Las contradicciones son
muchas, y amplias las vías por las que pueden transitar desvíos y retrocesos.
Pero cabe la apuesta a construir un proyecto transformador que pueda tener en
América Latina un punto importante de irradiación hacia el resto del mundo.
Siempre es oportuna la
reflexión sobre Gramsci, un hombre de la militancia y el pensamiento que, desde
la cárcel fascista y casi al mismo tiempo en que el pensamiento codificado y
esquemático de la era de Stalin se consolidaba, produjo una visión compleja y creativa
dentro de la tradición marxista, que nos interpela hasta el día de hoy. El
itinerario de nuestros países en los tiempos recientes constituye un acicate
para intentar hacerlo.
La América Latina en lo
que va del siglo XXI inspira lecturas de raíz gramsciana, a partir del devenir
de una crisis multidimensional y de larga duración, uno de cuyos resultados fue
la activa puesta en cuestión del modelo neoliberal, tanto desde el llano como
por parte de algunos gobiernos, con el planteo de un grado de confrontación con
el capital concentrado y excluyente, resuelto a imponer la hegemonía
indisputada del enfoque neoliberal de resolución de las crisis.
En los últimos años han
aparecido una serie de experiencias en el subcontinente que apuntaron a poner
en cuestión, en mayor o menor medida, las grandes líneas de las reformas
neoliberales, y en algunos casos, como los de Venezuela y Bolivia, se han
animado a retomar el ideal socialista (o más genéricamente anticapitalista,
cuando lo enuncian como “buen vivir”). Es cierto que no siempre termina de
quedar claro cuanto hay de construcción de poder popular, con un horizonte de
modificación de las relaciones de producción y de construcción de un nuevo tipo
de democracia, y cuánto de recomposición del capitalismo en clave
neodesarrollista, con políticas calificadas de “heterodoxas”, asentadas en una
amplia intervención estatal. Pero eso es parte de la disputa en curso en el
presente y para el futuro cercano.
Quizás sea oportuno
revisar muy brevemente de dónde venimos. Los movimientos revolucionarios
latinoamericanos se han caracterizado en su mayoría, al menos hasta la década
de los ’70, por una concepción del tipo ‘guerra de movimientos’ y una visión
unilateral, limitada, de la dominación de clase, que tendía a minimizar los
aspectos que suelen subsumirse bajo el término gramsciano ‘hegemonía’.
La prioridad absoluta
otorgada a la opresión económica, junto a la ejercida por un estado al que se
veía sólo como brazo represivo al servicio directo de la explotación,
obliteraba la visión sobre otras formas de sojuzgamiento, y por tanto, la
posibilidad de articular una verdadera acción contrahegemónica. Las
reivindicaciones étnicas, de género o ambientales, corrían el riesgo de
aparecer como ‘desviando’ a las fuerzas contrarias al orden existente de sus
objetivos principales, en vez de ser aceptadas y promovidas como vehículo para,
en términos de Gramsci, ‘comprender y sentir’ la sociedad en términos más
complejos (y completos), de modo de superar esquemas preconcebidos puestos en
entredicho por los procesos en curso.
En el fondo, se
alentaba una concepción de élite revolucionaria, de ‘vanguardismo’ atravesado
por esos ‘hermanos enemigos’ que son el voluntarismo y el economicismo, y que
pueden tener como punto de llegada de sus acciones el disciplinamiento y
manipulación de las masas movilizadas.
La derrota
experimentada en carne propia, en algunos casos; la visión de los contrastes
ajenos en otros, el cambio del ‘clima de época’ más en general, hicieron que
aquella visión de la transformación social quedara seriamente dañada en sus
posibilidades de generar movimientos políticos eficaces. Se abría un abismo
para las izquierdas, y muchos se replegaron hacia posiciones en las que la
“economía de mercado” (denominación complaciente para el capitalismo) y la
democracia representativa realmente existente, se convertían en el horizonte
infranqueable para cualquier proyecto de transformación, en lo que ya no debía
ser cuestionado, so pena de desatar tempestades inmanejables.
Un problema para la
reconstrucción de una praxis efectivamente de izquierda, radicaba a nuestro
juicio en la necesidad de incorporar a la misma los cambios estructurales
producidos en las últimas décadas, y pasar por el tamiz crítico (y no por el
rechazo unilateral) las aportaciones de quienes en los ochenta decidieron
apostarlo todo a la llamada “transición democrática”, a menudo con
argumentaciones de raíz gramsciana. Se presenta hoy como necesario recrear un
enfoque latinoamericano que no le tema en exceso a los términos “revolución” y
“socialismo”, y que sea articulador de las realidades sociales y culturales
afines pero diversas de nuestros países.
Estamos además, y desde
hace tiempo, ante la necesidad de un replanteo de la mirada hacia las clases
subalternas, indispensable si queremos tomar el hilo del desafío acerca de qué
tipo de coalición social puede sustentar un proyecto contra-hegemónico. Hay
elementos para pensar que se avanza en una redefinición de la identidad de los
trabajadores (que comprende a desocupados de larga permanencia, informales,
precarios, cuentapropistas, nuevas actividades surgidas en el campo de los
servicios), que se cruza con los conflictos que no se desenvuelven en el
terreno de las relaciones capital-trabajo, y se encarna en nuevos métodos de
lucha, los que en ocasiones suplen importantes dificultades para sostener la
huelga y otras medidas de fuerza tradicionales, en otras se combinan con ellas,
y a menudo siguen vindicando la condición trabajadora original, aunque el
empleo sea precario o falte desde hace tiempo.
Los actuales pensadores
al servicio de la dominación les suelen dejar con gusto a las organizaciones
populares el terreno de la ‘pequeña política’ que sólo disputa sobre cuestiones
‘parciales y cotidianas’, para mejor encubrir la renuncia a la ‘gran política’,
la que atañe a un poder que se abandona con exclusividad a las clases
dominantes. Las organizaciones populares deben enfrentarse a fuertes presiones
hacia su ‘domesticación’, a encuadrarse en los límites de una ‘gobernabilidad’,
entendida en términos prácticos como que los dominados ejerzan su libertad de
organización y movilización, pero absteniéndose de todo lo que pueda perturbar
seriamente las relaciones de poder existentes.
Articulación de
tradiciones diferentes, construcción de un discurso alternativo creíble y
eficaz, fortalecimiento organizativo, son requerimientos muy actuales. Pero
también lo son la superación de las trabas que hoy se oponen, en la mentalidad
colectiva, a la militancia activa por la transformación. En primer lugar, la
ideología de la competencia interindividual como modo de moverse en la vida y
el trabajo, con el acceso a un consumo mayor y más variado como objetivo
central, sin atender a ningún objetivo ni acción colectiva relevante. Y luego,
la idea de que la militancia social y política de contenido contestatario tiene
altos costos, que no se ven compensados por sus logros frente a un sistema
dispuesto a todo para el castigo a sus adversarios, cuando no a su supresión.
Hoy estamos ante una situación en que a veces no se trata tanto de convencer de
la justicia de las luchas, sino de su viabilidad y utilidad, de la posibilidad
de que pueden ser conducidas de un modo que incremente la capacidad de acción
autónoma desde ‘abajo’ y no la acumulación de poder y privilegios por “arriba”.
Cabe, creemos,
continuar pensando en transformaciones revolucionarias, entendiéndolas como un
proceso, y no como un ‘acontecimiento’ único al que se adjudica por sí solo la
apertura de una nueva era; y de una manera en que su componente de ‘iniciativa
popular’, de autogobierno y autoorganización de las masas, de generación y
difusión de una ‘visión del mundo’ antagónica a la predominante, ocupe un lugar
tanto o más importante que la conquista del aparato del estado.
Al plantear la
necesidad de encarar la especificidad de la problemática ético-política sin
abandonar la ‘estructural’, al desarrollar el concepto de hegemonía en un
sentido complejo y multidimensional, Gramsci señalaba el camino para un enfoque
que no se inclinara a descubrir una única clave de la sociedad existente para
impugnar a ésta desde allí, sino a visualizar una crítica global, que no dejara
de estar edificada sobre la problemática de la lucha de clases, de modo de
eludir a la vez la tentación de subsumir ese conflicto en el plano de las
relaciones de propiedad y del manejo del aparato coercitivo estatal. Por
añadidura, hay una afinidad entre la época del Gramsci de los Cuadernos y la
actual: la sociedad capitalista atraviesa una crisis de enormes proporciones,
pero ésta no aparece como terminal, y todo indica que una ‘sobrevida duradera’
aguarda al capitalismo.
Se requiere entonces la
aptitud para captar, comprender e impugnar el conjunto de agravios que comete a
diario el orden social capitalista. Y la de encontrar un modo de ampliar y
enriquecer el vasto campo que pueden formar los explotados, los marginados, y
los que sin ser una cosa ni la otra tomen la decisión ética y política de no
seguir asistiendo pasivos al reinado de la injusticia.
En lo que va del siglo
XXI, las múltiples expresiones de descontento movilizado, que ha derivado a
menudo en abierta rebelión, muestran un cuadro social y cultural ciertamente
variopinto, que reduce a la irrelevancia las pretensiones de que un sector se
erija en ‘comando único’, y expresa la voluntad cada vez más firme de
cuestionar las diferentes aristas de un orden cada día más injusto.
Ni la identidad ni el
ideal emancipatorio están hoy dados, sino que deben construirse en un proceso
que articule experiencia y conciencia, el lugar propio con el del conjunto
social.
Las profecías sobre el
ocaso definitivo de cualquier forma de "política de calles" empezaron
a verse rotundamente desmentidas en los últimos años por los alzamientos
populares que dieron por tierra con varios presidentes latinoamericanos. Se
instauró una suerte de "revocatoria" de hecho de mandatos amparados
por la legalidad electoral, pero totalmente distanciados de las necesidades y
aspiraciones de la mayoría de la población. Esas conmociones contribuyeron a
abrir paso a fuerzas políticas sin experiencia anterior de gobierno y a
dirigentes no encuadrados en las conducciones políticas tradicionales. Y en ese
tránsito países como Venezuela, Bolivia y Ecuador han experimentado la
conformación de un nuevo “poder constituyente” que trastocó, al menos en parte,
el ordenamiento parlamentario tradicional, y en algún caso conmovió las bases
mismas de legitimación del estado nacional, al trocarlo en “plurinacional”.
Está por verse si esos
cambios desembocarán en dirección a una recomposición "transformista"
de la dominación social, cultural y política, o abrirán el camino a mutaciones
de carácter estructural, que incluyan una reformulación de las limitadas
democracias realmente existentes en nuestros países. De todas formas, el sólo
hecho de colocar nociones como el “socialismo del siglo XXI” en el debate
público, indica que lo que parecía el pétreo dominio de las concepciones
preconizadas por el capital más concentrado, ha quedado seriamente agrietado.
Las contradicciones son muchas, y amplias las vías por las que pueden transitar
desvíos y retrocesos. Pero cabe la apuesta a construir un proyecto
transformador que pueda tener en América Latina un punto importante de
irradiación hacia el resto del mundo.
Las clases subalternas
latinoamericanas son, desde siempre, ejemplo de diversidad y mezcla, de un arco
iris que nunca lograron agrisar las lluvias de plomo arrojadas una y otra vez
sobre sus hombres y mujeres por los dueños del poder. Difícil pensar hoy un
suelo más adecuado para que, en el mediano plazo, fructifique un nuevo proyecto
capaz de atacar por múltiples caminos el predominio de la mercantilización y el
egoísmo universales, y que pueda antagonizar a la gigantesca máquina de
producir, en simultáneo, un puñado de millonarios y un elevado número de
hambrientos. En la América Latina de hoy sabemos que las derrotas del pasado y
el inexcusable repaso de los errores cometidos, no tienen por qué ser
equivalente a la renuncia a la lucha contra la desigualdad y la injusticia.
Texto leído por el
autor en la Mesa Redonda “Crisis y hegemonía en tiempos de Gramsci y en los
nuestros” en la Biblioteca Nacional de Argentina, el 12/11/2013.
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