sábado, 22 de septiembre de 2018

Mil quinientos años ha...

Valorar lo que cambia a la luz de lo que permanece es uno de los mejores criterios para comprender la trascendencia de lo que nos toca hacer en esta etapa del mismo proceso de desarrollo humano que compartimos con san Benito y sus compañeros.

Guillermo Castro H. / Especial para Con NuestraAmérica
Desde Ciudad Panamá

 “El abad que ha sido instituido como tal ha de pensar siempre en la carga que sobre sí le han puesto y a quién ha de rendir cuentas de su administración; y sepa que más le corresponde servir que presidir.”
San Benito, Regla, 530 dc

La Regla de San Benito constituye un documento del mayor interés para la historia de la cultura en tiempos de transición civilizatoria.[1] Fue escrita hacia el año 530 por san Benito de Nursia (480-547), en su calidad de fundador de la orden benedictina, como un reglamento para la organización y administración de monasterios, en la Italia de comienzos del siglo VI.

La liquidación formal del Imperio romano había ocurrido apenas en el 476 con la deposición del emperador Rómulo Augústulo (c.460 – c.520-530) por Odoacro, rey de los hérulos germanos, y el proceso de desintegración de la romanitas generaba inseguridad, desorden y colapso de la población y de la producción agropecuaria. En ese entorno, la organización eclesial heredada del imperio que se desintegraba adquirió una singular importancia histórica.

Ese desarrollo de la Iglesia había ocurrido en estrecha relación con la administración imperial a partir de 313, cuando el emperador Constantino (272 – 337) estableció una alianza con ella que llevaría a declarar al cristianismo como religión oficial y a perseguir el paganismo. Ocurrió así un proceso de imperialización de la Iglesia como única organización en capacidad de contener la desintegración de la romanitas en Occidente.

La importancia de ese empeño estabilizador resulta evidente en el hecho de que todos los grandes protagonistas del desarrollo doctrinal y organizacional eclesiástico entre los siglos V y VIII provinieran de las filas de la aristocracia terrateniente romana -incluyendo al propio san Benito. En esa circunstancia, la Regla fue al mismo tiempo un manifiesto político y cultural, y un medio para llevarlo a la práctica mediante la creación de una organización capaz de formar una nueva elite intelectual, capaz de encarar la tarea de iniciar la reorganización productiva y territorial en toda Europa Occidental. [2]

Los monasterios benedictinos actuaron, así, como polos de estabilización y desarrollo en un mundo en caos, y colaboraron activamente en el proceso de formación de una institucionalidad política estrechamente asociada a la Iglesia. En esa perspectiva la pertinencia de la Regla para su tiempo y el nuestro está asociada al hecho de que ambos comparten un mismo carácter de transición civilizatoria.

La Iglesia era más joven entonces, pero ya no era nueva y había ingresado de lleno y sin retorno al proceso de imperialización que hasta hoy anima los conflictos de una interminable agonía. En este sentido, tienen especial relevancia para nuestro tiempo aquellos rasgos de la Regla correspondientes a la tarea de formar y disciplinar a una intelectualidad orgánica de nuevo tipo, mediante las estructuras de organización y los procedimientos de gestión que ese propósito demandaba. De allí la importancia que otorga a las cualidades de liderazgo del abad; a las normas y formas para el ejercicio de sus funciones, y al fomento de los valores fundamentales de una cultura institucional entonces nueva.

Quienes organizaron la red de monasterios anhelaban sobre todas las cosas sobrevivir al juicio final y, ciertamente, no se propusieron crear la sociedad feudal. Los resultados que obtuvieron tampoco se correspondieron con sus expectativas, pues el reino que contribuyeron a crear fue uno nuevo en este mundo, y no en los cielos, hasta agotar su función histórica en el siglo XIII. A partir de allí ingresó en aquel proceso de agotamiento y descomposición que tan magistralmente caracteriza Umberto Eco en su novela El Nombre de la Rosa, que de maneras tan sorprendentes nos recuerda por momentos a la crisis cultural y política que encaramos hoy en la América nuestra.

Valorar lo que cambia a la luz de lo que permanece es uno de los mejores criterios para comprender la trascendencia de lo que nos toca hacer en esta etapa del mismo proceso de desarrollo humano que compartimos con san Benito y sus compañeros. La bancarrota del estalinismo a fines del siglo XX no canceló, sino que aceleró e hizo más complejo el proceso de transición hacia un orden social nuevo iniciado en el ciclo revolucionario de 1968 – 1973. Este es nuestro punto de partida, como el de Benito fue el derrocamiento de Rómulo Augústulo mil quinientos años atrás.

Panamá, 21 de septiembre de 2018



[1] La Regla de San Benito. Introducción y Comentario por García M. Colombás, monje benedictinoTraducción y notas por Iñaki Aranguren, monje cistercienseTercera edición (reimpresión) / Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid *MM www.catedralesgoticas.es/pdf/regla_san-benito.pdf

[2] La Regla tiene 73 Capítulos, de los cuales “9 tratan de los deberes del Abad, 13 regulan el culto a Dios, 29 se refieren a la disciplina y al código penal, 10 a la administración interna del monasterio, y los restantes 12 consisten en regulaciones de tema vario.” http://ec.aciprensa.com/wiki/Regla_de_San_Benito. El espíritu de la Regla, por así llamarlo, corresponde al de una época en la que el pecado y la Salvación eran temas tan centrales como lo son hoy el crecimiento económicosostenido y la sostenibilidad del desarrollo humano.

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