Si de cambios se trata, lo
sensato sería promover y facilitar aquellos que contribuyeran a relacionar
armónicamente entre sí la organización natural del territorio, con la
organización territorial de la economía, mediante una nueva organización
territorial del Estado.
Guillermo Castro H. / Especial
para Con Nuestra América
Desde Ciudad
Panamá
En Panamá, la decisión de
crear una nueva provincia en la ribera Oeste de la vertiente Pacífica del
Canal, aprobada como Ley por la Asamblea Nacional recientemente, ha suscitado
diversas críticas. Inicialmente, lo fundamental de esas críticas se ha
enmarcado en las mentalidades correspondientes al viejo orden establecido en
Panamá entre 1903 y 1979. Tales cuestionamientos, en efecto, hacen referencia a problemas legales –cambios en documentos de
identidad, símbolos patrios, etc.-;
administrativos –creación
de nuevas burocracias, mayor gasto
improductivo, etc.-,
y conflictos de pequeña política municipal, como la disputa por la nueva
cabecera provincial entre los distritos de Arraiján y La Chorrera.
Otros planteamientos –como los del antropólogo Orlando
Acosta sobre los riesgos que el nuevo ordenamiento conlleva para la gestión de
la cuenca del Canal, sin embargo-, se corresponden con las
mentalidades que empiezan a tomar forma a partir de la entrada en vigencia del Tratado Torrijos–Carter. El Tratado, en efecto, abrió
paso a la incorporación del Canal a la economía interna de Panamá, potenció así
la transformación del Corredor interoceánico en un complejo de transporte
multimodal, y sentó las bases para establecer y desarrollar en ese Corredor
toda una plataforma de servicios al comercio global.
Ese proceso sigue en marcha
mediante una diversidad de procesos que van desde la conurbación en curso entre
las ciudades de Panamá y Colón por un lado, y de Chorrera a Pacora a lo largo
del litoral Pacífico, hasta la ampliación del Canal, la construcción del nuevo
puente sobre el Canal en el Atlántico, y –a
partir de allí–
la de dos carreteras estratégicas. Una, que irá de Colón a Centro América por el litoral Atlántico –conectando entre si las
salidas al Pacífico ya existentes en Petaquilla, Calovébora y Rambala, y otra
que irá desde Río Indio hasta La Chorrera, por la ribera Occidental del lago
Gatún, atravesando la cuenca del Trinidad en su desembocadura.
No hay duda alguna sobre la
necesidad de ir a un nuevo ordenamiento territorial que ponga orden en estas
transformaciones –hasta ahora espontáneas en una
importante medida, y mal articuladas entre sí-, limitando sus efectos más
destructivos y potenciando los más productivos. Sin embargo, la creación de la
décima provincia, tal como ha sido concebida por los personeros del poder
legislativo, fragmenta aún más el territorio
en lo político–administrativo,
contribuye a la segregación de elementos cuya integración debería ser favorecida –como el complejo logístico Panamá–Pacífico y los principales puertos
asociados al Canal-, y terminará por elevar innecesariamente los costos de
operación del Corredor Interoceánico, disminuyendo la competitividad de Panamá
en el mercado global de servicios logísticos.
Si de cambios se trata, lo
sensato sería promover y facilitar aquellos que contribuyeran a relacionar
armónicamente entre sí la organización natural del territorio, con la
organización territorial de la economía, mediante una nueva organización
territorial del Estado. En la práctica, el Corredor Interoceánico ya abarca un
conjunto de actividades que tienden a integrarse en un espacio común: el propio
Canal, con su área de operaciones y toda su cuenca; los componentes del sistema
de transporte multimodal y de la plataforma de servicios globales, y las
ciudades que acogen a quienes trabajan en las diversas actividades que se llevan a cabo en el Corredor –que, según cálculos del
economista Rubén Lachman, generan el 50% de la riqueza nacional.
Ese conjunto tendrá que se
organizado eventualmente en una provincia del Canal, estructurada con el valle
del Chagres como eje, y que abarque, en el litoral Pacífico, el sistema conurbado que va de Capira–Chorrera al Oeste, a Pacora en
el Este; en el Atlántico, lo que va de Río Indio al Oeste a Portobelo al Oeste
de la ciudad de Colón; el Corredor propiamente dicho, con la ciudades de Panamá
al Sur y Colón al Norte, y la Cuenca del Canal, finalmente integrada en un marco político–administrativo adecuado a su
gestión integral.
Esto, naturalmente, terminará
por generar transformaciones en el conjunto del territorio nacional, en la
medida en que facilite la generalización de las correspondencias entre la
organización natural del territorio y la organización territorial de la
economía y del Estado. La discusión de esas
transformaciones –que
estarán asociadas por necesidad a la multiplicación de vías de comunicación interoceánica que ya está en curso– requeriría un planteamiento
separado.
De momento, dos tareas esperan
por la labor de nuestros intelectuales, incluyendo a aquellos dedicados a
tareas de dirección en las organizaciones sociales y económicas que hacen parte
de nuestra sociedad civil. Una consiste en encarar críticamente las
consecuencias de enfrentar los problemas del siglo XXI con la mentalidades del
XIX. La otra, en iniciar las tareas de imaginación bien fundamentada que
demanda poner en relación entre sí el enorme potencial de nuestra población y
nuestros recursos con los desafíos y oportunidades que nos ofrece el mundo que
emerge del proceso de globalización.
En esto, como en tantos otros
temas, quizás tengamos que esperar a que pase lo que entre nosotros pasa por
ser un campaña electoral, para poner sobre la mesa, finalmente, los
problemas que realmente van a definir nuestro futuro. Con ello, habremos dado
un paso de la mayor importancia por abrir paso a la verdadera renovación
política que nuestro país demanda ya con tanta urgencia.
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