Lo que hoy llamamos
reformismo o izquierdismo tiene una historia tan larga como la de las
resistencias, las luchas y los movimientos contra la dominación colonial y de
clase en América Latina.
Fernando Martínez Heredia / ALAI
Intervención
en el Seminario latinoamericano de formación política, de CEPIS- Brasil
Es óptima la elección de
este tema principal. Hace 20 años la situación del movimiento popular era
pésima y los temas principales eran de sobrevivencia, exigencias mínimas,
aferrarse a ideales y tratar de recuperar autoestima en medio de la euforia
neoliberal. Hoy este es un tema principal porque hemos avanzado mucho y la
situación es diferente y mucho más favorable. Hay que tener esto muy en cuenta,
para lograr planteos a la altura de la situación y soluciones que realmente no
sean mediocres o mezquinas, porque, en términos históricos, estamos abocándonos
en América Latina a una nueva etapa de acontecimientos que pueden ser
decisivos, de grandes retos y enfrentamientos, y de posibilidades de cambios
sociales radicales. Es decir, una etapa donde predominarán la praxis y el
movimiento histórico, donde los actores podrían imponerse a las circunstancias
y modificarlas a fondo, una etapa en que habrá victorias o derrotas. El momento
exige mucho al pensamiento revolucionario, porque esa praxis tiene que acertar
y tiene que ser intencionada, saber lo que quiere, por qué lo quiere, cómo
hacer, distinguir el tiempo de acumular del tiempo de actuar con decisión,
combinar la paciencia y la audacia. La actuación revolucionaria es como el arte
más difícil.
Lo que hoy llamamos
reformismo o izquierdismo tiene una historia tan larga como la de las
resistencias, las luchas y los movimientos contra la dominación colonial y de
clase en América Latina. A pesar de sus rasgos singulares e irrepetibles, los
hechos históricos portan también una continuidad y unas constantes que permiten
sacarles provecho en los análisis actuales, y portan una acumulación cultural
que puede convertirse en una fuerza concientizadora y movilizadora. Al mismo
tiempo, cada nueva época trae problemas y exigencias específicas que es
obligatorio conocer y enfrentar con creatividad y originalidad. La combinación
no es fácil, pero ayuda un hecho que me atrevo a considerar axiomático: en la
medida en que la práctica y sus instrumentos ganan fuerza, organización y
atracción sobre las mayorías, la acumulación histórica se les va entregando y
pueden atribuírsela, se van apropiando de la razón histórica y de los nexos
entre el pasado y el futuro; eso multiplica su fuerza y su seguridad en el
triunfo, y disminuye las de sus adversarios.
El funcionamiento de los
sistemas de dominación siempre conllevó la subordinación de las mayorías
oprimidas: el momento del consenso es la clave de las hegemonías, no el de la
represión. Entonces, lo que se considera normal han sido las diferentes y
sucesivas formas de adecuación al dominio de una minoría sobre la sociedad. Las
resistencias culturales que se vuelven activas, los estallidos sociales, las
rebeldías individuales, han dado cuenta del conflicto que siempre está latente,
pero no de la posibilidad de que se convierta en rebeldía organizada y en
opción de victoria y de poder. Ellas tienen raíces lejanas en el tiempo y se
apoyan en ideas de justicia y de libertad, y sus acciones han dejado huellas
históricas importantes. Pero por sí solas no han generado políticas capaces de
vencer a los sistemas de dominación. El problema que hoy llamamos de reformismo
o izquierdismo solo aparece cuando existe suficiente conciencia de la
dominación y una actitud de rechazo a ella, aunque esa conciencia haya sido de
diferentes tipos y alcances en la historia latinoamericana.
Pero una y otra vez se ha
llegado a nuevas formas de adecuación al dominio después de las etapas de alta
conciencia y rechazo generalizado, incluso después de revoluciones, por dos
razones principales: no se llegaba a destruir las bases del sistema de
dominación; este aprendía a hacer concesiones en cuestiones no esenciales, a
mudar sus modos de mandar y sus símbolos, a reformular, en suma, su hegemonía.
La falta de una política propia, de representaciones autónomas del mundo y de
decisión de ir hasta el final en los cambios y crear un poder popular, ha sido
complementaria al funcionamiento del poder, muy fuerte y previamente instalado,
a su represión sistemática y despiadada y a su inteligencia en cuanto a
reformular la hegemonía. Los rebeldes intransigentes han sido reprimidos y
aislados al mismo tiempo, y después demonizados, trivializados, manipulados y
sometidos al olvido.
Con el desarrollo del
capitalismo en la región se fue produciendo una maduración de la capacidad de
las clases dominantes de darle relativa autonomía a la dimensión política y
organizar dentro de ella formas de consenso en que la petición y obtención de
reformas dentro del sistema tuviera peso y ocupara a la mayoría de los actores
sociales y sus ideologías. Aunque una parte del reformismo viniera a satisfacer
demandas que habían levantado las rebeldías, y aunque fuera un vehículo usual
de ciertas redistribuciones de recursos y de posiciones sociales, su función
primordial ha sido siempre asegurar la dominación capitalista sobre la
sociedad. Por eso lo que hoy llamamos reformismo ha tenido su sentido último en
la subordinación al sistema y el desarme o la prevención de las actitudes y las
ideas subversivas. El horizonte del pragmático-reformista siempre queda dentro
del orden vigente.
Para los que nos oponemos
de manera consecuente a la explotación, la complicidad subordinada al
imperialismo y las demás formas de dominación, todo eso está claro en general,
pero frente a la situación concreta de cada sociedad en un momento determinado
muchas veces esa claridad desaparece. Duros datos de realidades, prácticas y
creencias llenan la materia de la vida cotidiana y de lo que le parece posible
pretender a la mayoría, acotan identidades y demandas sectoriales, configuran
lealtades, aversiones e ideologías, y le fijan férreos límites a las
actuaciones y al trabajo de concientización de los movimientos populares que
luchan por cambiar a fondo la sociedad y la vida de esa misma mayoría.
Termino este primer
acercamiento a nuestro problema con dos precisiones. La primera es que ambas
posiciones, su contraposición y su dialéctica deben ser analizadas, pero la
valoración predominante desde una perspectiva revolucionaria las diferencia de
una manera radical. El reformismo es antirrevolucionario en cuanto práctica de
sus gestores y es un indicador de escasa conciencia y de confusiones de los que
se adhieren a él, mientras que el izquierdismo es un grave desacierto que
cometen quienes son o pretenden ser revolucionarios, es una enfermedad infantil
que padecen, diría Lenin. La liberación de todas las dominaciones y la creación
de sociedades nuevas es el ideal que nos mueve, nos sostiene y nos sirve de
brújula y de guía política y moral. Las grandes jornadas de rebeldía popular,
las vidas y los hechos de los revolucionarios, son los hitos principales de
esta memoria y proveen sus símbolos. Simplificando, el izquierdismo sería un
error, y el reformismo un crimen.
Pero mi segunda precisión
es que las prácticas, las experiencias, las formas organizativas y los niveles
de conciencia establecidos que se convierten en formidables adelantos provienen
de las épocas en las que el campo popular ha tenido que reorganizarse después
de los grandes eventos. Más de una vez han sido elaborados después de la
derrota de los esfuerzos más radicales. Son fruto de trabajos pacientes y
extraordinarios, de descubrir realmente a la gente común y compartir con ellos
sus vidas, sus necesidades, anhelos y demandas, de tejer redes de alcance
restringido pero que nada puede romper. Aunque obligan a la dominación a ceder
avances y campos, a negociar y convivir con lo que repudia, pudieran
calificarse de moderadas, porque caben dentro del orden vigente y no pretender
tomar el cielo por asalto. Sin embargo, la acumulación cultural que producen no
es nada desdeñable: ella es la realidad a partir de la cual es factible
proponerse las empresas revolucionarias más ambiciosas.
La cuestión, entonces, es
compleja, como sucede siempre en los análisis sociales. No soy capaz de resolverla,
y creo que en los momentos cruciales es la actuación la que puede hacerlo. Pero
también creo que el estudio, la discusión, la formación política e ideológica,
son imprescindibles para comprender lo fundamental en una sociedad determinada,
en un proceso, en una coyuntura, en el movimiento que será histórico, que
siempre es diferente a lo aparente. En política, lo principal es lo que no se
ve. Esa preparación es indispensable para los activistas, porque su deber es
enorme: conducir bien, acertar, no dejar pasar las oportunidades, combinar la
audacia, la determinación y el buen juicio, y mucho más. Para ayudar un poco a
esa tarea examinaré algunas cuestiones que me parecen necesarias para nuestro
tema, tanto de los dilemas mismos de la actuación expresados por el par
“reformismo-izquierdismo” como del análisis de las realidades históricas y
actuales que constituyen sus condicionantes, en el espíritu de promover los
debates y dar algún marco a la exposición y la discusión de las experiencias y
las ideas.
Aunque hay un conjunto de
factores comunes que nos permiten situarnos en América Latina y el Caribe como
un todo, y que serán cada vez más fuertes en la medida en que nuestra causa
avance, las diferencias entre países en la región son muy notables, y en varios
casos las de regiones dentro de ellos. Ellas se verán mejor cuando escuchemos
las contribuciones por países, ahora nos referiremos a los problemas en sus
dimensiones más generales, que suelen implicar tendencias para cada caso, o
servir para hacer más claras las particularidades.
Recuperar la historia
desde el campo popular es una necesidad para comprender el presente y para
guiar nuestras acciones y proyectos. La historia ha sido prisionera primero del
colonialismo, y después de las clases dominantes de las repúblicas, burguesas y
neocolonizadas. La independencia misma, al fijarse el bicentenario en 2010
escamoteó la gran Revolución haitiana, verdadero inicio en 1791 del proceso que
culminó en Ayacucho 33 años después. En Haití hubo una grandiosa revolución
social, en la que una enorme masa de esclavos que producían para el capitalismo
mundial se liberaron mediante la guerra revolucionaria, vencieron a los
soldados de Inglaterra, de España y a un gran ejército de Napoleón, se
consideraron americanos a pesar de que una gran parte había nacido en África,
implantaron el primer Estado soberano de nuestra región y promulgaron la
Constitución más avanzada de América. Nadie hubiera concebido posible algo así
en 1791, y trece años después era realidad. Esa fue una gran lección histórica.
Solo unas palabras acerca
de aquel proceso. La independencia de la América ibérica fue la más temprana
descolonización regional ocurrida en el mundo. Lo determinante en el proceso
fueron revoluciones violentas en la mayor parte de los casos de la América
española, aunque en Centroamérica y Brasil la independencia se estableció a
partir de actos no violentos promovidos desde arriba. Hubo crisis en las
metrópolis y en sus colonias, sin duda, pero sólo porque hubo revoluciones pudo
producirse la gran transformación. La nación, como la entendemos hoy, era una
idea incipiente en Europa cuando sucedió la independencia en América. Si allá
era una novedad, en América pudo encontrar espacio precisamente por las
necesidades de autoidentificación que tenían los que se levantaban contra un
orden colonial que, además de su poder material y la inercia de lo establecido,
tenía muchos medios espirituales a su favor. Los insurgentes y los nuevos
políticos tuvieron que aprender a organizar poderes propios, confiar en ellos y
hacerlos permanentes, y aprender a nombrar el nuevo mundo que iban creando.
Hubo revoluciones sociales en diferentes lugares durante el proceso, más o
menos victoriosas, inconclusas, parciales o derrotadas. Desde las complejas
sociedades de dominación resultantes de la larga época colonial fue que cada
país enfrentó la ruptura del orden colonial y la formación de los Estados
independientes.
Solamente la violencia
revolucionaria pudo ser eficaz para conseguir que individuos y grupos sociales
se representaran negar y trascender su situación de colonizados o su condición
servil y actuar en consecuencia, ser muy subversivos en sus prácticas,
sacrificarse, persistir durante las circunstancias más difíciles, organizarse
militar y políticamente, superar hasta donde fue necesario las divisiones en
castas que tenían y las ideas y sentimientos correspondientes, cambiarse o
reeducarse a sí mismos en buena medida, crear nuevas instituciones y
relaciones, vencer a sus enemigos e instituir países que se reconocieran como
tales y masas de personas que fueran o aspiraran a ser sus ciudadanos. En
general, las independencias se consideraron parte de una epopeya y un proyecto
americanos, y así quedaron fijados en la conciencia social y en los discursos
más influyentes. Moderados, aprovechados y conservadores americanos tuvieron
que adoptar los símbolos de la epopeya libertadora, incluso los que querían
mediatizarla y controlarla.
En el origen estuvieron,
por tanto, la revolución y un proyecto continental. La iniciativa humana
radical e intransigente fue decisiva, y el resultado de conjunto fue un
formidable avance cultural a escala continental. Esa tradición es un aspecto de
enorme importancia en la acumulación cultural latinoamericana y caribeña
actual. Pero en las repúblicas se fueron integrando y consolidando versiones
que se convirtieron en la historia nacional, como parte de un complejo cultural
que respondía, en todo lo esencial, a la dominación de clase, al Estado y a las
representaciones sociales correspondientes. Igual que las economías locales,
los idiomas, las comunidades, las diversidades sociales y humanas, la historia
fue cristalizada en un molde nacional. No les fue posible reducir ese molde a
los arbitrios de los dominantes, pero lo cierto es que excluyó lo que fuera
realmente peligroso para la dominación. No fue por gusto: la subordinación al
capitalismo mundial no fue eliminada, y ella rigió desde la formación económica
y la organización estatal hasta las corrientes dominantes de ideas y creencias.
Las colonizaciones persisten hasta hoy, en las instituciones, las mentes, los
sentimientos y la vida espiritual. Las zonas de silencio, las multitudes sin
voz, las selecciones tendenciosas de hechos, procesos y personalidades, las
distorsiones y las falsedades, han formado parte hasta hoy de las culturas
nacionales.
La libertad, las naciones
y la justicia social han vivido muy dilatados y complejos procesos en nuestra
América desde 1824 hasta hoy. La forma republicana de gobierno predominó, pero
las libertades fueron recortadas, conculcadas o no cumplidas en la práctica en
innumerables ocasiones y lugares, la justicia social siguió siendo negada a las
mayorías y las naciones se fueron forjando paulatinamente, tanto que algunas no
se han completado todavía. Sin embargo, en nombre de ellas y del nacionalismo
se implantaron regímenes de dominación, se reprimieron las luchas sociales y de
los grupos étnicos oprimidos y se emprendieron numerosas guerras y conflictos
entre países del continente. Las potencias capitalistas, y cada vez más Estados
Unidos, aprovecharon el tipo de sociedades de dominación establecido en la
región para convertir a sus beneficiarios en socios subordinados o en
cómplices, dominantes y dominados al mismo tiempo. Estos sacrificaron los
intereses generales de sus sociedades para mantener los de ellos y los de sus
nuevos mandantes.
Pero existe una gran
acumulación cultural en el continente, de capacidades económicas, cultura
política y social, identidades, experiencias e ideas, que es hija del
transcurso histórico de estos dos siglos y forma parte de su patrimonio. Ella
es potencialmente capaz de enfrentar en mejores condiciones que otras regiones
del mundo los males a los que ha sido sometido en las últimas décadas y la rapacidad
y la agresividad del imperialismo, y de emprender transformaciones profundas
que le permitan hacer posible y convertir en realidad lo que le está impidiendo
el sistema capitalista. (8m)
Entre las décadas quinta
y octava del siglo XX tuvieron su máxima expresión ideas y prácticas de
políticas de desarrollo relativamente autónomas de cierto número de países de
la región, pero ellas cayeron en decadencia. Los burgueses latinoamericanos
protagonizaron una etapa económica expansiva y fueron en general hegemónicos en
sus países, pero no resistieron el desafío de cuatro procesos simultáneos,
aunque diferentes entre sí:
a) la emergencia de
Estados Unidos después de 1945 como el poder decisivo en el continente y a
escala del capitalismo mundial, lo que le permitió doblegar las resistencias,
desmantelar las autonomías e imponer la incorporación de cada país a su dominio
político y económico;
b) la extrema
centralización del sistema capitalista mediante los procesos de
transnacionalización y el dominio financiero y comercial, la especulación, el
gigantesco parasitismo de la deuda externa y la tiranía ejercida por el FMI y
el Banco Mundial. En consecuencia, las burguesías subalternas perdieron espacio
de maniobra, se redujo el papel de América Latina en el comercio mundial,
quebraron o se deformaron ramas industriales y predominaron los sectores
primarios exportadores, se multiplicó la entrega de excedente como tributo, se
anuló la capacidad de los Estados para cumplir sus funciones de factor
redistribuidor y de equilibrio social y se produjo la conservatización y el
desarme de la mayor parte del pensamiento económico y social;
c) el enorme crecimiento
de las luchas sociales y políticas latinoamericanas, que llegaron a ser
radicales en su actuación y en sus proyectos de cambio del sistema y
deslegitimaron a numerosos grupos de poder, desafiaron la hegemonía burguesa,
proclamaron proyectos populares y profundizaron el antimperialismo. Esas
experiencias fueron muy ricas y diversas: gran número de movimientos de masas
muy combativos, luchas armadas en una docena de países, el Gobierno de Unidad
Popular en Chile de 1970-1973 y varios intentos nacionalistas en otros países;
d) la liberación de Cuba
de sus ataduras, mediante una insurrección triunfante y una revolución muy
profunda, social, política y de las conciencias. Cuba, un país pequeño pero
estratégico del Caribe, que tuvo dos grandes expansiones económicas entre 1780
y 1930 y un extraordinario proceso revolucionario anticolonial, y fue sometido
al neocolonialismo por Estados Unidos desde fines del XIX, liquidó el poder de
la burguesía y del imperialismo, y logró colosales cambios sociales y
económicos que transformaron las relaciones fundamentales, la vida pública y
las instituciones, le aportaron dignidad y bienestar a toda la ciudadanía y la
soberanía nacional plena al país. Su ejemplo y la resistencia y las victorias
obtenidas frente a la agresión y el bloqueo imperialistas durante medio siglo,
han despertado un arco muy amplio de esperanzas, rebeldías, solidaridad, odio y
agresiones. La Revolución cubana ha estado siempre presente desde 1959 en los
asuntos latinoamericanos, por sus actuaciones, por las reacciones que ha
provocado, por las relaciones que se han sostenido con ella y por su influencia
en la política norteamericana hacia los demás países de la región. En la
actualidad es un factor importante para las acciones y los proyectos que
promueven soberanía, políticas sociales a favor de los pueblos, autonomía,
integración y unidad continental.
Ante las profundas
transformaciones acontecidas en las cuatro décadas citadas, la política
burguesa en América Latina no se dividió entre los arcaicos y los modernos, los
entreguistas y los “nacionales”, como suponían la creencia y la esperanza
pertinaces que albergaban fuertes corrientes de pensamiento y organización de
organizaciones de izquierda y el campo popular. Volveré a referirme a esa
creencia. En general, los modernos abandonaron las políticas de cierto
desarrollo autónomo –allí donde las había-- y se “integraron” como subordinados
al gran capital, y en todo lo esencial al imperialismo norteamericano. En el
terreno político, en vez de aliarse a los movimientos de rebeldía o resistencia
populares, se plegaron a las exigencias imperialistas, aceptaron las nuevas
dictaduras –los llamados regímenes de “seguridad nacional”-- o fueron incluso
coautores en los procesos represivos en numerosos países de la región, que
llegaron hasta el genocidio en algunos casos. En vez de una integración, se
organizó una internacional del crimen. Los regímenes capitalistas
neocolonizados arrasaron o desmontaron las formas organizativas del pueblo,
abandonaron las políticas de desarrollo autónomo y los instrumentos de la
soberanía nacional, practicaron el entreguismo, abolieron conquistas y
políticas sociales y provocaron fuertes retrocesos culturales conservadores,
todo en nombre de las bondades o la necesidad del neoliberalismo. Esos daños
han persistido hasta hoy en muchos ámbitos.
El Che había escrito en
1966: “las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de oposición al
imperialismo —si alguna vez la tuvieron— y sólo forman su furgón de cola. No
hay más cambios que hacer: o revolución socialista o caricatura de revolución”.
La política
revolucionaria fue la principal en esta etapa en que las clases dominantes
mostraron su entraña antinacional y fueron verdugos de sus propias sociedades.
Por primera vez en el siglo XX se pensó y se actuó en América Latina para
conquistar una transformación radical liberadora a una escala de participación
notable. Los revolucionarios intentaron derrocar el sistema de dominación de
cada país mediante el desarrollo de luchas armadas, la concientización y la
formación de bases sociales, combatieron al imperialismo, practicaron el internacionalismo
y plantearon la continentalización. El pensamiento logró un alto grado de
independencia y produjo tesis, corrientes y conceptos para comprender las
realidades materiales e ideales, y para guiar o fundamentar la conciencia, la
conducta y la actuación de los individuos, los grupos sociales y los pueblos.
(Dependencia, TL, Che). Hubo un nuevo grado de socialización más amplio de esas
ideas, por los estudios de militantes y activistas y la divulgación
intencionada a sectores de población, y por la combinación del acompañamiento
de un buen número de intelectuales a los procesos prácticos y la producción de
pensamiento por parte de revolucionarios activos.
A pesar de los
sacrificios, las movilizaciones, el heroísmo y la tenacidad que desplegaron, las
extraordinarias luchas populares de esta época no lograron convertir en
realidad sus ideales y sufrieron derrotas políticas, no sólo represivas. Pero
por segunda vez en la historia latinoamericana fueron la política y el
pensamiento revolucionarios los que pusieron a la orden del día el
derrocamiento de las opresiones y las liberaciones sociales y humanas. Los
proyectos radicales abominaron al sistema capitalista como un todo, no a sus
vicios o errores, y le dieron suelo americano al socialismo, que adquirió
concreción y atractivo para muchos. La libertad y la justicia social
reunidas, que habían sido el motor de tantas rebeldías, ahora se representaron
y se formularon como características indispensables de las sociedades a crear,
como objetivo a conquistar a partir de las experiencias de anticolonialismo,
repúblicas, ciudadanía, democracia, combates sociales, revoluciones,
organizaciones populares, antimperialismo, representaciones, símbolos e ideas
latinoamericanos. Ese proyecto de América nuestra que cristalizó hace pocas
décadas tiene mucha fuerza y vigencia como ideal general, porque brinda una
base espiritual y política para abominar el sucio final del siglo XX mientras
se elaboran las nuevas bases que están exigiendo las realidades actuales, porque
logró ser efectivamente latinoamericano, y porque sus propuestas fueron
firmadas con sangre. (8m)
En el marco de los
procesos diversos de modernizaciones del siglo XX, existieron muchas
organizaciones políticas y sociales que actuaron a favor del bienestar de las
mayorías, el buen gobierno, el desarrollo económico, más soberanía, estado de
derecho pleno, dentro de las reglas de juego cívicas del orden vigente. Sería
un error muy grave despreciarlas o subestimarlas por esa limitación básica.
Ellas proveyeron el campo para la actuación, las ideas y las experiencias
políticas de millones de personas durante un largo período histórico; muchas
veces obtuvieron demandas y avances parciales, más o menos duraderos, que no
hubieran cedido graciosamente los gobernantes, los patronos y los magnates, la
clase dominante poseída del afán de lucro, poder y predominio social. En otros
casos sirvieron al menos como escuela de ciudadanía y aprendizaje de los
límites de ese tipo de política. Lo que me impide tildarlos de “pragmáticos” es
que estoy refiriéndome a los largos períodos y las coyunturas en las que no
estaban en marcha protestas apreciables o rebeldías. El indicador fundamental,
a mi juicio, es que este tipo de acción política y social, y sus ideologías,
son las factibles y esperables dentro del funcionamiento de un sistema de
dominación que no está confrontando graves conflictos abiertos ni crisis.
Eran funcionales al
sistema en general, es cierto, pero al menos le forzaban a negociar y a ceder
en temas que no ponían en peligro su dominio. Por otra parte, los golpes de
Estado a gobiernos que no iban más allá de reformas moderadas, las brutales
represiones a partidos y movimientos sociales que no tenían pretensiones de
subvertir lo esencial del orden, constituyeron también enseñanzas para los
pueblos acerca de la naturaleza del sistema capitalista.
Las revoluciones mismas
tampoco han sido criaturas procedentes de la nada. Han tenido que comenzar por
lo que el medio existente consideraba demandas y banderas de rebelión, y
expresándose en su lenguaje (Sandino, liberal; Cuba 1952-53: Const 40). El
izquierdista cree ser el verdadero radical, y el único representante de un
pueblo abstracto y virtuoso al que prácticamente no conoce. El revolucionario
sabe que debe partir de los conflictos reales, y al mismo tiempo de las
percepciones reales que tienen de ellos la gente y los diferentes sectores del
pueblo. El proceso práctico y las concientizaciones irán dando instrumentos
para profundizar las comprensiones y los objetivos, permitirán a unos y otros
conocerse y aportarse saberes, a los revolucionarios ganar la condición de
conductores, a los participantes adquirir la determinación y otras cualidades
personales y la organización política que resultan imprescindibles. (Reforma y
rev, SP 1992).
Acabo de salir de
improviso del terreno del recuento histórico, porque me preocupa que ya llevo
media hora hablando. Quisiera incluir en esta introducción la cuestión de los
instrumentos de pensamiento, que tienen una importancia fundamental para la
actividad revolucionaria, porque ella sucede a contracorriente de lo que parece
de sentido común y esta obligada a ser intencionada y creativa, a pensar lo que
hace y lo que propone. Ante todo, ¿a partir de qué pensamos? Carlos Marx y Antonio
Gramsci nos han dejado claro que lo que parece vacío al inicio de los análisis
de ningún modo lo está: hay materiales previos que condicionan poderosamente la
actividad de pensamiento. La formación entera de los niños y jóvenes incluye
una preparación para servir al orden de dominación vigente, o por lo menos para
aceptarlo. En los países que han sido colonizados y neocolonizados la formación
incluye una autosubestimación que compulsa a buscar modelos externos, a
imitarlos y correr detrás de ellos, a creer que de ese modo se recorre un
camino que tendrá su punto de llegada y su premio en una civilización que es
ajena y, por consiguiente, inalcanzable. Ya estamos alertas contra la
colonización del pensamiento, pero no está de más insistir, porque en el
problema del par reformismo-izquierdismo existe también un componente de
colonización mental.
El problema es muy
complejo, porque a lo largo del transcurso histórico de este continente desde
la conquista europea ha sido dominante la cultura de los colonizadores, que ha
contado con incontables medios de imposición y de atracción. El pensamiento
reconocido como tal excluía en la práctica lo que no estuviera dentro de la
llamada modernidad; es realmente reciente la emergencia de valoraciones
positivas y de alguna utilización de otros saberes y formas de conocer y hacer
juicios de origen propiamente americanos. Lo grave es que los procesos de
universalización cultural capitalista se han acelerado cada vez más en los
últimos sesenta años; por consiguiente, la colonización mental es muy fuerte y
abarcadora, y muchas veces resulta difícil identificarla.
Las ideas opuestas al
capitalismo no podían salir de la nada. En Europa, que fue el centro de todo
aquel proceso histórico, las oposiciones al capitalismo contenían –junto a
antiguas creencias como la de una parusía o un destino-- un gran número de
ideas y símbolos pertenecientes al propio orden que querían combatir, y durante
mucho tiempo fueron sobre todo formas de radicalismo procedente de la
“izquierda” de las revoluciones burguesas. No olvidemos que una parte
apreciable del pensamiento de Marx se dedicó a la crítica de esas ideas y de
algunos movimientos que produjeron, que se oponían a la propiedad privada y
solían considerarse socialistas. Y es que ellos eran productos de la
reproducción de lo existente, aunque quisieran oponérsele, y la teoría y el
comunismo de Marx se basaban en irse muy por encima de lo que podría producir
el capitalismo en cualquiera de sus modos de superarse, para negarlo e impulsar
la revolución anticapitalista a escala total en la que los oprimidos se
cambiarían a sí mismos y crearían una sociedad diferente y muy superior.
Algunos opositores en
realidad querían regresar a un pasado idealizado, pero otros querían reformar
las modernas sociedades europeas para darles una racionalidad que no oprimiera
a las mayorías. Marx y Engels entendían que ya solo podrían cambiarse las
sociedades que el capitalismo industrial estaba revolucionando y dominando a la
vez, pero ese orden proyectado hacia el futuro tenía que partir de hechos
sumamente radicales: las luchas políticas de clases, la concientización
proletaria, la formación de organizaciones revolucionarias y la revolución
proletaria que debería alcanzar una extensión mundial. Ellos partían del
análisis del modo de producción capitalista, y de Europa como centro de ese
proceso --como era lógico pensar entonces en Europa--, y de una sociología del
conocimiento que vinculaba íntimamente los pensamientos posibles y la
producción de conocimientos sociales con el desarrollo del capitalismo, con el
conflicto antagónico que él mismo generaba y con el movimiento histórico que
los revolucionarios iban a promover.
A mi juicio, ellos
crearon el instrumento de análisis social más capaz que se ha logrado hasta
hoy, la ciencia política y las formas políticas prácticas más apropiadas para
producir las revoluciones sociales y humanas que logren la liberación de todas
las dominaciones y la epistemología más adecuada para el conocimiento social.
Siempre, claro está, que tengamos en cuenta los innumerables aportes que se han
hecho desde entonces hasta hoy desde posiciones muy variadas, los que incluyen
cambios, a veces muy notables, de ideas que tenían los fundadores del marxismo.
También era inevitable que la teoría original contuviera algunas
contradicciones, ambigüedades y ausencias; más de una de ellas fue advertida
por el propio Marx, que trató de avanzar en su superación. Para profundizar en
nuestro tema, necesitaríamos apoderarnos de la historia del pensamiento
marxista y asumir una perspectiva marxista consecuente con esa posición –lo
que, lamentablemente, no es muy usual--, poner a esa historia siempre en
relación con la historia política y social de ese largo período histórico, y
sobre todo introducir la dimensión de la universalización, que desde hace un
siglo se volvió fundamental para el desarrollo del pensamiento revolucionario.
Seguramente, la
organización prevista para este día nos permitirá en algún momento abordar algo
de esos temas. Ahora solo quisiera agregar algunos comentarios que sirvan para
ilustrar problemas.
Es natural que una teoría
destinada a servir a la gente de abajo en sus luchas tuviera mayor éxito en la
medida en que estos la asumieran como suya. Pero fue inevitable que desde
entonces la tomaran desde sus estructuras de pensamientos y creencias, y la
acomodaran a sus necesidades más sentidas. El marxismo que con razón
consideramos vulgar tiene en esto uno de sus fundamentos. La creencia en que
“después del capitalismo vendrá el socialismo”, como un destino inevitable, en
que “la Historia está con nosotros”, o incluso la de que “la materia” es lo
primero y “la conciencia” es segundona, son formas ideológicas de reafirmación
de quiénes tienen muy poca fuerza para hacer realidad sus ideales. También la
conversión de la expresión de Engels de que la teoría marxiana había llevado al
socialismo de la utopía a la ciencia en el título pretencioso de “socialismo
científico”, que en realidad se acogía para legitimarse a la ideología burguesa
de la ciencia, en el momento en que esta era la gran justificadora intelectual
del colonialismo y del racismo. La formulación intelectual más importante e
influyente de la vulgarización del marxismo ha sido el modelo de simple dominio
y dependencia entre la base “económica” y la superestructura, que supuestamente
debe regir la política revolucionaria y lo que esta podría proponerse en
cualquier situación concreta.
Pero insisto, en esta
primera ocasión, en tener en cuenta siempre las realidades de lo que piensa y
siente nuestra gente. Les leeré una cita un poco larga, pero con la idea de que
constatemos la grandeza del pensamiento que hemos producido en cada país de
nuestra América, y que es necesario rescatar y conocer. En 1931, Gabriel
Barceló, un joven dirigente comunista cubano que fue un gran estudioso del
marxismo, estaba en presidio y allí era el profesor de El Capital en la
Academia de los presos. Le escribió Barceló a un intelectual muy notable que no
entendía nada de lo esencial, desde el presidio político en que estaba
recluido:
La economía marxista, que
fue construida con el mismo sentido del devenir que anima todo el pensamiento
de Marx, al igual que el materialismo histórico, su genial interpretación de la
Historia, no solo no son dogmáticos, sino que son destructores de todo dogma.
Esto no quiere decir que “algunas verdades científicas y perfectamente
controlables prácticamente”, sobre todo por el estudioso, no tengan forma
dogmática en la mente popular.
César Vallejo, en su
libro Rusia en 1931, trata en un capítulo de su interesante obra la
dogmática y la mítica revolucionaria. (…)
Entre el elemento mítico,
se puede situar la “lucha final”. De esta convicción profunda, que surge sobre
su infinito dolor, brota potente del proletariado la voluntad de triunfar en
una “lucha” que sea “final” de toda desventura.
Hemos logrado en estas
últimas décadas desterrar la idea de que el pensamiento revolucionario solo
podía ser elaborado por unos pocos iluminados. Por lo mismo, tenemos que
generalizar el ejercicio de pensar. Por eso, aunque sea difícil, resulta
fundamental el trabajo de formación en la actualidad.
Habana, octubre 2013.
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