierran todos los días (1972) de Gustavo Álvarez
Gardeazábal, y leer La mala hora de
Gabriel García Márquez, todas las grandes novelas de la violencia colombiana,
desde El día del odio de José Antonio
Lizarazo hasta La resignada paz de las
astromelias (2002) de Rubén Darío Zapata Yepes. Y leer todos los libros
testimoniales que se han escrito valientemente en las últimas décadas,
empezando por La violencia en Colombia
de monseñor Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna; leer los hermosos y poderosos
libros de Alfredo Molano, y los valientes libros de Arturo Alape, y los
incontables libros con que el talento y la conciencia de Colombia han querido
vacunarnos contra el horror, salvarnos de la locura, que, como decía
Schopenhauer, es la pérdida de la memoria.
Esta novela, Viento seco, de Daniel Caicedo, tiene
sesenta años, está cumpliendo sesenta años. Veinte años menos de los que está
cumpliendo la violencia en Colombia, que ha recibido tantos nombres a lo largo
del tiempo, pero que algún día recibirá su nombre verdadero.
Y la razón principal
por la cual conviene leer todo esto, no es para atizar odios, ni para perpetuar
resentimientos, ni para buscar culpables, ni para cazar brujas, sino para saber
a qué atenernos frente a la condición humana, para entender que somos humanos,
y que, como decía Wells, “nadie puede ser nada peor”.
Que por eso el Estado
no puede jugar al juego espantoso de seguir favoreciendo intereses privados,
que la fuerza del Estado no está para maltratar a los ciudadanos ni para
castigarlos por sus opiniones ni para perseguirlos por sus creencias ni para
ofenderlos por pensar distinto.
Que el Estado está para
aplicar y hacer respetar unas leyes nacidas del consenso, que de verdad
representen un contrato social, que sean una respuesta a las necesidades y sean
dictadas en defensa de los derechos de las mayorías.
Da miedo leer las otras
sesenta páginas. Pero debe dar más miedo no leerlas.
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