El momento actual se define con mayor claridad: los
asesinatos de mujeres y los ataques contra sus manifestaciones públicas de
rechazo al sistema expresan, más que odio, un temor profundo de quienes
detentan el poder.
Carolina Vázquez
Araya / Rebelion
Mujeres apuñaladas en Chile en plena vía pública por exigir
el respeto de sus derechos reproductivos; mujeres agredidas en Argentina, en
medio de su exigencia por el derecho al aborto; mujeres lapidadas en los países
musulmanes por demandar la libertad individual que les ha sido negada por
mandato religioso; mujeres en Centro América asesinadas por protestar contra la
destrucción de su hábitat, contra la corrupción gubernamental, contra el abuso
de los dueños del capital; monjas de distintas congregaciones denunciando
violaciones sexuales perpetradas por jerarcas de la iglesia católica. Mujeres,
todas ellas, enfrentadas a un inmenso poder patriarcal cuya fuerza sanciona
cada uno de sus pasos y se apodera de sus derechos para someterlas a una
esclavitud naturalizada por las sociedades a las cuales pertenecen.
La ola feminista se erige como una demanda universal por la
recuperación de la dignidad y la independencia de la mitad de la población
mundial. A estas alturas de la historia, es imperativo comprender sus alcances
y su lógica, abandonando los estereotipos tendentes a descalificar sus métodos
y objetivos. Algunos escasos focos de equidad en países desarrollados o en
comunidades incontaminadas por las ideologías externas representan un ejemplo
de cómo las naciones se fortalecen cuando todos sus integrantes alcanzan un
estatus similar en cuanto a derechos y respeto por su integridad.
Sin embargo, lo prevalente –como comportamiento humano- es
la represión de las libertades para el sector femenino, transformada en un
mecanismo de defensa y una manifestación de temor del sector masculino ante la
posibilidad de verse obligado a compartir cuotas de poder en todos los ámbitos
de la vida ciudadana.
Esta lucha –cuyos alcances políticos, económicos y sociales
constituyen una verdadera revolución- se ha intensificado de manera rotunda en
los últimos años, rompiendo diques y dejando clara la voluntad de las mujeres
de no dejarse avasallar; de romper los mecanismos de sometimiento; de batallar
contra las injusticias de jueces y magistrados en casos probados de abuso
sexual y crímenes en su contra; en fin, de poner un coto definitivo a un
sistema que las ha doblegado durante siglos.
El momento actual se define con mayor claridad: los
asesinatos de mujeres y los ataques contra sus manifestaciones públicas de
rechazo al sistema expresan, más que odio, un temor profundo de quienes
detentan el poder.
Al enfrentar la posibilidad de ser relegados a una posición
de igualdad a la cual no están acostumbrados y consideran ofensiva hacia su
posición de superioridad en todos los órdenes de la vida, rechazan de manera
enfática y con lujo de violencia cualquier intento de cambio.
Los derechos de las mujeres, consignados en las cartas
fundamentales de las naciones y en innumerables documentos firmados y
ratificados por la mayoría de países, comenzarán a dejar de ser letra muerta
para convertirse paulatinamente en realidades concretas.
Las nuevas generaciones de hombres y mujeres tienen mucho más
claro el panorama y eso representa uno de los grandes avances de la lucha
feminista.
Su concepto de la igualdad de derechos y obligaciones, la
perspectiva de género en sus diversas manifestaciones y el rechazo a la
imposición de un sexo por sobre el otro ya forman parte de una perspectiva
distinta de las relaciones humanas.
Solo falta el salto generacional de sistemas jurídicos de
orden patriarcal y de quienes los administran, para que el paso hacia una
justicia con enfoque de género se imponga y derrote los estereotipos imperantes
en las cortes, despachos oficiales y millones de hogares.
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