El planteamiento de la
despenalización en solitario, sólo por parte de Guatemala, es un imposible. El
negocio de las drogas ilegales es un problema global, y siendo nuestro país un
eslabón más en la compleja cadena que une los productores de Sudamérica con los
consumidores de América del Norte, obliga a hacer abordajes regionales.
Marcelo Colussi / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
El consumo de sustancias
psicotrópicas con fines evasivos es absolutamente humano; siempre se dio, y
nada puede garantizar que no se siga dando. Haber transformado esa condición
humana en un lucrativo negocio es relativamente nuevo. La actual narcoactividad
crece en el mundo, en todas sus facetas: producción de drogas ilícitas,
tráfico, comercialización, consumo, lavado de los capitales que genera.
Guatemala no escapa a esa tendencia.
Somos un país de tránsito de
drogas ilegales, un puente entre Sudamérica, donde se produce la mayor cantidad
de cocaína, y Estados Unidos, su principal consumidor mundial. La situación de
paso hacia el norte en el tránsito de sustancias ilícitas trae aparejada una
aureola de violencia que va definiendo la dinámica social. La violencia ligada
a la narcoactividad ronda el 40% de los homicidios que tienen lugar hoy en el
país.
El circuito de la narcoactividad
en su conjunto representa hasta un 10% del Producto Bruto Interno, lo que hace
del negocio un poderoso factor de influencia política y creciente presencia
sociocultural. Podría decirse que en este momento están sentadas las bases para
pasar a ser un narco-Estado.
La debilidad estructural del
mismo, su cultura histórica de corrupción y abandono en el cumplimiento de sus
tareas básicas de atención de las grandes necesidades de la población, permite
la avanzada de la narcoactividad, por no querer y/o no poder ofrecer
alternativas, dejando así en manos de redes criminales aspectos que, de suyo,
deberían ser de su competencia.
Hasta la fecha, las distintas
acciones para abordar el problema de la narcoactividad dentro del país se han
venido realizando desde marcos punitivos. Ello responde a las pautas fijadas
por el gobierno de Estados Unidos para la región, desde donde se imponen
planteos prohibicionistas que se ligan con luchas frontales al tema de las
drogas prohibidas, siempre desde una lógica militarizada. La evidencia
demuestra que esa lucha no da grandes resultados (o ninguno), pues el consumo
global no baja y la violencia concomitante a su comercialización no se detiene.
Por ello existen planteos alternativos que ponen el énfasis en abordajes que
hacen de todo el asunto un problema socio-sanitario, lo que constituye una
visión superadora del paradigma prohibicionista.
El Ejecutivo Nacional lanzó
el año pasado la propuesta de despenalizar las drogas, desmarcándose así de la
lógica dominante impuesta por Washington. La idea surgió como propuesta de
política externa, pero a nivel nacional no se ha desarrollado nada para darle
sostenimiento. En principio, poco o nada trabajada como está la iniciativa, la
opinión pública nacional no se muestra especialmente favorable a la
despenalización, enfrascada en otro tipo de problemas más acuciantes del día a
día. En sentido estricto, no existe una propuesta orgánica a nivel nacional que
dé sustento a la iniciativa presidencial.
La forma en que se trajo la
propuesta al seno de los países de la región centroamericana no fue la más
feliz. Tuvo mucho de impositivo y faltó un trajo previo de cabildeo. Si bien se
logró instalar el tema en la OEA, ello no asegura que la despenalización como
política regional tenga un futuro asegurado, ni a través del organismo
diplomático ni del consenso entre países del área.
El planteamiento de la
despenalización en solitario, sólo por parte de Guatemala, es un imposible. El
negocio de las drogas ilegales es un problema global, y siendo nuestro país un
eslabón más en la compleja cadena que une los productores de Sudamérica con los
consumidores de América del Norte, obliga a hacer abordajes regionales. En el
punto actual de la propuesta, no está claro qué ni cómo se despenalizaría exactamente,
y menos aún, cómo eso bajaría efectivamente los índices de violencia. Ello
debería obligar a un pormenorizado estudio con base científica que fundamente
con precisión qué hacer para la promoción de una política de Estado en el tema,
sostenible en el tiempo más allá de la administración actual.
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