Los gobiernos de la
Nueva Izquierda siempre corren el riesgo de terminar su ciclo histórico por la
vía electoral. Y si bien en Bolivia el proceso está asegurado con Evo Morales,
en Brasil las futuras elecciones crean un margen de incertidumbre.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / El Telégrafo (Ecuador)
Largo tiempo predominó
entre las izquierdas latinoamericanas el cuestionamiento al sistema electoral,
considerado un instrumento de la “burguesía”. Aunque algunos partidos de
izquierda se decidieron por aprovechar de las elecciones, sus resultados
políticos fueron raquíticos. Eso parecía dar razón a aquellas otras izquierdas
que confiaban exclusivamente en la lucha armada o la insubordinación popular
general.
El triunfo de Salvador
Allende en Chile (1970) demostró que era viable la lucha electoral. El triunfo
de la Revolución Sandinista (1979) también demostró que la lucha armada era
otra vía, pero bajo las condiciones excepcionales de la Nicaragua de la época.
La instauración de los Estados-terroristas, con dictaduras militares
anticomunistas en el Cono Sur, la pérdida electoral del sandinismo en 1990, y
finalmente el derrumbe del socialismo en el mundo, así como el triunfo de la
era de la globalización capitalista, necesariamente tenían que producir un
cambio en las visiones y prácticas de las izquierdas. No siempre ocurrió así,
pues hasta hoy existen izquierdas que suponen que su propia radicalidad es la
auténtica y revolucionaria.
A partir del triunfo
electoral de Hugo Chávez (1999) y, sucesivamente, con la llegada al poder, por
medio de las urnas, de gobiernos de Nueva Izquierda en Brasil (2003), Argentina
(2003), Uruguay (2005), Bolivia (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), El
Salvador (2014), e incluso en Chile, desde 2014, con la segunda presidencia de
Michelle Bachelet (en la primera no rompió con el neoliberalismo, aunque
imprimió una orientación social a su gobierno), no hay duda de que la Nueva
Izquierda en el poder abrió un nuevo ciclo histórico en América Latina; que se
trata de una izquierda plural (ha superado incluso el sectarismo y dogmatismo
antiguos, que suponían verdadera solo a la izquierda “marxista”); que ha
logrado imponer los intereses populares y ciudadanos en el Estado; que ha
edificado una economía con primacía de los intereses nacionales sobre los
particulares, así como de la soberanía y dignidad del país frente al capital
transnacional y el imperialismo; y que ha conquistado transformaciones sociales
inéditas en la historia de la región.
A la vanguardia de esos
gobiernos de Nueva Izquierda son reconocidos los de Bolivia, Ecuador y
Venezuela. En Bolivia, además de la fortaleza económica, es impresionante la
transformación social a favor de la población indígena. En Venezuela los pasos
al socialismo son más contundentes. En Ecuador, su “capitalismo social” con
Estado ciudadano, se ha demostrado válido como momento de transición para el
“socialismo del siglo XXI”.
Los gobiernos de la
Nueva Izquierda siempre corren el riesgo de terminar su ciclo histórico por la
vía electoral. Y si bien en Bolivia el proceso está asegurado con Evo Morales,
en Brasil las futuras elecciones crean un margen de incertidumbre. Aquí se
demuestra el peligro de la “restauración conservadora” para América Latina, un
propósito que también avanza en Ecuador, para las elecciones de 2017.
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