Si las
iglesias representan la estructura terrenal, la institucionalización de la
esfera espiritual de los humanos, el fenómeno de su fortalecimiento como
organizaciones mundanas en estas pasadas décadas nos abre preguntas no tanto
teológicas sino, en todo caso, políticas y sociales.
Marcelo Colussi / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
Si
tomamos whisky con agua, nos emborrachamos; vodka con agua, también; y otro
tanto ocurre con el cognac con agua, o el ron con agua. Conclusión: el agua emborracha.
Con
esa misma lógica, entonces, podríamos decir que si los cristianos tienen dios,
los judíos tienen dios, los musulmanes tienen dios, si los bosquimanos, los
mayas, los hindúes y los japoneses tienen dios, conclusión obligada: dios existe.
Pero
el problema que queremos tocar es mucho más que una inconsistencia semántica,
una falacia argumental: dios ¿existe? He aquí una de las preguntas que más
papel y tinta han hecho circular en la historia de la humanidad. Lo cierto, lo
constatable empíricamente es que, si algo existe, son las religiones y las
iglesias. Eso nos consta; lo otro es su presupuesto básico. Sólo si existen
deidades puede haber una actitud de adoración y una institución que resguarda
esa creencia. Como en tantas construcciones humanas, importa más el edificio
que sus cimientos.
Discutir
en términos teológicos sobre la existencia o no existencia de dios es lo más
alejado de la intención de este escrito. De hecho esa discusión ya se ha
encarado en innumerables ocasiones y con el más estricto rigor; poco aportaría,
por tanto, volver sobre lo mismo. Por otro lado, dar argumentos convincentes
afirmando o negando su existencia nos lleva a discusiones bizantinas. Pero
podemos abordar el problema en forma elíptica: si existe o no…. sólo dios lo sabrá (si se digna
existir), mas resulta interesante ver que en toda cultura hay alguna idea al
respecto. Y eso mismo nos puede comenzar a dar alguna clave.
En
una investigación realizada en una universidad argentina (país de tradición
católica) se preguntó a los 150 integrantes de un grupo de muestra cómo
representaban a dios. El 92 % de los encuestados lo refirió como un anciano
varón, incluso de larga barba. Pero un tutsi africano o un sioux norteamericano
no darían esa respuesta (y también tienen dioses, y no son atrasados ni
estúpidos, aunque nuestro racismo occidental así nos los pueda presentar).
Valga
citar en relación a esa pregunta lo que decía el anarquista ruso Bakunin a
fines del siglo XIX: "El ser humano
creó a Dios y luego se arrodilló frente a él. Quien sabe si también se
inclinará en breve frente a la máquina, frente al ". Es
decir: la idea, la representación que cada colectivo tiene de dios varía mucho,
infinitamente: Zeus, Alá, el dios Kosi de las selvas congoleñas, el Odín
nórdico, Jehová, Buda, el dios perro Upuaut del antiguo
Egipto, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, el dios hindú del trueno y del
relámpago Indra, el dios taoista Yuan
Sih T'ein Tsun…. La lista puede extenderse casi hasta el infinito, y es más que
pertinente la acotación de Bakunin (¿qué nuevas representaciones habrá?: ¿la
tarjeta de crédito?, ¿el automóvil?, ¿la computadora? En Argentina se fundó
recientemente la religión "maradoniana".
Diego Armando Maradona, además de futbolista y ahora director técnico, ¿es
también un dios entonces?)
Esta babel de dioses nos alerta sobre lo difícil de explicar quién (o
quiénes) es (o son). Hasta ahora, desde que se conoce que hay civilización
humana, hay adoración de algo sobrehumano: desde el hilozoísmo más ancestral
hasta los dioses monoteístas modernos, desde el panteísmo hasta los códigos de
ética más severos. Es quizá huero preguntar si existen todas estas
"figuras". Obviamente las ideas/representaciones de lo sobrenatural
han divergido muchísimo en las distintas culturas por lo que, como mínimo,
podríamos decir que no existe un solo dios. Lo que es palmario es que los seres
humanos (finitos, mortales, que nos angustiamos, que padecemos la cotidianeidad
del hambre, del miedo, del frío, del enamoramiento y la gastritis), en todo
tiempo y lugar –al menos hasta ahora– hemos necesitado de estas ideaciones que
nos ayudan en el día a día.
"Hace tiempo se creía que
fenómenos como la vida, la inteligencia o el pensamiento, por ejemplo, sólo
podían explicarse por una intervención sobrenatural. Pero la ciencia ha
demostrado que no existen los milagros, y que los fenómenos naturales pueden
ser explicados por leyes físicas." (…) "La naturaleza es fría e impersonal. En ese
sentido, creo que la física nos da una explicación más satisfactoria del mundo
que la religión, porque las leyes de esta última son tan rígidas que si las
cambiamos apenas un poquito,
obtenemos respuestas incongruentes", decía Steven Weimberg, Premio
Nobel de Física 1979. Dicho en otros términos: en el mundo conceptual moderno
no hay lugar para el milagro, para el misterio. Hasta ahora, en milenios de
proceso civilizatorio, los seres humanos nos hemos encontrado que hay muchas
cosas inexplicables (que angustian, que atemorizan); y a falta de un
pensamiento matemático-racional el misterio, lo sobrenatural, lo mágico, los
dioses –y también los demonios– ocuparon el lugar del que hoy los desplazan los
conceptos que forja la ciencia.
Discutir
si las cosas arrojadas al aire caen al piso por obra de la voluntad divina o
por la ley de la gravitación universal nos puede llevar a un laberinto; pero no
hay duda que para la vida práctica la segunda explicación es más útil. Los
vehículos que pueden remontar vuelo (los aviones y helicópteros, los
transbordadores espaciales, las estaciones orbitales) fueron posibles a partir
de Newton, yendo más allá de Jehová, de Quetzalcóatl o de Indra. De igual
manera: ¿qué explica –y permite actuar en consecuencia– más y mejor respecto,
por ejemplo, a la compulsión adictiva de un drogadicto, o un deliro psicótico:
la idea de un castigo divino o su historia personal a partir de la clave del
inconsciente?
Y
aquí se plantea un nuevo interrogante: si bien es cierto que la ciencia moderna
–occidental–, producto de un proyecto antropocéntrico y racional, abre la
posibilidad de un mayor y más confortable conocimiento y manejo del mundo, ¿por
qué la idea de dios (o dioses, y en general el pensamiento mágico) permanece
tan arraigada? Es ahí donde entran a jugar las otras dos dimensiones que
apuntábamos en el título del trabajo: las religiones y las iglesias.
La
presencia de lo sobrenatural se materializa a través de su institucionalización
en la forma de religión (que es un cuerpo orgánico, sistematizado, con una
lógica interna); y a su vez esta termina por consolidarse en una institución
(en general jerárquica, cerrada, con una fuerte presencia social) que se conoce
con el nombre de iglesia. Salvando las diferencias de presentación, en todas
las culturas aparecen estos dispositivos. Hasta incluso podría decirse que la
creencia, en su sentido más estricto, es algo de orden privado, personal: se
cree, se tiene una relación espiritual, se vivencia un dios (o varios) tanto
como se puede creer en cualquier ámbito de lo sobrenatural, de lo místico, de
lo inexplicable (las brujas, los duendes o los visitantes extraterrestres). Eso
vale para la vida cotidiana, es individual. Otra cosa son las religiones y las
instituciones religiosas.
Queda
fuera de discusión si los seres humanos podemos prescindir de la esfera mágica,
sobrenatural: también los científicos de la NASA pueden ser supersticiosos,
usar amuletos y rezar para que no fallen sus misiones (además de usar super
computadoras, por supuesto). La incertidumbre, la angustia de cada individuo de
la especie humana, sus miedos y sus aspiraciones, eso es lo que define a un ser
humano justamente como tal, diferenciándolo de un animal o de un robot. Y esa
esfera seguirá estando ahí, más allá de los conceptos matematizables con que la
podamos manejar. Ante lo inexplicable, ahí seguirá estando el pensamiento
mágico.
Las
religiones, ya como doctrina, y sus órganos sociales de poder: las iglesias,
juegan otro papel en la dinámica humana. Las religiones unen, ligan (eso
significa etimológicamente el término, proveniente del verbo latino religare). Las religiones dan homogeneidad
a un colectivo, a una masa, por lo que entra a tallar ahí, entonces, la lógica
del poder. Las iglesias –cualquier iglesia– se constituyen como organizaciones
de poder social; la separación del Estado y de la Iglesia es una noción
moderna. En la historia hemos asistido mucho más (y todavía seguimos
asistiendo) a sociedades teocráticas, donde la religión es la fuente de poder
misma. "Las religiones no son más que un conjunto de
supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes", decía nada menos que
un religioso, el italiano Giordano Bruno (religioso sui generis, por cierto, cuya honestidad intelectual le condenó a
la pira de la Inquisición). Lo que queremos destacar es que un religioso
crítico podía ver con claridad lo que en verdad significa la institución
religiosa: un dispositivo de poder, de control social en definitiva. Es eso lo
que le permitirá a un librepensador como Voltaire decir que "la religión existe desde que el primer hipócrita encontró al
primer imbécil". Es
decir: hay una compleja construcción de poderío social en el hecho religioso en
tanto institución, en tanto relación entre los humanos de a pie, donde lo común
es esa mezcla de "hipócritas" e "imbéciles", entre otras
especies de nuestra variada fauna humana.
En Occidente,
lugar de nacimiento de la ciencia moderna, la iglesia católica ha perdido mucho
del poder que la acompañó por quince siglos. Hoy día, desde el surgimiento de
la ciencia y el capitalismo y cada vez con mayor fuerza, los nuevos dioses (el
dinero, el consumismo, la tecnología) van quitándole protagonismo a Deus Pater.
Si bien la Santa Sede no salió de escena, sin dudas no está en crecimiento. La
reforma protestante dividió las aguas en Europa, el Vaticano ya no pone y quita
monarcas como en el medioevo y sus decisiones no tienen el mismo peso que los
nuevos centros de poder: las empresas multinacionales, las bolsas de valores,
el Pentágono. Hoy por hoy –fenómeno que podemos encontrar no sólo en Occidente
además– ante un enfermo grave se pueden prender velas para invocar las fuerzas
celestiales, pero al mismo tiempo se consulta al médico y se le suministran
medicamentos químicos. ¿En qué cree más la gente? Seguramente en las dos cosas.
Dada
la variedad tan profunda de experiencias culturales de la humanidad, no
podríamos generalizar y decir que en todos lados sucede lo mismo, más allá de
la preconizada globalización planetaria que nos inunda. Pero es cierto que hay
tendencias: la ciencia moderna llegó para quedarse, y ha transformado la vida
en un proceso sin retorno. Si bien nada hace pensar que el fenómeno místico
esté por terminarse –quizá nunca se extinga, más allá del avance tecnológico,
porque nunca se extinguirá la fascinación por el misterio, por lo desconocido–
las religiones y las iglesias no marcan el ritmo del desarrollo mundial. De
todos modos en los últimos años del siglo XX asistimos a un renacer de los
fundamentalismos religiosos. ¿Retornan los dioses?
Si
tal como dijimos las iglesias representan la estructura terrenal, la
institucionalización de la esfera espiritual de los humanos, el fenómeno de su
fortalecimiento como organizaciones mundanas en estas pasadas décadas nos abre
preguntas no tanto teológicas sino, en todo caso, políticas y sociales. Donde
vemos con mayor claridad este despertar es en el Islam y en las nuevas iglesias
neoprotestantes, especialmente difundidas en Latinoamérica. Religiones e
iglesias que, en su versión fundamentalista, terminan despreocupándose de lo
terrenal poniendo el acento en un más allá concebido como paraíso.
Todo
hace pensar que se manipula ahí la vena religiosa: ante la pobreza, el agobio,
la exclusión histórica de grandes masas populares, la religión cumple el papel
de bálsamo. ¿No habrá en estos fundamentalismos agendas políticas de los
centros de poder que buscan ese compromiso total de feligreses y su olvido de
los problemas terrenales? ¿No es un poco llamativo que en un mundo de avances
científico-técnicos se incentiven conductas sociales fanáticas, sectarias,
antitolerantes, que van en contra de los derechos humanos tenidos por
universales y como pasos de mejoramiento en la humanidad? ¿No era el ecumenismo
un avance en el espíritu intereclesial hacia la segunda mitad del pasado siglo,
en búsqueda del respeto hacia toda creencia, en nuestra casa común el planeta
Tierra?
¿Han
querido los dioses esta intolerancia y este fanatismo, o hay poderes muy
terrenales –con abultadas cuentas bancarias y usuarios de la más moderna
tecnología, con bombas inteligentes y armas nucleares– que se favorecen de este
fundamentalismo espiritual? Por otro lado, si dios (o los dioses) existen:
¿podrían estar de acuerdo con guerras en su nombre?
Esta
última pregunta nos retrotrae a la primera: ¿dios existe? En nombre de los
dioses –cualquiera sea– se han cometido las peores crueldades a lo largo de la
historia: guerras, saqueos, sacrificios humanos, torturas, las Cruzadas, la
conquista de América. Si dios (o los dioses) no fueran, como dijo Bakunin, "una creación humana", ¿por
qué no se ponen de acuerdo y nos ahorran tantos, pero tantos, tantísimos
sufrimientos a los mortales?
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