El hecho mismo de que la debilidad creciente
del sistema pueda ser captada y expresada es ya un producto de la cultura
ambiental que emerge de las movilizaciones sociales, que expresan los
conflictos ambientales en curso en todo el planeta, y en todos los ámbitos de
la actividad humana, desde la producción material hasta la intelectual.
Guillermo Castro H. / Especial
para Con Nuestra América
Desde Ciudad
Panamá
En mayo de 2013, la Alianza
del Milenio por la Humanidad y la Biosfera – una red que vincula a
unos 1600 científicos de todo el mundo – dio a conocer un comunicado en el que
indicaba la creciente importancia de cinco factores de riesgo para nuestra
especie.[i] Dichos
factores incluían las alteraciones del clima; la extinción de especies; la
destrucción de ecosistemas vitales, y los problemas asociados a la
sobrepoblación y el sobreconsumo. En conjunto, todos ellos constituyen aspectos
distintos, pero interdependientes, de la crisis ambiental global, en cuyo marco
han emergido – de la década de 1970 en adelante - los conceptos de ambiente,
sustentabilidad y desarrollo sostenible.
Es en ese marco también –y en
particular en lo relativo a los problemas asociados a la población y el consumo–
donde cabe plantear el impacto del deterioro del ambiente global sobre el
desarrollo urbano, y de éste con aquél. Ambos factores, en efecto, están
estrechamente vinculados entre sí. El moderno desarrollo urbano, en efecto,
está estrechamente asociado en su origen a la revolución industrial, a la
formación de un mercado mundial, a la transformación en capital natural de
todos los sistemas naturales del planeta, y al aprovechamiento de ese capital
mediante procesos de explotación sin precedentes en la historia de nuestra
especie.
Este vínculo puede ser
apreciado en el hecho de que, si a principios del siglo XIX la población del
planeta era de cerca de un billón de personas, de las cuales el 3% residía en
zonas urbanas, a comienzos del XX esa población se había duplicado, mientras
los residentes urbanos llegaban al 13%. Cien años después, como sabemos, hay
más de 7 billones de humanos en el planeta, de los cuales más de la mitad
reside en áreas urbanas. En el caso de los países en desarrollo, ese porcentaje
asciende al 70%: Panamá, por ejemplo, cuenta con 3.8 millones de habitantes, de
los cuales 2.8 residían en áreas urbanas en 2012, concentrados en su mayor
parte en las áreas conurbadas aledañas al Canal interoceánico.
Un concepto de especial
utilidad para el abordaje de ese vínculo es el de huella ecológica. En lo
cuantitativo, este concepto mide “cuánta área de la tierra y del agua requiere
una población humana para producir el recurso que consume y absorber sus
desechos usando la tecnología prevaleciente”[ii]. En lo cualitativo, facilita identificar las
relaciones de interdependencia entre sistemas humanos y sistemas naturales que
permiten satisfacer esa demanda de recursos y de servicios ambientales.
Visto así, el desarrollo urbano y los
problemas asociados a su sustentabilidad pueden ser asumidos como un objeto de
estudio de naturaleza glocal, esto es, como un proceso de alcance local que
opera a partir de realidades locales. En esta perspectiva, Londres y Sao Paulo,
Shanghai y la Ciudad de México, como la Ciudad de Panamá y Kalkata emergen como
elementos de una misma trama, de la que hacen parte también los glaciares del
Himalaya y los de los Andes, los bosques de la taigá siberiana y del trópico
húmedo, y la tierra de cultivo de Filipinas y Paraguay.
En ese escenario global, los procesos de
urbanización son, también, procesos de migración, de deslocalización y
relocalización de industrias y servicios, de transformación masiva de paisajes.
O, dicho en breve, los procesos de urbanización se constituyen en el elemento
dinamizador de antropización del planeta, cuyas consecuencias ambientales se
expresan a su vez en los factores de riesgo antes señalados. Se trata, en suma,
de que la crisis ambiental global es, ya, el aspecto principal de la crisis del
propio sistema mundial.
Hoy, el carácter de esa crisis se hace
evidente en la incapacidad del sistema internacional realmente existente para
asumirla en su verdadera complejidad. La tendencia dominante en esa sistema,
por el contrario, consiste en simplificar la complejidad de la crisis, para
reducirla a términos y procedimientos que parezcan manejables, y desagregar ese
manejo en iniciativas puramente locales.
Así, la crisis es reducida a su dimensión
climática; ésta, a la dimensión tecnológica y esta última, finalmente, a la
financiera. Con ello, toda iniciativa de política culmina en la puerta de los
mismos bancos que contribuyen cada día a financiar las actividades que generan
los problemas que se quiere mitigar. Por otra parte, el hecho mismo de que esa
debilidad creciente del sistema pueda ser captada y expresada es ya un producto
de la cultura ambiental que emerge de las movilizaciones sociales que expresan
los conflictos ambientales en curso en todo el planeta, y en todos los ámbitos
de la actividad humana, desde la producción material hasta la intelectual.
América Latina, en particular, ha logrado
importantes avances en la tarea de contribuir a la creación de una verdadera
visión de conjunto de este proceso, generalizando y escalando la complejidad de
nuestras experiencias colectivas, en dirección a entender que, siendo el
ambiente el producto de la interacción entre las sociedades y su entorno
natural, la necesidad de generar un ambiente distinto nos obliga a asumir la de
establecer sociedades diferentes. Identificar esa diferencia, encontrar los
medios para hacer posible lo que ya es deseable, es ya el principal desafío
político que encara el ambientalismo latinoamericano.
NOTAS
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