«Los pobres organizados en movimientos desarticularon las viejas
gobernabilidades», sostiene el autor, que considera que los actuales gobiernos
progresistas de la región serían incomprensibles sin aquel ciclo de luchas.
Observa y presenta multitud de datos del repunte de un nuevo ciclo, centrado en
la minería, los monocultivos y la especulación urbana que cree profundizará los
cambios iniciados hace más de una década.
Raúl Zibechi / GARA
Cada vez que los sectores populares lanzaron desafíos profundos a las
clases dominantes, consiguieron modificar el escenario político, tanto a escala
regional como en cada uno de los países que integran la región. En la década de
los sesenta y parte de los setenta, fueron demandas obreras, campesinas y
estudiantiles por derechos democráticos que se defendieron con tanta intensidad
que hicieron tambalear las estructuras de poder y se saldaron, en general, con
la instalación de regímenes autoritarios alineados con Estados Unidos.
Movimientos campesinos en Brasil, Paraguay, Perú y Bolivia;
levantamientos obreros en Argentina (los célebres Cordobazo y Rosariazo),
mineros en Bolivia y de todos los sectores populares en Chile, cuya potencia
puede expresarse en un solo dato: en 1970 cerca de la mitad de la ciudad de
Santiago estaba «tomada» por pobladores que autoconstruían barrios, viviendas y
servicios. Algo similar sucedía en otras capitales, conformando un amplio
desborde popular desde abajo que sólo pudo ser contenido con represión y
muerte.
Dos décadas después, cuando el modelo neoliberal hizo estragos entre
los sectores populares y las capas medias, comenzó un nuevo ciclo que volvió a
modificar el escenario político de la región, pero en sentido inverso,
desgastando a los partidos tradicionales y facilitando así el acceso a los
gobiernos de fuerzas progresistas y de izquierda. El punto de partida de este
ciclo de protestas suele considerarse el Caracazo de febrero de 1989, el
levantamiento masivo y macizo de la población de Caracas contra un paquete de
alzas de precios decretado por el socialdemócrata Carlos Andrés Pérez (amigo
personal de Felipe González).
El gobierno lanzó a los militares contra la población. Según las
diversas fuentes masacraron entre 400 y tres mil personas, sobre todo en los
cerros, los barrios más pobres de la capital. Fue el comienzo del fin del
bipartidismo venezolano que despejó el camino al triunfo electoral de Hugo
Chávez en 1998. Luego suceden una decena de insurrecciones populares en Ecuador
(donde cayeron tres presidentes), en Bolivia (dos «guerras» por el gas y una
por el agua), en Argentina, Perú y Paraguay, además de importantes
movilizaciones en Brasil, Chile y Uruguay. Este impresionante ciclo popular
puso a la defensiva tanto a las derechas como a las burguesías aliadas de
Washington y modificó el escenario político por lo menos durante una década.
Los actuales gobiernos progresistas de la región serían
incomprensibles sin este ciclo de luchas que desbordó las instituciones
existentes, tanto las estatales como las políticas. Los partidos que gobiernan
Bolivia, Venezuela y Ecuador, por ejemplo, no existían antes que los pobres
organizados en movimientos desarticularan las viejas gobernabilidades. A
diferencia del ciclo de los sesenta, donde se registró un fuerte protagonismo
de las guerrillas y los partidos comunistas, en el de los noventa los movimientos
fueron capaces de auto-organizarse en base a sus comunidades territoriales en
campos y ciudades. Mientras el primer ciclo fue protagonizado por obreros,
campesinos y estudiantes, en el segundo jugaron un papel destacado los
indígenas y los pobres urbanos y rurales, los llamados «margi-nales» por la
sociología y parte de las izquierdas.
Ante nuestros ojos está despuntando, al parecer, un nuevo ciclo de
protestas y movilizaciones. La resistencia está centrada en la minería y los
monocultivos, en particular la soja, así como en la especulación urbana, o sea
en los diversos modos que asume el extractivismo. Según el Observatorio de
Conflictos Mineros en la región hay 197 conflictos activos por la minería que
afectan a 296 comunidades. Perú y Chile, con 34 conflictos cada uno, seguidos
de Brasil, México y Argentina, son los países más afectados.
La resistencia es particularmente potente en Perú, donde el 25% del
territorio fue concesionado a multinacionales mineras. La conflictividad hizo
caer dos gabinetes del gobierno de Ollanta Humala, llevó a la militarización de
varias provincias y provocó la muerte 195 activistas entre 2006 y 2011. El
proyecto Conga de minería aurífera en el norteño departamento de Cajamarca,
sigue paralizado por la contumaz resistencia de miles de comuneros que acampan
en las lagunas para impedir su contaminación.
La cordillera andina registra importante actividad anti-minera en
Chile y Argentina. La canadiense Barrick Gold, la principal productora de oro
del mundo, se vio forzada a suspender su proyecto Pascua Lama en la frontera
entre Chile y Argentina, por la presión social que forzó decisiones judiciales
adversas. La minería no sólo contamina sino que fuerza la construcción de
mega-represas hidroeléctricas para sostener el elevado consumo de energía que
requieren.
La resistencia a la soja, el principal cultivo transgénico en la
región, se está haciendo sentir con fuerza en Argentina. Primero fueron las
Madres de Ituzaingó que ganaron un juicio contra productores y fumigadores que provocaron
muertes y enfermedades en la localidad de seis mil habitantes del sur de
Córdoba, rodeada de campos de soja. Un pequeño grupo de madres descubrieron que
los índices de cáncer son 41 veces superiores al promedio nacional, porque el
agua que consumen está contaminada con plaguicidas por las fumigaciones aéreas.
El 80% de los niños de Ituzaingó tienen agroquímicos en la sangre y el 33% de
las muertes son por tumores.
Estos días Monsanto debió paralizar la construcción de una enorme
planta cerca de Córdoba, donde pretende instalar 240 silos de semillas de maíz
transgénico con el objetivo de llegar a 3,5 millones de hectáreas sembradas.
Decenas de militantes acampan frente a las entradas de la planta en
construcción y durante un mes impidieron el ingreso de camiones con amplio
apoyo de la población. La cuestión ambiental está instalada en toda la región,
pero lo novedoso es que ya no sólo se denuncia sino que se empiezan a conseguir
victorias.
En Chile los estudiantes y los mapuche han conseguido un amplio apoyo
a sus demandas. En Colombia se registró, entre agosto y setiembre, la mayor
movilización campesina en décadas contra las consecuencias del TLC con Estados
Unidos. El paro agrario nacional movilizó a miles de productores de alimentos
que atraviesan una profunda crisis que los está forzando a abandonar tierras y
cultivos. Sus movilizaciones confluyeron con los camioneros, los pequeños y
medianos mineros y con una parte de la población urbana insatisfecha, como los
trabajadores de la salud y la educación.
Finalmente, en junio estallaron las ciudades brasileñas. Luego de un
intenso mes donde millones de manifestantes ocuparon las calles en 140 ciudades
y consiguieron revertir los aumentos del precio del transporte en más de cien
ciudades, una nueva juventud sigue en las calles demandando el derecho a la
ciudad y la democratización de la vida urbana, lo que pasa por acotar la
especulación y las grandes obras que demandan eventos como el Mundial de 2014 y
los Juegos Olímpicos de 2016 en Rio de Janeiro.
Aún es pronto para saber si este ciclo incipiente se consolidará.
Menos aún para detectar los rumbos que irá tomando. Lo cierto es que apunta
contra las facetas más depredadoras del modelo extractivo, tanto en las áreas
rurales como en las urbanas, y parece destinado a profundizar los cambios
iniciados hace más de una década.
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