Si en su tiempo pudo
aspirar Martí a que nuestra naciones caminaran “con Spencer de un brazo, y con
Bolívar del otro”, en el de hoy su legado estimula a forjar nuestra cultura
ambiental desde nosotros mismos, con el propio Martí de un brazo, y Eric
Hobsbawm del otro.
Guillermo Castro H. / Especial para Con
Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para
Patricia Pinheiro de Melo, en Recife.
Ayer
desde mañana
La trascendencia de la obra de
José Martí en la formación y las transformaciones de nuestra América a lo largo
de nuestro siglo XX -de cuyo nacimiento da fe su ensayo Nuestra América, publicado en enero de 1891-, no puede ni debe ser
juzgada mediante la sola referencia a su tiempo y su circunstancia. Martí, en
efecto, debe ser juzgado en primer término por su pertinencia para la
construcción de nuestras opciones de futuro.
Al presente, los problemas que nos
presenta esa tarea de construcción están cada vez más determinados, en lo
general, por las amenazas a nuestra especie que se derivan de la crisis
ambiental global en que ha venido a desembocar el desarrollo del capitalismo a
escala mundial. Al propio tiempo, en lo particular, esos problemas se expresan
en el papel que desempeña nuestra América en el desarrollo de esa crisis, a
partir de tres tendencias dominantes en la historia ambiental inmediata de
nuestra región.
La primera de esas tendencias
consiste en la creciente importancia de la región como última gran reserva de
recursos naturales (hídricos, bióticos, minerales, forestales, agropecuarios)
del mercado global, derivada del hecho de que nuestra América sólo vino a
ingresar a la Edad de los Metales a partir del siglo XVI, junto con su ingreso
a la condición de región periférica del moderno sistema mundial, hoy en crisis.[1] La segunda tendencia está
asociada al hecho de que esa transformación opera a través de procesos de
acumulación mediante la expropiación de quienes han venido ocupando los
territorios donde se ubica lo fundamental de ese patrimonio: así, por ejemplo,
se estima que un tercio de esa enorme frontera interior está habitada por
pueblos originarios, y el resto por poblaciones mestizas y afroamericanas de
economía campesina.
A lo anterior se agrega, en tercer
lugar, la tendencia a la urbanización que ha llevado a nuestra América a
convertirse, en el curso de apenas dos generaciones, en una región en la que el
70% de la población reside ya en áreas urbanas, superando el promedio mundial,
de 50%. En nuestro caso, además, ese desarrollo urbano ha tenido un carácter
desordenado, especulativo y predatorio, y genera una huella ecológica tan
extensa como nociva, que se combina con la del extractivismo como forma
dominante de explotación de los recursos naturales para generar procesos de
deterioro ambiental de alcance y complejidad cada vez mayores.
Y, finalmente, está el hecho en
curso de que estos procesos han generado importantes movimientos sociales de una
creciente impronta ambiental que, si en las fronteras de recursos se resisten a
la acumulación por expropiación, en las áreas urbanas demandan condiciones
básicas de vida, en particular aquellas relacionadas con el acceso al agua, la
energía y la recolección de desechos. Estos movimientos, a su vez, tienden a
converger con una tradición intelectual de crítica a las consecuencias
ambientales del desarrollo en la región, la cual – con altibajos - se remonta
en su forma contemporánea a la década de 1980. De esa convergencia emerge un
ambientalismo de base social cada vez más amplia, y de gran fecundidad
cultural.
Es en ese marco donde cabe ubicar
la renovación de una cultura latinoamericana de la naturaleza, entendida como
aquella que expresa los valores y las normas que definen la
interacción entre los sistemas sociales y los sistemas naturales en una
sociedad determinada. En ese sentido, a su vez, la cultura de la naturaleza
expresa también la naturaleza social de
la cultura de la que ella hace parte, sobre todo en lo que hace al
lugar que ocupan las relaciones con el entorno natural en la visión del mundo
dominante en cada sociedad, y en los hábitos de conducta y pensamiento
correspondientes a la misma. En nuestro caso, los orígenes de esa
cultura se remontan a la Reforma Borbónica de mediados del siglo XVIII, para
adquirir su primera madurez crítica a finales del siglo XIX y principios del
XX, al calor de los debates sobre la necesidad de superar los límites de la
Reforma Liberal de 1850 - 1875, que había venido a desembocar en el Estado
Liberal Oligárquico.
Aquellos debates tuvieron por
objeto la transformación del Estado Liberal Oligárquico en otro de carácter
Liberal Democrático, capaz de representar el interés general de sus habitantes
en su propio territorio, y en el mercado mundial. Los de nuestro tiempo buscan
trascender los límites políticos del Estado neoliberal productivista, en busca
de formas nuevas de organización social y política que hagan viable una vida
buena para nuestra gente, sin poner peligro las posibilidades de desarrollo
futuro de la especie que somos.
La formación y desarrollo de una
historia ambiental latinoamericana hace parte de ese proceso mayor. Si bien
ella hace de su propia región su ámbito de estudio inmediato, no se limita a
ser una historia ambiental de América Latina, sino que le ofrece voz propia a
la participación de los historiadores latinoamericanos en el estudio del ámbito
mayor de su campo, que es el proceso de formación y crisis del ambiente global
formado por el desarrollo del moderno sistema mundial. Es en ese marco,
también, donde adquiere pleno sentido la discusión del aporte de José Martí a
la formación y desarrollo de la cultura de la naturaleza característica de las
sociedades de nuestra América.
Primus
inter pares
De José Martí cabe decir fue, al
mismo tiempo, el más universal de los cubanos y el primero entre sus pares
hispanoamericanos. Sus ideas sobre la naturaleza, en efecto, forman parte del
universo más amplio de preocupaciones, intereses y lecturas que compartió con
un amplio número de jóvenes intelectuales de la región, que se percibían a sí
mismos como modernos en la medida en que se ejercían como liberales en lo
ideológico, demócratas en lo político, y patriotas en lo cultural, y aspiraban
desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era
llamado “el concierto de las naciones”. En esta perspectiva, Martí ofrece al
menos tres aportes de especial interés para una historia de lo ambiental como
problema en nuestra cultura.
El primero consiste en sus
observaciones dispersas acerca de las interacciones entre la historia humana y
la historia natural, sintetizadas en la idea de que “Cuando se estudia un acto
histórico, o un acto individual, se ve que la intervención humana en la
naturaleza acelera, cambia o detiene la obra de ésta, y que toda la historia es
solamente la narración del trabajo de ajuste, y los combates, entre la
Naturaleza extrahumana y la Naturaleza humana...” El segundo, en su lectura
–entre 1881 y 1895 y siempre en la perspectiva de su interés en la construcción
de naciones modernas en las antiguas colonias de España en América–, de autores
que iban sentando las bases de lo que llegaría a ser la moderna cultura
ambiental anglosajona, desde Henry David Thoreau hasta Charles Darwin. Y el
tercero, en su incorporación de lo natural al campo de lo político, ya a
principios de la década de 1890.
Estas fechas son por demás
relevantes. Los Estados Unidos en que residiera Martí iniciaban la formidable
transición que medio siglo después los llevaría a una posición hegemónica entre
las potencias Noratlánticas. El desarrollo de los grandes monopolios que
surgían de la fusión del capital financiero y el capital industrial constituía
ya el rasgo más visible de esa transición, y Martí fue de los primeros
latinoamericanos cultos de su tiempo en captar las implicaciones sociales que
se derivaban de la traducción, en poderío político, del poder económico así
acumulado por esa nueva forma de organización del capitalismo norteamericano.
En lo que hace a la dimensión
ambiental de ese proceso, la clausura oficial de la frontera interior de los
Estados Unidos en 1890, daría lugar al despliegue de dos tendencias que
vendrían a ser características de la relación de los norteamericanos con el
mundo natural. Por un lado, la expansión hacia el exterior en nombre de la
lucha por el control de recursos naturales estratégicos en ultramar, y de los
mercados asociados a las mismas; por otro, la lucha por la conservación de los
recursos naturales en su propio territorio.
La primera de esas tendencias se
vinculaba directamente al expansionismo militar y económico, y vendría a
figurar con especial relevancia en el proceso de construcción y administración
del Canal de Panamá, por ejemplo. La segunda, en cambio, tendió a vincularse
con aquella corriente democrática de la cultura norteamericana que, a partir de
Tom Paine y Thomas Jefferson, se prolongaría en la obra de pensadores como
Henry David Thoreau, Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman y Henry George, hacia
los que Martí demostraría desde temprano una clara afinidad.
En esta perspectiva, la afinidad
de Martí con la vertiente democrática de la cultura Noratlántica de su tiempo
sólo puede ser comprendida tomando en cuenta su constante crítica a aquella
otra vertiente que buscaba, en la experiencia de la conquista de la frontera
interior –la de aquellos bosques donde “el aventurero taciturno caza hombres y
lobos, y no duerme bien sino cuando tiene de almohada un tronco recién caído o
un indio muerto”–, y en filósofos como Herbert Spencer, bases ideológicas que
justificaran el renovado expansionismo norteamericano.
Esa postura puede ser apreciada en
la forma en que la obra de Martí aborda un conjunto de figuras clave en las
ciencias naturales y humanas del mundo Noratlántico de su tiempo, como Charles
Darwin, el propio Spencer, y Henry David Thoreau. Darwin, en particular,
constituye un importante referente de seriedad y dedicación en el trabajo
científico, y los rasgos más generales de su obra son objeto de comentario bien
informado, sobre todo en relación al problema de la universalidad del
conocimiento en un mundo signado por la inequidad entre los hombres como entre
sus naciones.
En ese comentario, Martí destaca a
un tiempo las importancia de las ideas de Darwin para sostener la existencia de
una identidad fundamental en el género humano, y el papel desempeñado por la
naturaleza americana en el surgimiento y desarrollo de esas ideas. “El genio de
este hombre”, dice en 1882, “dio flor en América; nuestro suelo incubó;
nuestras maravillas lo avivaron; lo crearon nuestros bosques suntuosos; lo
sacudió y puso en pie nuestra naturaleza potentísima”. Y, como para darle
aliento aun mayor a lo que propone, el artículo que dedica a la muerte del
sabio inglés incluye algunas de las descripciones más ricas del mundo natural
americano –las selvas de Brasil, las pampas argentinas, la Patagonia y la
Tierra del Fuego, el centro y el Norte Chico chilenos– creadas por nuestra
literatura.
Y es también desde esa perspectiva
americana que juzga Martí la obra de Darwin en su doble dimensión, científica y
filosófica. “Cargada así la mente”, dice, “volvió el sabio de América a Europa”
y, ya en su patria, echaba “con los ojos mentales, a andar a la par los
animales de las diversas partes del globo”, pero también recordaba “más con
desdén de inglés que con perspicacia de penetrador, al bárbaro fueguino, al
africano rudo, al ágil zelandés, al hombre nuevo de las islas del Pacífico”. De
ello resultaba, para Martí, que Darwin –“como no ve el ser humano en lo que
tiene de compuesto, ni pone mientes cabales en que importa tanto saber de dónde
viene el efecto que le agita y el juicio que le dirige, como las duelas de su
pecho o las murallas de su cráneo”– diera en pensar “que había poco del
fueguino a los simios, y no más del simio al fueguino que de éste a él”.
Con todo, el modo y los propósitos
conque acudía a dialogar Martí resaltan en el párrafo con el que concluye el
artículo que dedica a la memoria del naturalista inglés. “Bien vio”, dice allí,
“a pesar de sus yerros, que le vinieron
de ver, en la mitad del ser, y no en todo el ser, quien vio esto; y quien preguntó a la piedra muda, y la oyó
hablar; y penetró en los palacios del insecto, y en las alcobas de la planta, y
en el vientre de la tierra, y en los talleres de los mares. Reposa bien donde
reposa: en la abadía de Westminster, al lado de héroes”.
Otro es el caso del aprecio de
Martí por Henry David Thoreau. Ya en 1881 lo llamaba “el trascendentalista, el
místico, el filósofo natural de Massachussets”, resaltando aquel íntimo nexo en
que lo ético y lo estético convergen en una misma relación simultánea del
individuo con sus semejantes y con su mundo natural. Hay aquí una huella
romántica, por supuesto, pero hay, sobre todo, la valoración de una actitud que
–en su aparente retiro del mundo– expresa un triple compromiso de índole muy
cercana a las más íntimas convicciones del propio Martí: el de la armonía de la
naturaleza ante las pasiones desordenadas de la sociedad capitalista
norteamericana en ascenso; el del papel de la síntesis intuitiva en el proceso
del conocer y, por último, el de una vocación libertaria enemiga de todo
prejuicio y de toda restricción externa al ejercicio de la propia creatividad.
En efecto, tanto la lectura de Walden, su libro clásico, como la de
textos de tono militante como Civil
Desobedience nos revelan en aquel “filósofo natural” a un crítico temprano,
severo y consistente del impacto del capitalismo sobre la vida y la cultura de
sus conciudadanos, al punto de afirmar en 1861 que
Este
mundo es un lugar de negocios... Si un hombre que ama los bosques camina por
ellos durante la mitad de cada día, se arriesga a ser visto como un vago; pero
si dedica todo su día a la especulación, destrozando esos bosques y dejando
pelada a la tierra antes de que haya llegado su hora, es estimado como un
ciudadano industrioso y emprendedor. ¡Como si un pueblo no tuviese más interés
en sus bosques que derribarlos!
De este modo, el diálogo entre
culturas que emprende Martí a partir de 1880, y que prolonga hasta el fin de
sus días, sólo requiere atender a dos condiciones. Por un lado, la de no
suponer “por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio
del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la
vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las
nuestras”; por el otro, la de que la América nuestra se de a conocer –“una en
alma e intento”–, de modo que el vecino “no la desdeñe”, ni agregue con ello
nuevos elementos de peligro al período “de desorden interno o de precipitación
del carácter acumulado del país” al que entonces ingresaban los Estados Unidos.
A esas advertencias, en todo caso,
llega Martí a lo largo de dos grandes etapas en su tratamiento del tema. En la
primera, centrada en sus colaboraciones para el periódico La América, de Nueva York, y La
Opinión Nacional, de Caracas, entre 1881 y 1884, su atención se concentra
en las relaciones entre el desarrollo de la ciencia y la tecnología, la
economía y la naturaleza, en busca de alternativas para una inserción más
productiva y justa de América Latina en el mercado mundial, en creciente
conflicto con el modelo de crecimiento hacia fuera impulsado por el Estado
Liberal Oligárquico.
Lo propuesto por Martí, en efecto,
incluye una producción diversificada que evite los riesgos de la
especialización excesiva; adecuada al potencial ecológico de cada país;
centrada primordialmente en una agricultura tecnificada, bien articulada a la
industria, y capaz de garantizar la integración social a través de la promoción
del bienestar de las mayorías ciudadanas mediante el acceso a la tierra, a una
educación adecuada a la lucha por el progreso en sus propias circunstancias, y
a empleos productivos.
Pero, y sobre todo, entre 1889 y
1891 –en lo que va de sus reportajes a La
Nación, de Buenos Aires, sobre la Conferencia Internacional Americana y la
Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América, a la publicación en Nueva
York y México de su ensayo Nuestra América–
el tema ambiental aparece en Martí cada vez más vinculado al problema de la
autodeterminación nacional, hasta que ambos se fusionan virtualmente, y la
naturaleza se ve convertida en una categoría central de su discurso político.
De Nuestra América podría decirse, en esa perspectiva, que es el acta
de nacimiento de nuestra contemporaneidad. Allí, el que fuera un joven liberal
radical en el México de Lerdo de Tejada, y admirador entusiasta de los primeros
momentos del gobierno de Justo Rufino Barrios en Guatemala, rompe con el
liberalismo triunfante de su tiempo, y plantea de modo abierto los que serían
grandes temas de la política y la cultura latinoamericanas a partir de la
revolución mexicana de 1910-1917. Y resulta notable que esa ruptura se produzca,
además, mediante un vigoroso esfuerzo por trascender el paradigma oligárquico
sintetizado de manera tan admirable en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento.
En ese esfuerzo, Martí empieza por
definir en su ensayo al “buen gobernante en América” como: “el que sabe con qué elementos está hecho su
país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e
instituciones nacidos del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada
hombre se conoce y se ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la
Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden
con sus vidas”.
Para que ello sea posible, agrega,
el gobierno debe “nacer del país”; su “espíritu” debe ser “el del país”, y su
forma debe “avenirse a la constitución propia del país”, de modo que –en suma–
no sea más que “el equilibrio de los elementos naturales del país”. Y a esa
definición la sigue el corolario famoso en que Martí, tras señalar que la
inestabilidad recurrente de la región sólo prueba que “el libro importado ha
sido vencido en América por el hombre natural”, desafía al sentido común de su
tiempo –y para muchos aun, del nuestro – para afirmar: “No hay batalla entre la
civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.
El propio planteamiento es
inquietante: estamos ante un discurso nuevo, en el que lo social y lo político,
lo natural y lo cultural, se fusionan en un todo indesligable, y la naturaleza
misma es reformulada como categoría política, directamente asociada a la reivindicación
de los sectores no capitalistas como actores legítimos del proceso político. Y
al situar así la discusión, abre paso al rescate de la cultura de la naturaleza
de los sectores populares como elemento legítimo en la definición de la
identidad cultural de la región.
Lo
natural como social, y la naturaleza como categoría política
Poner en movimiento una reforma
cultural y moral de un alcance así, por supuesto, es un problema más fácil de
plantear que de resolver. De sus años de juventud en México, por ejemplo,
databan las dudas de Martí sobre el lugar de los indígenas en el proceso de
construcción de los nuevos Estados latinoamericanos. “¿Quién despierta a este
pueblo sin ventura?”, se pregunta, “¿Quién reanima este espíritu aletargado?”.
Porque, afirma: “No está muerto: está dormido. No rehúye, espera. El tomará la
mano que le tiendan; él se ennoblece con el conocimiento de sí mismo, y esa
raza, llena de sentimientos primitivos, de natural bondad, de entendimiento
fácil, traerá a un pueblo nuevo una existencia nueva, con todo el adelanto que
ofrece la moderna vida, con la pureza de afectos y de miras, el vigoroso
empuje, la aplicación creadora de los que conservan el hombre verdadero en la
satisfacción de sus apetitos, el cumplimiento de sus necesidades, y la soledad
de una existencia escondida y tranquila”.
En esta perspectiva, la síntesis
de lo natural y lo cultural –que hace de la “Naturaleza” un concepto central en
el discurso político martiano – vincula el tema del progreso al problema de la
construcción de una autodeterminación nacional sustentada en la construcción de
sociedades democráticas en América Latina. Con ello, además, la “Naturaleza”
pasa, de la función de expresar un orden de factores extrahumanos, a designar
la especificidad de los problemas y las potencialidades de las nuevas
sociedades latinoamericanas, particularmente en lo relativo a la necesidad de
trascender el discurso liberal dominante para abrir paso a la tarea de concebir
un modelo de sociedad distinto al dominante ya en toda la región.
El curso de los acontecimientos,
sin embargo, convirtió las esperanzas de la modernidad en la condena a la
dependencia, sin que estas sociedades llegaran a superar de manera clara y
suficiente los males del legado colonial. La vieja economía de rapiña se
diversificó y se intensificó, sin dejar de ser en ningún momento la forma
fundamental de nuestra inserción en el mercado mundial. En el Estado Liberal
Oligárquico, hegemónico en la región entre 1880 y 1930, la colonia siguió
“viviendo en la República”, confirmando así que el problema de la independencia
“no era el cambio de forma, sino el cambio de espíritu”. De este modo, la
visión “imperial” de las relaciones entre el mundo social y el natural siguió
vigente incluso cuando su promesa aparente empezaba a presentarse como una
fatalidad, como la percibió en 1905 Euclides Da Cunha, al ver a los brasileños
“condenados a la civilización”, y preguntarse:
¿Cómo
obtener una combinación armoniosa, una síntesis entre lo que fue aprendido en
los libros y en la convivencia urbana, con esos extraños peligrosos, tan
brasileños como nosotros? ¿Cómo comprenderlos, cómo entenderlos, cómo
confraternizar con ellos, si son tan diferentes a nosotros, si no aceptan
nuestra ciencia, si no aceptan nuestra revolución? ¿Cómo pueden no admitir que
nosotros estamos en lo cierto y ellos están equivocados? ¿Por qué nos odian?
De este modo, la obra de José
Martí, al señalar con pasión y claridad tan singulares la persistencia de la
falla geológica que llevaba al choque recurrente entre “el mestizo autóctono” y
el “criollo exótico”, dejó establecida –como un desafío que a la larga
resultaría imposible de salvar para la hegemonía de sus adversarios–, aquella
máxima sencilla que planteara en Nuestra
América, en torno a la cual se decide hoy buena parte del futuro de la
región toda: “Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al
conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías”. (1975: VI, 18).
Las dos vías del diálogo martiano,
pues, están abiertas a todas las manifestaciones de las culturas que dialogan.
Hoy enfrentamos la crisis ambiental más compleja que ha conocido la Humanidad
en su historia. Y en esta circunstancia, si en su tiempo pudo aspirar Martí a
que nuestra naciones caminaran “con Spencer de un brazo, y con Bolívar del
otro”, en el de hoy su legado estimula a forjar nuestra cultura ambiental desde
nosotros mismos, con el propio Martí de un brazo, y Eric Hobsbawm del otro.
Podemos, ahora, crecer con el mundo, para ayudarlo a cambiar.
México,
DF, 1992 – Recife, Pernambuco, 2013
NOTA
[1] Así, por ejemplo, según
el Fondo de las Naciones Unidas para Actividades de Población, nuestra América
cuenta con 576 millones de hectáreas en reservas
cultivables; el 25% de las áreas
boscosas del mundo, “el 92% localizadas en Brasil y Perú”; una megadiversidad
biológica concentrada sobre todo en “Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y
Venezuela”, que albergan entre 60 y 70% de todas las formas de vida del
planeta; “el 29% de la precipitación [pluvial] mundial” y “una tercera parte de
los recursos hídricos renovables del mundo.” A esto se agrega el bono demográfico que representa una
población activa de entre 20 y 59
años de edad, que actualmente “es más numerosa que sus dependientes,
proporcionando una gran oportunidad para el crecimiento económico”.
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