Se trata de la más polarizada disputa electoral
para presidente en 60 años. El aire está impregnado de incertidumbres y dudas.
Y es en esa atmósfera enrarecida y preocupante que con visibilidad cada vez más
acentuada surgió en las semanas recientes la peligrosa, tenebrosa sombra de los
cuarteles.
Jair Bolsonaro y Fernando Haddad |
Eric
Nepomuceno / LA JORNADA
Nunca antes un candidato
ultraderechista –como el capitán retirado Jair Bolsonaro– encontró tanto
respaldo popular en Brasil. En realidad, las de antes siquiera fueron
candidaturas viables: se deshicieron por el camino. Ahora la puerta se abrió
y entraron las sombras: la posibilidad de que un candidato de extrema derecha
sea presidente del país es real.
Si antes eran meras
quimeras malignas, con Bolsonaro, no: tiene prácticamente asegurada su ida a la
segunda vuelta, muy posiblemente contra el candidato izquierdista Fernando
Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT) del ex presidente Luiz Inácio Lula
da Silva, que lo nombró heredero luego de ser impedido para postularse.
Lula, como se sabe, está
detenido, víctima de un juicio absolutamente manipulado que lo condenó, sin el
más mínimo vestigio de prueba, por corrupción. Su impugnación como candidato ha
sido el paso final –al menos por ahora– del golpe institucional que destituyó,
en 2016, a la presidenta Dilma Rousseff.
¿Por que al menos hasta
ahora? Porque todo puede ocurrir en Brasil, en esta nación que busca ávidamente
el fondo de un pozo sin fondo.
En las semanas recientes,
y con mayor vigor en los últimos días, los militares brasileños volvieron a la
superficie. El comandante del Ejército, general Eduardo Vilas Boas, dijo con
todas sus letras: existe la posibilidad de que se elija a un candidato
ilegítimo. Y el mismo Bolsonaro lo anticipó, al decir que, si pierde, perderá
no para el electorado, si no por un fraude.
Si se suma eso a lo que
expresaron antes tanto su candidato a vicepresidente, el general Hamilton
Mourão, como otros militares de alto rango, está conformada la atmósfera para
que suframos por malos presagios.
Para empezar, es raro que
haya semejante inversión de rango como en la postulación de Bolsonaro (un
capitán retirado) y su candidato a vicepresidente, Hamilton Mourão (general
retirado). O sea, un cambio algo insólito en términos de jerarquía: un capitán
por encima de un general.
Además, toda o casi toda
la coordinación de la campaña presidencial del capitán está en manos de
generales. Todos retirados, es verdad. Pero igualmente es verdad que casi todos
estaban hasta hace algunos meses en activo y que tienen fuerte influencia sobre
los que todavía están activos.
Cuando se tiene un
candidato que es militar, acompañado de otro militar, que dice barbaridades
raciales, homofóbicas, machistas y a eso sigue una larga, larga lista de
posiciones clásicas de un troglodita, y lo que dice ese militar es repetido o escuchado
en sacrosanto silencio por sus compañeros de caserna, algo raro pasa.
Un tipo que le dice a una
colega diputada ‘no te estupro porque no lo mereces’; o que defiende como forma
de combatir la mortalidad infantil que ‘las mujeres cuiden mejor a su salud
bucal y las vías orinales’, que se refiere a los negros descendientes de
esclavos diciendo que ‘pesan al menos 20 arrobas (la arroba es como en antaño
se pesaban los cerdos y las vacas) y no sirven siquiera para la procreación’, y
que se vanagloria de haber tenido tres hijos varones aunque lamenta que en la
cuarta ha sido flojo y le nació una hija, o sea, semejante imbécil no merecería
un minuto de atención si no fuese candidato, y con posibilidades reales de
ganar la presidencia del país más poblado y con la economía más fuerte de
América Latina.
Más grave es saber que el
candidato a vicepresidente, el general Mourão, defiende la posibilidad de que,
frente a una situación de anarquía, el eventual presidente declare un
‘autogolpe’. Y que a la vez diga que los hijos criados sólo por madres y
abuelas son figuras desajustadas, listas para ser cooptadas por el
narcotráfico.
O que el general en
activo que comanda el ejército se sienta sueltito para decir que, acorde con el
resultado, las elecciones de aquí a dos semanas podrán resultar en un
presidente ‘ilegítimo’, lo que presupone su destitución.
Todo eso es, desde luego,
espantoso.
Como también resulta
espantoso confirmar, en términos concretos, que el golpe institucional,
respaldado por la farsa jurídica que contó con la cobarde omisión –y, por lo
tanto, complicidad– de la Corte Suprema de Justicia, resulte en algo que hoy
nadie sabe bien en qué terminará.
Y confirmar que parte
sustancial del electorado brasileño es capaz de optar por semejante troglodita
mental, ético, moral, implica que son tiempos tenebrosos, sombríos. Son tiempos
de horror.
Y de asco.
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