Dos
acontecimientos concomitantes convergen en la necesidad de colocar en primer
plano los temas que atañen al presente y al futuro de la nación. Conmemoramos
los 150 años del inicio de nuestra primera guerra de independencia mientras se
abre el debate público acerca del Proyecto de Constitución de la República.
Graziella
Pogolotti / Cubadebate
En nuestro
contexto, inseparable del complejísimo panorama mundial, el homenaje al Grito
de Yara no puede reducirse a un acto conmemorativo. Implica recuento y rescate
del hilo conductor que entrelaza la construcción de una nación soberana y la
irrenunciable lucha por la emancipación humana. Una historia que se eslabona en
cimarronajes, victorias y reveses.
En Yara
cristalizó el sueño independentista que se había ido forjando, bajo formas
diversas, desde que los criollos tomaron conciencia de la expoliación de sus
bienes por parte de una metrópoli voraz, los esclavos intentaron romper el yugo
y el sector de negros y mestizos vio cercenados sus derechos sociales.
Algo
aprendimos en los manuales escolares sobre la conspiración de Soles y Rayos de
Bolívar. Mucho menos se ha indagado acerca de los alcances y el significado de
la conspiración de Aponte y mucho falta por divulgar en torno a las medidas
extremas que se tomaron en “el año del cuero” con la brutal represión de la
llamada Conspiración de La Escalera.
El poder
colonial se había percatado de la complejidad creciente de la sociedad cubana,
donde negros y mestizos conquistaban espacios mediante el desempeño de
numerosos oficios, accedían a algunas profesiones y se manifestaban en el campo
de las artes, sobre todo en la música. El efecto de las torturas silenció a
algunos sobrevivientes y la inmolación de Plácido tuvo un valor simbólico.
Después de la
derrota del Zanjón, Baraguá dejó abierta la posibilidad de una esperanza. La
sociedad era otra. La nación había germinado. José Martí se dedicó a consolidar
la unidad. Venció los recelos de los veteranos y, en primer lugar, forjó la
unidad de los de abajo con su prédica y magisterio ante los emigrados humildes
de Nueva York y los obreros de Tampa y Cayo Hueso.
La guerra del
95 tuvo una sólida base popular. La intervención norteamericana marginó a los
cubanos del tratado de paz. El Ejército Libertador se desarmó. Se impuso la
Enmienda Platt y los tratados de reciprocidad reafirmaron la dependencia
económica. Hubo bandera en una república cercenada. La decepción y el
desaliento se abatieron en un país empobrecido.
A poco de comenzar
la tercera década del siglo, con una generación emergente se reagruparon las
fuerzas en los sectores obreros, femeninos y estudiantiles. En torno al
heterogéneo Grupo Minorista, los intelectuales fundieron en un mismo proyecto
la renovación de los lenguajes artísticos y la participación en la vida
pública.
El predominio
de las dictaduras y la penetración creciente del imperialismo norteamericano
que, como resultado de la Primera Guerra Mundial, desplazaba al capital
franco-británico en el subcontinente, la resonancia de la Revolución de Octubre
y del estallido mexicano de 1910, favorecieron el desarrollo de una conciencia
latinoamericanista orientada a la conquista de la segunda independencia con
acento descolonizador, arraigado en el reclamo de una auténtica emancipación
humana. Mariátegui y Mella propusieron una relectura del marxismo desde la
valoración de los rasgos concretos específicos de nuestra América.
En Cuba, la
lucha contra Machado aceleró la maduración de la conciencia política. Se manifestaron
tácticas y estrategias diferentes que precipitarían el desmoronamiento del
gobierno Grau-Guiteras. Pero el combate había permeado el espíritu de las
masas. Una huelga general espontánea había precipitado la huida del tirano. De
ese proceso dimanó la aparición de una conciencia internacionalista. Pablo de
la Torriente Brau cayó en Majadahonda en defensa de la República española
agredida por el fascismo. Más de mil cubanos se unieron, como voluntarios, a
esa batalla.
A pesar de la
frustración de las expectativas creadas por la lucha contra Machado, debido a
la complicidad de la mediación norteamericana con sus aliados internos, la
Revolución del 30 dejó un importante legado en el terreno de las ideas. Se
fortaleció el movimiento obrero y la memoria de Guiteras, asociada al
radicalismo de sus medidas de gobierno, contribuyó al desarrollo de una
conciencia popular despojada de fatalismo y, por tanto, abierta a las
perspectivas de cambio, prueba decisiva del importante papel desempeñado por la
subjetividad con vistas a cualquier propósito transformador.
Hoy más que
nunca se libra una confrontación esencial en el plano de las mentalidades. Así
lo había comprendido Martí al redactar, junto con Máximo Gómez, el Manifiesto
de Montecristi en vísperas del estallido de la guerra necesaria. Así lo
comprendió Fidel cuando, en su autodefensa después de la derrota del Moncada,
utilizó esa tribuna para establecer un programa de acción y proponer, en
aquella circunstancia histórica precisa, una definición inclusiva de pueblo.
Desde que
Martí redactó Nuestra América -documento que conserva plena vigencia-, nación y
emancipación humana son propósitos inseparables en el diseño de cualquier
estrategia revolucionaria. Entender lo que somos y de dónde venimos son
requisitos indispensables para perfilar las pautas del hacia dónde vamos,
horizonte imprescindible para seguir marchando, vencer obstáculos, afrontar con
serenidad y sabiduría las verdades más duras y consolidar, en lo más profundo
del pueblo, la unidad necesaria.
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