El
neoliberalismo ha vuelto por sus fueros y se ceba descarnadamente en los
argentinos, los brasileños, los peruanos, los colombianos o los chilenos. Ahora
tratan de hacerlo, aún más, con los costarricenses.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
Sindicatos y organizaciones sociales rechazaron en las calles la reforma fiscal impulsada por el gobierno. |
En
Costa Rica no hay mucho interés por lo que sucede en el resto de América
Latina, entre otras razones porque se considera que el país es excepcional y,
por lo tanto, la lógica de lo que en él sucede es otra que la del resto del
continente.
Es
cierto, como en cualquier otro país, que las tendencias continentales se
expresan en él de forma particular, pero se expresan. Eso queda en evidencia
cuando se observa cómo ha venido sufriendo una transformación en los últimos 30
años, que hoy lo lleva a que algunos de los mitos fundantes de su nacionalismo
queden en entredicho.
Uno
de ellos es el que los costarricenses son “igualiticos”, es decir, que Costa
Rica es un país con pocas desigualdades sociales. Efectivamente, hubo un tiempo
en el que la tendencia nacional fue hacia la “igualación” social, que tuvo como
base políticas sociales y económicas que llevaron al ensanchamiento de la clase
media y al fortalecimiento del estado social de derecho. Pero eso se acabó.
Se
acabó paulatinamente y esa es una de las formas específicas como se expresan
las tendencias generales de América Latina en el país. Sin un shock como los que Naomi Klein preconiza
como necesarios para llevar adelante las reformas neoliberales, Costa Rica
inició un lento proceso de desmantelamiento del Estado de Bienestar que no ha
estado exento de obstáculos.
Si
fuera por los deseos y aspiraciones de los ideólogos locales del neoliberalismo,
las características medidas de ese modelo deberían de haberse aplicado hace
mucho y a rajatabla, pero se han topado con un movimiento ciudadano que ha
logrado preservar, aún hasta nuestros días, algunos de sus principales logros.
Algunos
de los más importantes movimientos de resistencia masivos de los últimos años
han tenido como causa, precisamente, la defensa de algunas de sus instituciones
emblemáticas: el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) o la reforma a
las pensiones, a lo que debe agregarse la oposición al tratado de libre
comercio con los Estados Unidos.
Se
trata, en última instancia, de movimientos que defienden un modo de vida con
raíces hasta el siglo XIX, pero cuyas bases más próximas fueron puestas en la
década de los 40 del siglo XX, cuando una alianza entre comunistas, la Iglesia
Católica y el socialcristianismo en el poder llevaron a cabo una reforma que
puso las bases de estado de derecho contemporáneo, que posteriormente fue
respetado y profundizado hasta los años 80 tanto por socialdemócratas como por
socialcristianos.
Como
toda reforma neoliberal, la costarricense elevó la productividad y la riqueza
nacional, pero la distribuyó inequitativamente. Las desigualdades pueden ser
incluso mapeadas: algunos lugares del Valle Central, en donde se encuentra la
capital del país, presenta niveles y modos de vida tan exclusivos que, en
broma, los costarricenses los motejan de “repúblicas independientes”; mientras
en las costas, las zonas fronterizas y amplios bolsones urbanos la miseria muestra
un país que, de acuerdo al imaginario local, se asocia con una
“centroamericanización”.
Adormilados
por el imaginario de la excepcionalidad, los costarricenses sufrieron un primer
susto cuando, en las elecciones generales que se realizaron el pasado mes de
febrero, esa Costa Rica pobre y marginada expresó su descontento apoyando
opciones neopentecostales conservadoras asociadas a la Teología de la
Prosperidad. Pero el susto no fue suficiente para que se dieran cuenta que, en
la base de tales fenómenos, se encuentran las abismales diferencias sociales, y
fue así como ante las dificultades por las que atraviesa el estado para
financiarse, propusieran una reforma fiscal que, nuevamente, vuelca su peso
sobre los sectores más desprotegidos. Es decir, la receta ideal para continuar profundizando
la brecha social.
Los
sindicatos del sector público se le han opuesto con justa razón y ante los
oídos sordos del gobierno llamaron a una huelga general que ya dura 13 días.
Funciona a media máquina o no funciona el sistema educativo, los hospitales,
las universidades públicas y otras instituciones, y se hacen bloqueos de
carreteras que enlentecen el tránsito. Como también es usual en el resto de
nuestro subcontinente, protesta la clase media y lanzan epítetos contra quienes
reclaman por sus derechos. Pero una cosa es clara: si los sindicatos no toman
ese tipo de medidas el gobierno no los escucha y las cámaras patronales se
relamen de gusto tras bambalinas.
Es un
proceso en curso y actualmente se está en negociaciones. El gobierno busca
cualquier excusa para suspenderlas o retrasar su inicio. Son tácticas dilatorias
que buscan cansar al movimiento sindical para que desista y pasarle por encima.
Nuestros
lectores de América Latina saben que es lo mismo en todas partes. Lo conocen de
primera mano porque el neoliberalismo ha vuelto por sus fueros y se ceba
descarnadamente en los argentinos, los brasileños, los peruanos, los
colombianos o los chilenos. Ahora tratan de hacerlo, aún más, con los
costarricenses.
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