Los revolucionarios enfrentarán exitosamente y lograrán
derrotar al enemigo empuñando valores, principios y un comportamiento superior.
En lo financiero, lo tecnológico y lo militar, el adversario casi siempre
es superior, pero jamás podrán derrotar
a los pueblos si estos son conducidos por líderes capaces de blandir las
banderas de una ética y una moral superlativa.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
La trayectoria revolucionaria
de mi padre, Mariano Rodríguez, me llevó desde niño a conocer a una gran
cantidad de personajes, muchas veces sin saber quiénes eran. En algunos casos,
pasaron muchos años antes de conocer la verdadera identidad de estos amigos que
pasaban transitoriamente por casa.
En el alba de mi vida,
cuando apenas tenía 8 años fuimos a vivir a Maturín. Las actividades políticas
de mi padre nos encaminaron a su ciudad natal a la que volvía después de muchos
años. Era una época en que la lucha armada arreciaba en el país. Las fuerzas
revolucionarias se enfrentaban a la voracidad represiva de los fundadores de la
deformada democracia representativa surgida
tras el derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
Mi hermana Valentina
tenía 1 año e Iván, apenas algunos meses, los dos menores, Marianela y
Mauricio aún no habían nacido. Era inevitable que –sobre todo yo- me diera
cuenta que mi papá desarrollaba actividades políticas en contra del gobierno y
que eso era peligroso. La consigna que nos inculcó –y que todavía hoy
recordamos- fue “ver, oír y callar”. Eran tiempos en que Radio Habana Cuba se
escuchaba en un tono muy bajo para evitar que los vecinos pudieran saber
que auscultábamos la voz de lo que el
sistema denominaba “ la tenebrosa dictadura cubana”.
De esa época, recuerdo
dos amigos que llegaron a casa donde permanecieron varios días, tal vez
semanas. No se podía saber que estaban allí. Ante tal dificultad me transformé
en su enlace, llevando y trayendo comunicaciones. Muchos años después (tal vez
30) supe que uno de ellos había sido Alfredo Maneiro, uno de los más preclaros
líderes de la izquierda revolucionaria venezolana, fundador de la Causa R,
organización que puso en entredicho el poder corrupto de la alianza de social
demócratas y demócrata cristianos.
Era muy niño, como para
recordar con detalles a Maneiro, pero aún resuenan en mi mente su convocatoria
cada vez que regresaba de la escuela, para preguntarme qué cosas nuevas había
aprendido y conversar de Venezuela, su
historia y geografía. Maneiro trasuntaba humanidad y paz a pesar de las
condiciones difíciles en que vivía.
Años, después, viviendo
en Santiago de Chile, pasaban por casa muchos venezolanos quienes compartían
junto al pueblo chileno los avatares del gobierno de la Unidad Popular y su
presidente, Salvador Allende. Uno de ellos (que para variar supe su nombre
muchos años después) fue el hoy tan recordado Baltasar Ojeda Negretti.
Trasuntaba alegría, felicidad de vivir, tenía una risa alegre que nunca le
abandonaba. Con mi padre hacían planes de futuro y añoraban el regreso a la
Venezuela querida. Nunca escuché (aunque escuché mucho) que en su lenguaje o en
sus pensamientos se barruntara alguna idea destructiva, alguna manifestación de
odio o de resentimiento personal respecto del enemigo. Ya era un joven en plena
adolescencia que participaba activamente en las luchas estudiantiles en apoyo a
la Unidad Popular y podría haberme dado cuenta de lo contrario e incluso
“nutrirme” de ello.
Con el transcurso del
tiempo, me tocó conocer en persona a combatientes, de varios países que
asumieron la lucha armada para enfrentar las feroces dictaduras militares que
asolaban sus países. En distintos niveles de responsabilidad, ninguno de ellos portaba ideas de odio
personal o de búsqueda de la muerte sin sentido.
Recuerdo a Laureano
Mairena, ese extraordinario campesino de Solentiname en Nicaragua que fue mi
jefe de columna, el más valiente entre todos los valientes que he conocido,
jovial, dicharachero, cumplía su misión al lado de los pobres de la tierra que
luchaban por su libertad, como la más sencilla de las encomiendas. Combatir
junto a él fue un privilegio que atesoro como lo mejor de mi vida. Cayó
combatiendo, ya con grados de capitán del Ejército Popular Sandinista, a las
bandas contra revolucionarias que devastaban Nicaragua bajo mandato de Estados
Unidos a comienzos de los años 80 del siglo pasado.
Podría hoy también recordar al Comandante Fidel Castro y la
formación que tuvo el contingente internacionalista que partiendo de Cuba dio
su apoyo al derrocamiento de la dictadura de Somoza, cuando bajo el influjo de
la revolución cubana adquirimos estilos, hábitos y comportamientos respecto del trato con
nuestros compañeros, con los heridos y los prisioneros de guerra, si llegábamos
a tenerlos. En el caso de Cuba, fue norma permanente del ejército desde los
días de la Sierra Maestra.
Estos recuerdos y
reflexiones vinieron a mi pensamiento al ver la cobardía y bajeza moral de los
dos terroristas venezolanos capturados en Colombia. La desfachatez de su
discurso violento sólo puede tener sustento en mentes desquiciadas que gozan de
gran apoyo de la ultra derecha colombiana actuando como cabeza de lanza de un
conglomerado de fuerzas nacionales e internacionales que supone la intención de
reconquistar a cualquier precio el poder perdido. “Restauración conservadora”
la denomina el presidente Rafael Correa.
El valor que significa
asumir formas de lucha que pueden significar la pérdida de los más preciado del
ser humano: su vida, solo puede ser enarbolado por ciudadanos que sienten
verdadero amor por su patria y su pueblo, se hace de cara al sol, enfrentando
al enemigo armado, no a inermes ciudadanos inocentes como pretendían estos
falaces y desvergonzados hijos del fascismo. Esto es puro y burdo terrorismo,
hágalo quien lo haga y en el lugar que lo haga.
Los revolucionarios
enfrentarán exitosamente y lograrán derrotar al enemigo empuñando valores,
principios y un comportamiento superior. En lo financiero, lo tecnológico y lo
militar, el adversario casi siempre es
superior, pero jamás podrán derrotar a los pueblos si estos son
conducidos por líderes capaces de blandir las banderas de una ética y una moral
superlativa. Es la única bandera que el pueblo hará suya para transitar el
camino de la victoria. Su carencia augura una derrota segura.
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