Como la Estrategia de Seguridad Nacional de la
Casa Blanca establece la posibilidad de un choque futuro con las dos naciones a
las cuales clasifica de principales adversarios –Rusia y China-, no parece muy
posible una alianza creativa y venturosa como sería posible si las tres
capacidades se unieran.
Cuando en marzo pasado Donald Trump hizo
referencia a un plan para militarizar el espacio exterior, muchos pensaron que
se trataba de otra fanfarronada del presidente. No transcurrió tanto para verle
concretar la idea pidiéndole al Congreso 8 mil millones de dólares como
asignación de base destinada a darle curso a la Fuerza Espacial de Estados
Unidos, como nueva rama del ejército, separada del comando aéreo, desde donde
han dirigido siempre los programas afines hasta el momento.
Este no es un asunto tan ignoto. También en el
tercer mes del año, pero de 1983, Ronald Reagan anunció su proyecto de un
Sistema Estratégico de Defensa. Una vez formulado adquirió, casi de inmediato,
fue apodada como Guerra de las Galaxias. El objetivo implicaba el desarrollo de
un sistema antimisiles a colocar fuera de la atmósfera terrestre, pero en aquel
momento no existían todos los avances tecnológicos requeridos para su efectiva implementación.
En la comunidad científica y en ámbitos políticos, hubo burla en unos casos,
negativa en otros, hacia el propósito, por considerarlo costoso e inmaduro.
Pese a ello se le dio inicio.
Fue entonces, además, cuando el presidente
norteamericano emite el término “Imperio de mal” para referirse a la URSS,
criterio destinado a justificar aumentos presupuestarios bélicos, el plan mismo
de militarizar el espacio y propósitos en definitiva para profundizar
diferencias que no tardarían demasiado en desaparecer por sí solas. Y como las
paradojas, igual que los tropezones, se repiten, el calificativo o concepto
esbozado por el cuadragésimo mandatario estadounidense, continuó siendo usado
con pocas variantes semánticas por sus sucesores. Hoy incluso.
Nunca se lograron los temibles rayos laser
para destruir cohetes contrarios, pero de entonces a la fecha obtuvieron
sistemas avanzados de misiles y bajo el sobrenombre de escudos, emplazan en
diferentes puntos de Europa y Asia. Poseen distintas variantes de estos
ingenios portadores o no de cabezas atómicas. Tienen desplegados sistemas como
el de Defensa a Gran Altura (THAAD) y no son juguetes inofensivos, sino parte
de lo logrado en decenios, pues si bien fue malmirado lo propuesto por Reagan,
con otros nombres, gobiernos sucesivos mantuvieron programas similares. William
Clinton la recalificó como Organización de Defensa de Misiles Balísticos y en
el 2002, bajo George W. Bush, pasa a llamarse Agencia de Defensa de Misiles.
La variante de Trump la define él mismo:
“No es suficiente tener simplemente una presencia estadounidense
en el espacio. Debemos conseguir el dominio de EE.UU. en el espacio (pues es
un) campo de guerra, al igual que la tierra, el aire y el mar.”
Pese a lo notorio de los antecedentes para
lograr eso mismo, si al centro de las razones hace 35 años estuvieron las
diferencias ideológicas entre Washington y Moscú, asumir que no la URSS, sino
la Rusia actual, también es “el enemigo” y darle igual condición a la República
Popular China, resulta difícil de digerir, a menos que se aprecie como la
natural reacción de quienes a toda costa y precio, desean estar colocados por
encima de los demás o dominándoles.
El jefe del Comando Estratégico de las Fuerzas
Armadas norteamericanas, general John Hyten, enfoca el tema asegurando que
rusos y chinos perfeccionan armas capaces de destruir o dañar los satélites
estadounidenses. Aluden, entre otras, a las capaces de superar la velocidad del
sonido. El teniente general Jay Raymond, por su parte, está convencido de que
el gigante asiático ya cuenta con recursos capaces de aniquilar la cacharrería
estelar existente fuera con variados fines. Su apreciación parte, sobre todo,
del derribo por Beijing de un satélite defectuoso, para evitar daños en tierra.
Algo demostrativo de capacidades avanzadas, pero no precisamente de ánimo
ofensivo.
Quien tiene propósitos torcidos cree que los
demás piensan y actúan igual. No deben descartarse los celos, al ver cómo
naciones hasta no hace tanto subestimadas, les superan en un grupo de aspectos
tecno-científicos donde el Pentágono desearía tener preeminencia. Cualesquiera
sean las hipótesis, la Casa Blanca mantiene varios programas para el avance en
los recursos espaciales de este tipo y con un amplio espectro, aunque vean y califiquen
mal a los demás por cuanto ellos si consideran tener derecho a desarrollar.
Lo razonable sería evitar enfrentamientos y no
fabricarse antagonistas. La colaboración aporta mejores resultados en todos los
campos, para los implicados y, en temas de este tipo, también conciernen al
resto de la humanidad. Experiencias exitosas de cooperación ruso-estadounidense
hay suficientes como para asegurarlo.
¿Recuerdan el Apolo-Soyuz de los años 70,
cuando entre importantes resultados se lograron experiencias significativas a
emplear después en la Estación Orbital Internacional? Ella misma, en la
actualidad con más participantes, es un claro exponente de cuánto se alcanza al
conciliar intereses con sanidad y sentido común.
El aludido a fobias o codicia se explica por
la pretensión de los gobernantes norteamericanos, quienes, ante todo, se
consideran excepcionales, pero en la materia que tratamos no han logrado
independizarse de varios avances rusos para la exploración y múltiples acciones
de las faenas en el espacio exterior. Los motores de los cohetes
estadounidenses, fueron diseñados y se fabrican en Rusia, y no es la única
capacidad de ese país empleada por U.S.A., mal que le pese. Eso no quiere decir
que carezcan de avances aun cuando pretendan acelerarlos al ver que las
distancias se acortaron.
Como la Estrategia de Seguridad Nacional de la
Casa Blanca establece la posibilidad de un choque futuro con las dos naciones a
las cuales clasifica de principales adversarios, no parece muy posible una
alianza creativa y venturosa como sería posible si las tres capacidades se
unieran.
Vladímir Putin y Xi Jinping, afiliados al
realismo exigido por esta etapa y ante los riesgos de este otro rearme,
suscribieron una declaración conjunta instando a un proceso negociador capaz de
encauzar elementos jurídicos destinados a fortalecer los existentes (el Tratado
sobre el Espacio ultraterrestre del 1967, prohíbe la política propuesta por la
Casa Blanca). Temores fundados en el abandono unilateral de distintos acuerdos
importantes, urgieron a Rusia y China a proponer la firma de otro convenio
destinado tanto a prohibir la colocación de armas fuera del planeta, amenazar
con el uso de la fuerza a partir de ellas, o destinarlas contra objetos órbita.
No todos tienen uso civil (comunicaciones, meteorología, GPS, entre muchos)
pues nadie ignora que también hay posicionados múltiples satélites espías.
El enfoque hostil de la administración Trump
convoca el rechazo hasta de sus más íntimos socios a quienes por extensión
coloca en caracter de rivales. Primero lo advirtió Ángela Merkel y acaba de
hacerlo Emmanuel Macron, llamando a Europa a emprender sus propios mecanismos
de defensa, eliminando el tradicional acato a EE.UU. y sin desdeñar el concurso
de Rusia en lo adelante. El Viejo Continente está muy dividido, pero haría bien
en enlazarse vigorosamente. Si lo hacen, lograrán varios buenos réditos en
importantes acometidas, honra incluida.
Y quizás, para infelicidad de Trump y sus
acólitos, ayuden a parar el desperdicio y los peligros de la nueva guerra
galáctica.
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