Tan lejos del apocalipsis como de la idealización, mi tesis es que,
más allá del resultado de las elecciones del año que viene, del peso
institucional que retenga y la incidencia política que logre conservar, el
kirchnerismo sobrevivirá bajo la forma de una cultura política.
José Natanson / Le Monde Diplomatique (Edición Cono
Sur)
Qué quedará del kirchnerismo cuando el kirchnerismo, tal como lo
conocemos, deje el poder?
Los más críticos, los que defienden la idea de que el actual ciclo
político fue una sucesión de impulsos destructivos disimulados tras una tenue
máscara de falso progresismo, imaginan una escena al estilo Volver al futuro
II, en la que Marty McFly, el doctor Brown y Jennifer (interpretada por una
deslumbrante Elisabeth Shue) viajan a una ciudad pos-industrial desolada por la
polución, desprovista de espacios públicos (el viejo colegio de Marty, el
instituto Hill Valley, ya no existe) y en donde la policía patrulla día y noche
las cuadras de casas enrejadas para evitar una… ¡ola de inseguridad! Vistas así
las cosas, el próximo gobierno deberá encarar una delicada tarea de
reconstrucción sobre tierra arrasada.
Para el kirchnerismo sunnita la respuesta es más simple: el
kirchnerismo se transformará en una épica de la resistencia, de la que los
sectores más radicales (el kirchnerismo wahabí) ya han comenzado, por si acaso,
a construir una estética. Menos difundida pero no menos extrema que la
anterior, esta interpretación pretende emparentar a un kirchnerismo en el llano
con la resistencia peronista que, según cuenta la leyenda, sobrevino al golpe
de 1955. Por supuesto, al hacerlo pasa por alto el detalle del contexto (una
sucesión de gobiernos autoritarios versus uno que, sea cual fuere, surgirá de
las urnas) y, quizás más importante, la verdadera cara del adversario: incluso
si se produce la mentada restauración conservadora, es decir si se impone un
candidato de derecha, será una derecha diferente a la que imaginan. La promesa
de un giro está encarnada en dirigentes que ofrecen un mix de gobernabilidad
económica, seguridad en las calles y la continuidad de las políticas sociales.
En otras palabras, una derecha pos-autoritaria y pos-neoliberal (lo que no
quiere decir que no pueda ser neoliberal, o un poco neoliberal), cuyos
candidatos prosperan en la oposición pero también en el oficialismo.
Cultura política
Tan lejos del apocalipsis como de la idealización, mi tesis es que,
más allá del resultado de las elecciones del año que viene, del peso
institucional que retenga y la incidencia política que logre conservar, el
kirchnerismo sobrevivirá bajo la forma de una cultura política. ¿Qué significa
esto? Básicamente, el modo en que una sociedad organiza sus intereses y
valores, tramita sus conflictos y se da a sí misma un orden que refleja su
idiosincrasia y que es, por lo tanto, el saldo, siempre provisorio, de su
historia. Durante años confinada al rincón de la ciencia política, que la
consideraba poco más que una forma elegante de referirse al “ser nacional”, la
cultura política fue rescatada por los estudios pioneros de Gabriel Almond y
elevada a una categoría científica que, mediante complejas investigaciones de
opinión, permite medir, analizar y comparar diferentes países y períodos
históricos (1).
Un ejemplo de este tipo de enfoques es la encuesta de orientaciones
ideológicas de Flacso-Ibarómetro (2). De acuerdo a la investigación, un
porcentaje mayoritario de los argentinos se manifiesta a favor de una
intervención activa del Estado en la economía (61,8 por ciento), prefiere las
alianzas con los países de la región antes que con las potencias del primer
mundo (53,6), apoya los juicios por violaciones a los derechos humanos (61,4) y
asegura que la búsqueda de la igualdad debe ser, más que de la libertad, el
principal objetivo de un gobierno democrático (50,5 contra 32,8). Como es de
suponer, los resultados hubieran sido muy diferentes en otros momentos de
nuestra historia, por ejemplo en los 90, y son también distintos si se los
compara con los de otros países. En suma, las principales orientaciones
políticas del kirchnerismo definen un núcleo básico de ideas compartido por un
porcentaje mayoritario de la población.
Pero las cosas, como siempre, son más complicadas. En las sociedades
democráticas modernas, la cultura política no es una sola sino una serie de
capas que se superponen unas sobre otras, como en los bizcochuelos de los
cumpleaños. En la Argentina actual, por ejemplo, la cultura política del
menemismo –un liberalismo pro-mercado envuelto en un ultra-pragmatismo que
apela a una supuesta “conciencia del mundo” para situar el verdadero lugar de
Argentina– convive con la cultura política duhaldista, cuya sobrevida no deja
de asombrar: singular expresión del conservadurismo popular típico de los
caudillos peronistas del interior, el duhaldismo combina un núcleo duro de
derecha ideológica con dosis no menores de sensibilidad social y una conciencia
casi telepática de los problemas del territorio, donde se cifra la ecuación de
sus éxitos y fracasos, que por ejemplo lo llevó a apostar tempranamente por la
activación política de las amas de casa como mecanismo de contención social:
las manzaneras, una aventura militante que a esta altura merecería un
desagravio. En todo caso, no es difícil detectar detrás de las sonrisas
dentífricas de la nueva generación de políticos bonaerenses –los Scioli, los
Massa, los Insaurralde– el fondo de olla de la cocina duhaldista.
Pero la cultura política más densa, la que ha dejado una huella más
profunda en nuestro modo de entender la democracia y las instituciones, es la
cultura de la transición simbolizada en el ideal alfonsinista (3). Construido
sobre las cenizas humeantes de los dos grandes paradigmas que habían orientado
la política desde la posguerra (el paradigma populista en el plano práctico y
el socialista en el teórico), el alfonsinismo expresa un espacio común de
diálogo y búsqueda de consensos del cual el rechazo innegociable a cualquier
forma de violencia política quizás sea su rasgo más sobresaliente, a la vez que
postula la autonomía del Estado respecto de las corporaciones, sean éstas
sindicales, militares o económicas. Importa poco a esta altura si Alfonsín, en
el ejercicio concreto de sus casi seis años de gobierno, fue efectivamente eso,
si el tan revisitado tape de su enojo con Clarín fue un desborde ocasional o
una línea de acción política real. Lo que interesa es lo que el alfonsinismo
dejó en nuestro sentido común, el fragmento de Alfonsín que todos llevamos
dentro, hecho de plazas llenas, retiradas negociadas, Moncloas.
En esta línea, resulta interesante comprobar que la valoración social
de cierto período histórico no necesariamente coincide con el balance más
inmediato, como si el tiempo impusiera la distancia necesaria para las
conclusiones sabias. El gobierno de Alfonsín, que terminó anticipadamente en
medio de la hiperinflación y los saqueos, goza hoy de un apoyo ecuménico con el
que el ex presidente nunca se hubiera atrevido a soñar, mientras que el de
Menem, que entregó el poder en tiempo y forma en un marco de estabilidad
económica, ha caído en desgracia. Por supuesto, el pasado siempre se mira a la
luz del presente, y al contraste entre una evaluación y otra contribuye la
idealización del alfonsinismo elaborada por la actual oposición tanto como la
tarea de demolición del ciclo menemista emprendida por el kirchnerismo.
El futuro
El kirchnerismo tiene por delante el año más difícil de su largo ciclo
político, marcado por una novedosa recesión económica, el evidente
amesetamiento de los indicadores sociales y la tensión política derivada de la
sucesión presidencial. Aunque no hay en el horizonte un escenario catastrófico
como el que acompañó el final del ciclo alfonsinista y el estallido de la
convertibilidad, desde hace ya un tiempo que los meses finales del año se han
transformado, por la lógica de la liquidación de divisas del agro, en el
momento más delicado de la puja devaluatoria, que en las últimas semanas
recuperó protagonismo. Sin embargo, conviene analizar las cosas con cuidado.
Con el apoyo entusiasta de un sector significativo de la sociedad, el control
de resortes institucionales claves y un liderazgo talentoso, el gobierno cuenta
con todos los elementos para pilotear una transición serena que, incluso si
concluye con el triunfo de un candidato de su propio espacio, será el comienzo
de un nuevo tiempo político.
Pero para eso todavía falta un año. Por ahora insistamos con el
kirchnerismo como cultura política. Así como hoy, a 25 años de su salida del
gobierno, todavía encontramos personas que se definen como alfonsinistas (yendo
todavía más atrás, incluso existen algunos que se reivindican frondizistas), mi
impresión es que en el futuro habrá muchos kirchneristas (más allá, insisto, de
si el kirchnerismo realmente existente gana o pierde; de hecho Alfonsín no ganó
una sola elección desde su renuncia a la Presidencia). ¿Cómo serán estos seres
del mañana? Portarán los vectores de la cultura política descripta más arriba,
una plastilina multicolor que combina gobernabilidad económica con inclusión
social, creación de nuevos derechos y, tal vez lo central, una conciencia de la
autonomía del Estado para resolver los conflictos sociales sin ignorar el peso
real de los actores. O como le dijo Néstor Kirchner a un sindicalista que le
pedía reformas más radicales: “Lo que ustedes tienen que entender es que yo necesito
que empaten para poder desempatar”.
NOTAS
1. Gabriel Almond y Sidney Verba, The Civic Culture, Princeton
University Press. Lo explica Ignacio Ramírez en “Evolución reciente del interés
político de los argentinos”, www.maspoderlocal.es
2. Ver Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, julio de 2013.
3. Nicolás Freibrun, La reinvención de la democracia. Intelectuales e
ideas políticas en la Argentina de los 80, Miño y Dávila, 2014.
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