Mirando desde mi
madurez el tiempo y la circunstancia que me han tocado vivir, constato con
alegría el nacimiento de un nuevo Ecuador, donde las transformaciones de la
infraestructura afloran por todo lado, donde la pobreza va siendo domeñada y el
desempleo se reduce crecientemente, donde los servicios del Estado se amplían y
mejoran para todos los ciudadanos.
Jorge Núñez Sánchez / El Telégrafo (Ecuador)
Nací en un Ecuador que
todavía se dolía de sus cicatrices del 41 y el 42. Crecí en un país agobiado
por la pobreza, donde las vías eran caminos de herradura, donde muchos de mis
compañeros iban a la escuela sin zapatos y mis maestros cobraban sus sueldos cada
tres meses. Fui al colegio en un tiempo en que la Historia de Límites era
materia obligada y debíamos aprendernos de memoria esos tratados y protocolos
que nos recordaban las sucesivas mutilaciones territoriales. Y crecí en medio
de una cultura de lamentaciones, de tristezas nacionales y tristezas
individuales, de derrotismo e impotencia.
Vistas así las cosas,
no resulta nada raro que el país entero haya sufrido largas décadas de
desorientación y desaliento y que cada ciudadano haya vivido una especie de
secreta vergüenza por ser hijo de este pequeño país pobre y olvidado, derrotado
en todas sus guerras, saqueado sistemáticamente por una oligarquía voraz,
fracasado en todos sus sueños de transformación.
A contrapelo de eso,
florecían por aquí y por allá los logros de la cultura, único espacio en el que
el país alzaba orgullosamente su testa. Así, mientras los señorones de la
política desbarrancaban al país, los hombres de cultura se empeñaban en
levantarlo, denunciando en sus libros, cuadros y esculturas la miseria popular,
la brutalidad gamonalista, la marginación de indios, negros, cholos y
montubios, la falta de integración nacional. Y también se empeñaban en
regalarnos ideas para un país mejor, sueños de igualdad y justicia.
Luego, como todos mis
conciudadanos, fui testigo de los tumbos y saltos de la vida política: la
demagogia, las dictaduras, la escuálida democracia de fin de siglo y finalmente
la debacle nacional, la revuelta popular que buscaba un cauce, el saqueo
bancario y la estampida migratoria.
Mirando desde mi
madurez el tiempo y la circunstancia que me han tocado vivir, constato con
alegría el nacimiento de un nuevo Ecuador, donde las transformaciones de la
infraestructura afloran por todo lado, donde la pobreza va siendo domeñada y el
desempleo se reduce crecientemente, donde los servicios del Estado se amplían y
mejoran para todos los ciudadanos.
Pero hay algo todavía
más importante: hallo que va desapareciendo el país de las lamentaciones, del
regionalismo atroz, del desaliento colectivo. Y que su lugar va siendo ocupado
por un nuevo país, re-encontrado con sus raíces identitarias, seguro de sí
mismo, orgulloso de su ser.
Ese emergente orgullo
nacional quiere abarcarlo todo. Hay una nueva mirada sobre el paisaje, un
renovado interés por la naturaleza y un ánimo de rescatar las formas de la
cultura popular: la gastronomía regional y local, la música del pasado y del
presente, las creaciones artesanales, las voces y dialectos del habla popular.
Pero hay, sobre todo, un animoso espíritu para seguir avanzando hacia un futuro
de paz y justicia, de orden democrático, de Buen Vivir.
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