Nos enfrentamos a una verdad que
puede ser tan inquietante para unos como esperanzadora para otros: si deseamos
un ambiente distinto, tendremos que crear una sociedad diferente, o atenernos a
las consecuencias de no hacerlo.
Guillermo Castro Herrera[1] / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Mayté González,
en Panamá
El conocimiento
es un producto del trabajo humano, al menos en cuatro sentidos. Primero, en
cuanto es necesario trabajar para producirlo; segundo, en cuanto la materia
prima fundamental para esa labor proviene de la experiencia acumulada por
nuestra especie en su incesante transformación del mundo en que habitamos
mediante el trabajo sociales organizado; tercero, en cuanto que – como todo
proceso de trabajo – la producción de conocimiento es una acción racional
determinada en sus métodos y procedimientos por los fines que persigue. Y,
finalmente porque, siendo la práctica es el criterio de la verdad, la calidad
del conocimiento está íntimamente relacionada con su capacidad para ayudarnos a
comprender el mundo, para transformarlo de manera adecuada a nuestras necesidades,
tal como las entendemos en cada etapa de nuestro desarrollo como la especie que
somos.
Esto permite
entender que el conocimiento puede y debe ser objeto de una gestión
encaminada a organizar y orientar su producción, y a optimizar el aprovechamiento
de sus frutos. Esa gestión del conocimiento, como se la denomina hoy, ha venido
a emerger como un área específica de actividad social en el marco más amplio
del proceso de globalización, esto es, de transformación del mercado mundial en
una unidad que funciona en tiempo real.
Esto no equivale
a decir, de ninguna manera, que la gestión del conocimiento sea un producto de
la globalización. En lo más esencial, la labor de organización y dirección de
los procesos de producción, aplicación y difusión del conocimiento ha estado
presente en toda sociedad, desde las más primitivas a las más modernas, y
determinada en cada una de ellas por sus formas de vida y propósito.
Así, por
ejemplo, en la Grecia clásica coexistieron formas extraordinariamente refinadas
de producción de conocimiento con otras particularmente toscas de organización
del trabajo y aplicación del conocimiento a la producción material, junto a una
difusión limitada a las formas más abstractas del conocimiento restringida a
los estratos superiores de aquella sociedad. El paso de la Academia clásica al
monasterio de la Alta Edad Media y a la Universidad del otoño del feudalismo
constituye un proceso relativamente bien conocido de sucesión de estructuras de
gestión del conocimiento correspondientes a sociedades rurales, rígidamente
estratificadas y organizadas en lo esencial como economías mundo
autosuficientes.
El período que
va de 1450 a 1650 fue, a un tiempo, el del nacimiento de lo que vendría a ser
la moderna sociedad capitalista – cuya primera madurez se ubica hacia 1850 - ;
de la desintegración de las estructuras de gestión del conocimiento
precedentes, y de la formación de las premisas sobre las que llegarían a
integrarse estructuras nuevas. Estos procesos están íntimamente vinculados
entre sí, y con el desarrollo y difusión de lenguas nacionales cultas,
distintas al latín clerical hasta entonces dominante en la difusión del
conocimiento, que alcanza su primer momento climático entre 1534 y 1611, en lo
que va de la publicación de la Biblia traducida al alemán por Martín Lutero a
la de la traducida a lengua inglesa por iniciativa de la casa reinante en
Inglaterra.
Ese período es,
también, el de la formación de una cultura laica, en cuyo marco se desarrollan
actividades de investigación que hoy llamaríamos “científica”; surgen demandas
de un tipo nuevo de producción de conocimiento para la producción material – en
casos como los del control de la energía hidráulica, y del fomento de la
agricultura y de la minería - y empiezan a formarse especialistas laicos en la
aplicación del conocimiento a las actividades productivas. Al propio tiempo,
las viejas estructuras de gestión del conocimiento se van viendo marginadas de
ese proceso de transformación de los vínculos entre el conocimiento, la
producción material y la vida espiritual.
Esta
transformación se hace evidente, por ejemplo, en hechos como la escasa – si
alguna - participación de las viejas universidades en la revolución industrial
de fines del XVIII y principios del XIX, y el florecimiento – paralelo a esa
revolución – de organizaciones laicas estatales de promoción del conocimiento
científico que adoptaron el nombre de Academias o Colegios Reales. La
importancia de estas entidades se expresa, por ejemplo, en que ni Adam Smith
estudiara economía ni Charles Darwin biología en el sentido en que entendemos
hoy esas disciplinas, ni en el tipo de entidades en que vino a practicarse ese
estudio de mediados del XIX en adelante. Ninguno de ellos, por otra parte,
desempeñó su labor de investigación en entidades universitarias
Aquel proceso de
transición vino a culminar cuando el cascarón de la vieja universidad medieval,
con su carga de añejo prestigio, fue convertido en el andamio adecuado para
crear una entidad de nuevo tipo, destinada a vincularse de manera cada vez más
estrecha a la producción material y espiritual de una sociedad que entonces
alcanzaba su primera madurez. Así, el viejo trívium medieval cedió lugar al positivista –ciencias
naturales, ciencias sociales,
Humanidades-, y al nuevo quadrivium tecnológico, con la incorporación de las
ingenierías a la tríada anterior.[2]
Con todo, lo
fundamental consistió aquí en un cambio en la función a cumplir por la gestión
del conocimiento. En efecto, si en el medioevo esa gestión se organizaba en
torno al problema de la salvación
del alma –y de la Teología como disciplina especializada en el tema-, en el mundo moderno esa
organización pasó a girar en torno al problema de la ganancia, a la luz de la
economía como disciplina dominante.
Aquella
transición vino a culminar hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX. El
desarrollo de las nuevas estructuras de gestión del conocimiento, acelerado por
las demandas siempre crecientes del Estado y del nuevo sector empresarial
dominante – industrial primero, financiero después -, vino a generar
contradicciones cada vez más agudas desde mediados del siglo XX. Es en ese
marco, desde fines del siglo XX y a lo largo del XXI se ha iniciado un nuevo
proceso de transición en cuyo marco ha emergido, como se dijo, la gestión del
conocimiento como campo específico del saber.
Para comienzos
del siglo XXI la gestión del conocimiento tiende a organizarse en torno al
problema de la sustentabilidad del desarrollo de la especie humana, y asume
como su eje de racionalidad a la ecología. Esta transición surge del proceso de
desarrollo y maduración de la primera cultura universal en la historia humana –
aquella creada por la generalización de los intercambios entre todos los
pueblos y todas las economías del planeta, de mediados del siglo XVIII en
adelante -, y de la crisis ecológica global surgida asociada a la organización
de dichos intercambios en torno al propósito de la acumulación incesante de
ganancias.
En el plano del
conocimiento, este proceso está asociado a dos fenómenos de especial
importancia. Uno consistió en el extraordinario volumen y diversidad de la
información generada por dichos intercambios. Así, para 1876 ya era posible
afirmar que en la naturaleza
nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su
vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de
esta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con
claridad las cosas más simples.[3]
La percepción de
esa interrelación universal de los fenómenos naturales y sociales se vio
favorecida, además, por el extraordinario desarrollo de las tecnologías de la
información y las comunicaciones desde fines del siglo XIX y, sobre todo, desde
fines del XX. De allí ha resultado que la gestión del conocimiento disponga hoy
de capacidades tecnológicas que le permiten operar con enormes volúmenes de
datos de las procedencias y calidades más diversas. Y de allí ha resultado,
también, el riesgo de disponer cada vez más de mayor información y menor
conocimiento.
Esas
posibilidades, y ese riesgo, resaltan la importancia de construir marcos de
referencia para la gestión del conocimiento que hagan explícita la concepción
del mundo y la racionalidad que la animan, y que permitan cumplir con tres
propósitos básicos. Uno, preservar la capacidad de convertir experiencias
diversas en un conocimiento que pueda ser compartido por actores muy
diferentes; otro, facilitar a cada uno de esos actores la tarea de adecuar ese
conocimiento a sus propios intereses y, en particular, fomentar y facilitar la
interacción entre esos actores para encarar riesgos y aprovechar oportunidades
de interés común.
Esos problemas
hacen parte de los desafíos que ha venido a plantearnos la sostenibilidad del
desarrollo de nuestra especie desde fines del siglo XX, cuando el volumen y
complejidad de nuestras intervenciones en el medio natural han venido a crear
una circunstancia que algunos designan como el antropoceno, entendiendo por tal
un periodo en la historia del planeta en el que el impacto de nuestras
intervenciones han adquirido una dimensión geomorfológica, como se aprecia por
ejemplo en la devastación de los humedales marino – costeros de Panamá.
De esos
desafíos, los más visibles son, sin duda, de orden científico y tecnológico.
Otros, no menos importantes y probablemente decisivos a mediano y largo plazo,
son de orden cultural, y se expresan con particular claridad en las diferencias
de percepción de la crisis que encaramos. Así, por ejemplo, el sistema
interestatal tiende a privilegiar en su abordaje de la crisis el tratamiento de
los problemas asociados al cambio climático, reduciéndolos – en una serie de
aproximaciones sucesivas – a problemas de adaptación y mitigación, de
tecnología adecuada al tratamiento de esos problemas y, finalmente, al acceso a
los fondos necesarios para abordar esos problemas con esa tecnología
conservando al propio tiempo el orden vigente en nuestras relaciones con la
naturaleza, y de las sociedades entre sí. [4]
Por contraste,
organizaciones como la Alianza del Milenio por la Humanidad y la Biosfera, en
su documento Consenso de los científicos sobre la necesidad de Conservar los
Sistemas Vitales de la Humanidad en el Siglo XXI[5], resalta que el estudio de
“la interacción de la gente con el resto de la biosfera desde una amplia gama
de perspectivas”, indica “que la evidencia de que los humanos están dañando sus
sistemas ecológicos vitales es abrumadora” y que “la calidad de la vida humana
sufrirá un deterioro sustancial hacia el año 2050, si persistimos en seguir por
la senda que venimos recorriendo.”
Atendiendo a
este tipo de situaciones, se hace evidente que la construcción de nuevos marcos
de referencia destinados a facilitar el entendimiento y la colaboración entre
organizaciones de tipo muy diverso no puede limitarse a ejercicios de
reordenamiento en el marco del trívium y el quadrivium positivistas. En ese
marco, por ejemplo, se asume que existe una diferencia – antes que una relación
– entre lo social y lo natural, y se da por supuesto que corresponde a las ciencias
naturales explicar los procesos, y a las sociales describir las estructuras de
acción colectiva y proponer las modificaciones que puedan ser necesarias para
que las mismas permitan enfrentar problemas de nuevo tipo en la relación entre
la sociedad y la naturaleza. De ese esquema básico de acción cognitiva quedan
excluidas, así, las Humanidades por un lado, mientras se privilegia por el otro
el vínculo entre ciencias naturales y tecnología en el marco de sociedades
imaginarias, que cambian sin transformarse.
Aquí, el desafío
que encaramos es el de pasar, de la racionalidad del productivismo, con su
énfasis en el crecimiento sostenido que demanda la acumulación incesante de
capital, a una racionalidad ambiental, que nos permita entender que el desarrollo
del que se trata es el de nuestra especie, que depende de una interacción
sostenible con los ecosistemas de los que depende nuestra existencia. Un marco
nuevo de referencia tendría que trascender, así, la mayor parte de los
supuestos que sustentan la gestión del conocimiento para el desarrollo
sostenible en la vieja perspectiva positivista – progresista, para encarar el
hecho de que una parte sustancial de las premisas que sustentan nuestro pensar
y nuestro actuar frente al conocimiento provienen del período histórico
anterior a la crisis ambiental global.
Nos encontramos,
en suma, en una situación de desencuentro entre la cultura de ayer y los
cambios que van definiendo nuestras opciones ante la crisis ambiental global se
expresa de múltiples maneras. Una, por ejemplo, se hace sentir en la formación
de campos de estudio nuevos, como los de la ecología política, la economía
ecológica y la historia ambiental. Otra emerge en la revaloración de los
saberes populares, y la búsqueda de mecanismos de diálogo entre éstos y los de
tipo técnico y universitario, todos ellos vinculados entre sí por su común
origen en el trabajo humano. Y otra manera más emerge en la revaloración de que
vienen siendo objeto las Humanidades en su capacidad de aportar tanto a la mejor
comprensión de los procesos de larga y mediana duración, como a la de los
lenguajes – y en particular las metáforas – que nos permiten construir el
conocimiento común que vamos adquiriendo a partir de la infinita diversidad de
la actividad humana.
Ese aporte de
las Humanidades, en interacción cada vez más fecunda con el conocimiento de lo
natural y de lo social, nos permite entender hoy que el ambiente es el producto
de las interacciones entre cada sociedad y el medio natural que la sustenta.
Con ello, el ambiente
viene a ser –como lo dijera Donald Worster– un espejo que la naturaleza pone ante
nuestros ojos, para permitirnos ver el verdadero rostro de la sociedad que
somos, la cual – como cada una de las que la precedieron a lo largo de la historia- ha creado un ambiente que la retrata
de cuerpo entero.
De todo ello resulta una verdad que puede ser tan
inquietante para unos como esperanzadora para otros: si deseamos un ambiente
distinto, tendremos que crear una sociedad diferente, o atenernos a las consecuencias
de no hacerlo. Tenemos, pues, una opción: podemos culminar el proceso de
transformación de la biosfera en la noosfera fecunda que imaginaron Vladimir
Vernadsky y Pierre Teilhard de Chardin, en la que finalmente ocurra el paso del
reino de la necesidad al de la libertad, o podemos retroceder ante esa
posibilidad, y emprender el viaje de retorno a la barbarie, a la zaga –otra vez– de los cuatro jinetes del
Apocalipsis.
Ciudad del Saber, Panamá, noviembre de 2013
NOTAS
[1] Panamá, 1950. [2] Es bueno
recordar que en la universidad medieval el trívium incluía el aprendizaje de la
gramática, la lógica y la retórica, complementadas por el quadrivium de la
aritmética, la geometría, la astronomía y la música, antes de pasar a estudios
más especializados.
[3] Engels,
Federico: “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”. Marx,
Carlos y Engels, Federico: Obras Escogidas en tres tomos. Editorial Progreso,
Moscú, 1976. III, 74.
[4] Con ello, todo
el proceso conduce de vuelta a la puerta de las agencias que tienen a su cargo
financiar la acumulación incesante de ganancias a escala mundial y, ahora,
proveer servicios financieros para encarar algunos de los problemas generados
por esa acumulación en campos como el de la variabilidad climática.
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