El
neoliberalismo es, ha sido y seguirá siendo, fundamentalmente, una guerra
contra los seres humanos y contra la naturaleza, dirigido por un puñado de
parásitos, que buscan por todos los medios ocultar y hacer invisible esa doble
explotación.
Víctor M. Toledo / LA JORNADA
En sentido estricto el
ambientalista (o ecologista) nace hace apenas unas cuantas décadas. Viene al
mundo como nuevo actor social, cultural y político de la modernidad, desde cuya
conciencia de la naturaleza desarolla acciones sin precedente, es decir,
totalmente inéditas. Su posicionamiento provocó un cambio radical y
antisistema. La naturaleza, silenciada con el advenimiento del mundo moderno,
industrial, capitalista y tecnocrático, que la deja convertida en una máquina
bajo el yugo de la ciencia, vuelve a tener voz como la tuvo durante los 300 mil
años anteriores, periodo por el que la especie humana vivió dentro del manto
encantado de una ecología sagrada.
El ambientalista brota
acicateado por los conocimientos de una nueva disciplina científica –la
ecología– que se atreve por fin a extender y a conectar sus resultados con el
mundo de lo humano. Así surge el ambientalismo hacia finales del siglo XX,
fundamentalmente en Europa, como nuevo movimiento social y poco después como
partido político, y de ahí se extiende hacia las periferias del mundo. Fue tal
su impacto que, hacia finales de la década de 1970, el filósofo alemán W.
Harrich declaró que los ambientalistas serán en el siglo XXI lo que los
comunistas fueron para el siglo XX.
¿Que ha sucedido en
estas cinco o seis décadas? Ocurrieron dos fenómenos generales: por un lado el
capital logró la más formidable de las concentraciones de riqueza de toda la
historia (megamonopolios) mediante la consolidación del poder global de las
corporaciones; y esto a su vez desencadenó en la misma escala una desigualdad
social y una destrucción ecológica sin paralelo. Hoy el ambientalismo verdadero
ya no lucha por consignas particulares (contaminación de suelos, aires, aguas o
mares; destrucción de hábitats naturales, moratoria de centrales nucleares o
alimentos transgénicos, etcétera), sino por la supervivencia misma de la vida
en el planeta, incluidos los seres humanos. El desequilibrio del ecosistema
global, por la rápida acumulación de irracionalidades, representado por el
cambio climático, es hoy el indicador más dramático y preocupante. La gráfica
difundida el mes pasado sobre el incremento del bióxido de carbono en la
atmósfera (el principal gas que produce el calentamiento del planeta) entre
junio de 1958 y junio de 2018 (ver)
es el anuncio evidente de que la humanidad sigue el camino hacia el colapso.
Pero durante este periodo ocurrió otro proceso
que explica también la situación actual: el ambientalismo fue cooptado,
edulcorado y finalmente neutralizado por el despliegue del neoliberalismo. Esto
comenzó con la consagración del discurso ambiental a escala internacional, un
fenómeno que tomó unas cuatro décadas. Las posiciones avanzadas en el discurso
global que se inició con el Informe del Club de Roma y la Conferencia de
Estocolmo (ambos en 1972) comenzaron a declinar con el Informe Bruntland (1987)
y se fueron gradualmente desvaneciendo durante las conferencias mundiales
iniciadas en la Cumbre de Río de Janeiro en 1992. Hoy, casi sin excepción, las
posiciones de gobiernos, empresas, academias y organismos internacionales giran
en torno a que la solución a la crisis ecológica mundial, de la cual se ocultan
sus causas profundas, es posible mediante el mercado, las tecnologías y los
arreglos institucionales. La adopción oficial de la economía verde, que
armoniza ecología y capital, por el Programa de Naciones Unidas para el Medio
Ambiente (PNUMA) marca sin duda la entonación de la marcha fúnebre por el
ambientalismo tal y como se conocía desde sus inicios. Como lo señalé hace más
de tres décadas (Nexos), sólo un ecologismo
transformándose en una verdadera ecología política logrará modificar las
tendencias mundiales aquí señaladas. Esto es lo que justamente ha estado
sucediendo en los países periféricos, especialmente en sus zonas rurales, con
inusitada fuerza en la América Latina y particularmente en México.
El
neoliberalismo es, ha sido y seguirá siendo, fundamentalmente, una guerra
contra los seres humanos y contra la naturaleza, dirigido por un puñado de
parásitos, que buscan por todos los medios ocultar y hacer invisible esa doble
explotación. Hoy, los ciudadanos nos enfrentamos al dilema de aceptar el falso
paradigma esgrimido por el neoliberalismo de que todo es solucionable por
el mercado y la tecnología o de rechazarlo oponiéndole una alternativa
posible. A la propuesta neoliberal, que busca una economía globalizada bajo el
dominio de las corporaciones, los grandes bancos y los estados, donde los
ciudadanos, las comunidades y las regiones se hacen cada vez más vulnerables a
fuerzas distantes, es necesario oponer una nueva utopía. En una próxima
colaboración mostraremos cómo en México durante las décadas recientes, el
neoliberalismo logró engullirse al ambientalismo, hasta reducirlo a un conjunto
de declaraciones y acciones neutras e inocuas. Y de cómo la llegada de un nuevo
gobierno tiene la posibilidad, y también la obligación, de remontarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario