Ha pasado casi un mes de
la matanza de Iguala y aún no sabemos qué y por qué ocurrieron los hechos. Para
vergüenza del “estado de derecho”, los 43 estudiantes secuestrados por la
policía municipal y luego entregados a las bandas delincuenciales que dominan y
asuelan esa región no aparecen y las investigaciones tampoco arrojan luz sobre
su posible paradero.
Ilustración de Allan Mcdonald. |
Adolfo Sánchez Rebolledo / LA JORNADA
La ineptitud de las
instituciones federales y estatales para dar con las víctimas es
desmoralizante, pues subraya la crisis no resuelta que afecta tanto a la
sociedad como al régimen. Todas las “soluciones” políticas están destinadas al
fracaso mientras no se informe con veracidad sobre el destino de los
normalistas. Es increíble que a estas alturas existan dudas acerca de si los 28
cadáveres hallados en las primeras fosas pertenecen o no a los jóvenes detenidos
por la policía municipal, cuando al principio la autoridad dijo que su
localización se debía a la confesión de varios miembros de Guerreros Unidos que
los llevaron a ese lugar. Luego, sin mediar una verdadera explicación, se
rechazó esa versión sin que la autoridad informara a quién pertenecían los
cuerpos calcinados. Mientras, con toda razón, la comunidad de Ayotzinapa
insistió en su consigna: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”
.
.
Así, la realidad estalla
sobre el discurso que intenta vender una imagen del futuro sin asumir las
desgracias seculares: es el país invisible que no muere porque se le
estigmatice ocupando su lugar en esta narrativa de violencia, desigualdad, usos
y costumbres del poder caciquil reciclado bajo formas democráticas.
En ese país el mundo
electoral aparece como un juego de azar en el que gana el que más tiene,
destruyendo la oportunidad liberadora que las urnas ofrecen al ciudadano. Allí
los partidos olvidan sus razones de ser y se mimetizan para alcanzar los
máximos beneficios con la menor inversión. El mal no está en la organización
política sino en lo que se ha convertido ante amplios segmentos de la
ciudadanía: son maquinarias para el reparto de poder; fuentes de empleo,
creadores de clientelas sin ideología comprobable, dispuestas a votar por quien
sea a cambio de “ayudas” para nada desechables en tiempos oscuros. Los jefes
políticos alquilan puestos a los ambiciosos locales que, como Abarca en Iguala,
ya son parte del poder paralelo del narcotráfico, amo y señor de amplias zonas
del estado. Nadie rinde cuentas ni tampoco se informa a la ciudadanía con
claridad. Y el vacío da rienda suelta a las especulaciones.
Pero sobre todo está el
dolor, el horror viscoso que se apodera del aire pero no paraliza a los
agraviados directos por los hechos: las familias de las víctimas, las
comunidades a las que pertenecen y, desde luego, los estudiantes de Ayotzinapa
que son el objeto del odio, como el que se cebó en la persona de Julio César
Mondragón, desollado vivo como feroz escarmiento para los que se atrevan. ¿Qué
clase de policía, qué clase de persona, puede hacer algo así?, dice uno de los
dirigentes de la normal a Arturo Cano en una de sus crónicas. El horror no
cede, se agiganta y lo envuelve todo, devolviendo a las palabras “infierno” y
“demonios” un sentido cotidiano, descriptivo de lo que es México, más allá de
la pirotecnia tranquilizadora promovida por las cúpulas del poder.
La protesta exige la
devolución con vida de los normalistas, pero la esperanza se diluye al paso del
tiempo. La incertidumbre es terrible, sin duda, pues la desaparición forzosa
pretende borrar todo rastro de aquellos que han de ser eliminados. Esa es la
práctica habitual de los grupos de los cárteles de la droga, pero hay
que decir que no fueron ellos quienes inventaron la guerra sucia, una de
cuyas peores formas se adivina tras la colisión, o simbiosis, de la autoridad y
los cuerpos de seguridad y la delincuencia trasformados en instrumento de
represión contra cualquier disidencia que amenace a la “casta” encaramada en el
poder. Esa violencia sin sentido que hace de las bandas criminales una
herramienta del terrorismo “de Estado” recuerda el odio a la vida de los
primitivos escuadrones fascistas.
Sin duda vivimos un momento difícil que exigirá inteligencia de todos
los actores, pasión, pero también una mirada racional que permita vislumbrar
salidas, avances a pesar de la tragedia. Que la legalidad no se cumpla no hace
innecesaria la ley y los primeros en reclamarla son las víctimas, los más
débiles y expuestos a la arbitrariedad.
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