Los adversarios de los
diálogos acusan al presidente de estar aprovechando la paz para fines
electorales, pero lo que ellos hacen no es distinto.
William Ospina / EL ESPECTADOR
Más malo que utilizar
la paz para conseguir votos es combatir la paz con ese mismo propósito.
Los que deploran los
acuerdos de La Habana, a quienes esta semana se les oscureció la mirada en el
preciso momento en que al resto del país se le iluminaba, cuando, como pocas
veces, Colombia resplandecía de esperanza, hace 11 años celebraron el fracaso
del Caguán y 11 años más de guerra. Pero tal vez no son años de guerra lo que
quieren, sino unos cuantos períodos electorales obtenidos con la estrategia de
que la reconciliación nunca llegue.
Cada vez que se habla
de las transformaciones que podrán hacerse en el país gracias a los diálogos de
paz, los adversarios del diálogo saltan con los mismos argumentos que esta
semana repitió Óscar Iván Zuluaga. Que “la paz se hace desarrollando el campo,
con educación pública de calidad para nuestros jóvenes, una paz basada en el
respeto a la ley y a la justicia, una paz que tenga en cuenta a los colombianos
de bien, a los campesinos y a quienes trabajan día a día por aportarle al
país”.
Pero entonces, ¿por qué
no lo han hecho, si han tenido todo el poder y todos los recursos? ¿Y en qué se
opone eso a lo otro? En los cincuenta años que lleva esta guerra dolorosa que
sacrifica sólo a los pobres de Colombia, ¿por qué los que tienen la fórmula tan
clara no la han puesto en práctica?
Todos sabemos aquí que
la paz es cuestión de justicia, de dignidad, de acabar con la pobreza, con la
ignorancia, de no dejar a las mayorías en el desamparo y en la miseria. Eso en
Colombia sólo parecen ignorarlo los que toman las decisiones, los que manejan
los presupuestos, los que han sido encargados en vano durante décadas de
cumplir las promesas constitucionales. Pero cada vez que se hace algo a favor
de la reconciliación, los dueños de la fórmula mágica salen a oponerse a la paz
con el eterno argumento de que la paz se hace de otra manera.
La noticia de que el
Gobierno y la guerrilla han llegado a un acuerdo sobre el segundo punto de la
agenda produjo una alegría nueva en todos los que quieren que la guerra
termine, en las gentes humildes que han padecido esta guerra década tras
década. Pero hay quienes la reciben con malestar. Y aunque afirman no estar de
acuerdo, en realidad utilizan esa oposición al diálogo como un instrumento para
sus propios fines.
Si Colombia fuera un
país justo y próspero, de ciudadanos reconciliados, con una comunidad
solidaria, donde los jóvenes tengan claro su futuro y el horizonte de sus
oportunidades, uno podría entender que haya gente empeñada en que nada cambie.
Pero en un país tan catastróficamente estratificado, acosado por todas las
violencias, donde a medida que crece la economía crecen la desigualdad y la
injusticia, es evidente que los que se oponen a un cambio o son insensibles al
sufrimiento o se benefician del caos.
Un país espléndido por
su naturaleza, privilegiado por su gente, riquísimo por sus culturas, hace
muchas décadas está postrado en la mediocridad y en la indolencia en manos de
una dirigencia irresponsable que hace muy poco por su pueblo, que abandona a
sus multitudes pobres en barrios deletéreos, entre desagües y basuras, que los
deja morir a las puertas de los hospitales o los condena a esperar por meses
unos exámenes médicos de vida o muerte; un país que vive desangrándose en el
paraíso, bajo una economía que beneficia a muy pocos y sin que nadie tenga
derecho a tener iniciativas empresariales o de ningún género, porque un orden
de privilegios y compadrazgos cierra los caminos y ciega las oportunidades.
Basta recorrer el país,
más allá de ciertos centros comerciales y de ciertos barrios residenciales,
para ver la catástrofe. Y cada vez que alguien intenta modificar las cosas para
que entre un poco de luz en este pozo ciego, salen unos dirigentes, que no
tienen derecho a sentirse felices de la vergüenza, a predicar que el país está
en peligro, que el mundo está en peligro, porque unos guerrilleros van a
abandonar las armas, porque una guerra se va a acabar.
Sin embargo, creo que
esa oposición ha sido útil y seguirá siéndolo. Ante una casta como la vieja
dirigencia colombiana, tan indolente y tan indecisa a la hora de hacer reformas
y de modernizar el país, no deja de ser útil que unos políticos anclados en el
pasado, amigos sólo de las soluciones militares para todos los males, le hagan
comprender que la paz es necesaria, y que hay peligros mayores.
Los adversarios del
diálogo no sólo quieren que la guerra se prolongue en Colombia: parece que también
quisieran llevarnos a la guerra con nuestros vecinos. Pero con esa actitud nos
demuestran cuán necesario es que la guerrilla se desmovilice, que se incorpore
a la legalidad, y se dispute con ideas y actitudes pacíficas los votos de la
ciudadanía.
Ha terminado siendo muy
útil para la paz de Colombia que el expresidente Álvaro Uribe afirme que Juan
Manuel Santos, elegido por la votación más grande en la historia del país,
tenía que ser su comparsa obediente. Que lleve la impaciencia y la temeridad hasta
decir que el presidente de la República debería estar preso.
Tendremos que concluir
que Álvaro Uribe está cumpliendo para la historia la tarea provechosa de
convencer al viejo establecimiento colombiano de que más vale una democracia
ampliada con oposición que una vociferante tiranía medieval y una guerra
eterna.
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