Las
guerras de Irak y Afganistán, formalmente desplegadas por coaliciones
multinacionales, pero en verdad lideradas por las fuerzas armadas de Estados
Unidos, marcaron el uso abierto de ejércitos privados (mercenarios), pagados
con dineros federales por Washington.
Marcelo Colussi /
Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
[Los
contratistas de guerra] “no son
sólo manzanas podridas: son el fruto de un árbol muy tóxico. Este sistema
depende del maridaje entre inmunidad e impunidad. Si el gobierno empezara a
golpear a las empresas de mercenarios con cargos formales de acusación de
crímenes de guerra, asesinato o violación de los derechos humanos (y no sólo a
título simbólico), el riesgo que asumirían estas compañías sería tremendo. (…)
La guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien”.
Jeremy Scahill
Con el
surgimiento del mundo moderno que trae el capitalismo y el afianzamiento de los
Estados nacionales, la defensa de la soberanía, o las guerras de conquista,
cada vez más fueron confiándose a ejércitos regulares bien entrenados,
profesionalizados y crecientemente especializados. De tal forma, los
mercenarios –figura histórica, legendaria, que existió desde la antigüedad en
todos los contextos (psicópatas hubo siempre)– fueron desapareciendo. La
sistematización de los ejércitos modernos inspirados en el modelo prusiano
decimonónico terminó definitivamente con los combatientes mercenarios (no así
con los psicópatas). Pero el neoliberalismo de fines del siglo XX los trajo
nuevamente.
Desde
la última década del pasado siglo, la proliferación de estas empresas militares
privadas, habitualmente conocidas como “contratistas”, ha tenido un aumento
exponencial. Si bien muchas potencias las poseen, es en Estados Unidos donde se
registra el mayor crecimiento. Entre otras pueden mencionarse: Academi (la más grande del mundo,
anteriormente llamada Blackwater –nombre que debió cambiar por
cuestiones de imagen al haber sido denunciada por tremendos excesos en las
operaciones en que participó–, “Una
prolongación patriótica de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”, según
dijera uno de sus fundadores), DynCorp,
Aegis Defense Services, G4S, CACI,
Titan Corp, Triple Canopy, Unity Resources Group, Defion
International. La gran mayoría de ellas son de origen estadounidense, pero el
fenómeno se expandió por todo el mundo. Incluso Rusia, retornando al sistema
capitalista, también presenta estos “contratistas”.
Varios son los motivos que explican este impresionante crecimiento: por
un lado, el fabuloso negocio que representan. En la actualidad estos ejércitos
privados mueven más de 100,000 millones de dólares al año. Como dice el
epígrafe de Scahill: “La guerra es un negocio
y el negocio ha ido muy bien”.
Las
guerras de Irak y Afganistán, formalmente desplegadas por coaliciones
multinacionales, pero en verdad lideradas por las fuerzas armadas de Estados
Unidos, marcaron el uso abierto de ejércitos privados (mercenarios), pagados
con dineros federales por Washington. Para inicios del 2008 había en Irak más
contratistas privados (se calculan 190,000) que tropas regulares del ejército.
Según un informe del Congreso de ese país, en la guerra del Golfo Pérsico se
pagaron 85,000 millones de dólares en el período 2003-2007, lo cual representa
el 20% de todo lo desembolsado por Estados Unidos en esa contienda.
Otro
gran motivo que fundamenta este crecimiento es de orden político: resentida aún
del síndrome de Vietnam (con alrededor de 60,000 muertos), la clase dirigente
estadounidense y su administración federal prefieren ocultar el número de bajas
en sus aventuras bélicas. Los contratistas, al no ser soldados regulares de sus
fuerzas armadas, pasan más desapercibidos para lo opinión pública.
Existe otro motivo más, no muy explícito, pero de
gran peso: los mercenarios, por no ser miembros de una fuerza regular sino
personal “independiente”, no están sujetos a regulaciones internacionales que
norman las guerras, como las Convenciones de Ginebra. Si bien Estados Unidos
firmó esos tratados, no los ratificó, por lo que no se somete a ellos. De esa
cuenta, los ejércitos privados están en un cierto limbo legal, lo cual les
excluye del Derecho Internacional. Así, las tropelías y excesos que puedan
cometer (y que de hecho cometen) quedan relativamente fuera de toda normativa.
Ejemplos al respecto hay numerosos. La tristemente célebre empresa Blackwater,
ahora rebautizada Academi para borrar su anterior mala imagen, está asociada a
los peores crímenes de guerra, pero pese a ello, el gobierno federal de Estados
Unidos sigue asignándole millonarios contratos. La corrupción y la impunidad,
como se ve, no son patrimonio de los “atrasados” países del Sur. (A título
complementario: Donald Trump insiste enfermizamente en la construcción del muro
en la frontera con México… ¡porque está ligado a empresas constructoras!).
Las empresas contratistas militares se especializan
en todo tipo de servicio que tenga que ver con una avanzada bélica; se encargan
de aspectos logísticos y aprovisionamiento de la tropa, de telecomunicaciones,
tareas de enlace, vigilancia, adiestramiento de combatientes y, por supuesto,
de combate abierto (las torturas o acciones “oscuras” no se declaran, pero
también las hacen, como fue el caso de la famosa cárcel de Abu Ghraib, en Irak,
o las operaciones encubiertas para provocar a Venezuela realizadas desde
territorio colombiano, donde participan “paramilitares” de difusa procedencia).
En lo tocante a lucha frontal, la experiencia de numerosas intervenciones en
distintos puntos del globo muestra que efectivamente tienen una gran capacidad
operativa, pues actúan al lado de las fuerzas regulares, en muchos casos con
vehículos blindados, helicópteros artillados y armamento de asalto de alta
tecnología.
El
personal que contratan está dado, en general, por ex miembros de ejércitos con
alta capacitación y experiencia de combate; muchas veces son comandos
especializados, soldados de élite (a tal punto, que muchos cuerpos de
estas unidades regulares de lujo se han visto afectados, dado que sus
integrantes prefieren la paga de una empresa privada a la recibida en su puesto
estatal). Un mercenario en algunas de estas contratistas puede llegar a cobrar
1,000 dólares diarios. El negocio de la muerte paga bien, sin dudas. ¡Eso es el
capitalismo!
Dentro
de las fronteras estadounidenses, después de la fiebre paranoica desatada con
la caída de las Torres Gemelas en el 2001, proliferaron estas empresas privadas
ofreciendo “seguridad”. De ahí que hoy es común ver a contratistas custodiando
puertos, aeropuertos, cárceles y centrales nucleares. Salvando las distancias,
sucede lo mismo que en un “pobre paisucho atrasado” como Guatemala; allí, ante
la proliferación fabulosa de agencias de seguridad privada (¡que no pagan 1,000
dólares diarios a sus agentes contratados!), es aleccionador lo dicho por un ex
pandillero: “No soy sociólogo ni politólogo,
pero me doy cuenta que hay una relación entre un chavo marero al que le dan la
orden de cobrarle extorsión a todas las tiendas de una comunidad y el diputado
que tiene una agencia de seguridad, y al día siguiente está ofreciendo sus servicios”.
El negocio de la
guerra, o si se quiere, el negocio de la violencia –que se alimenta del miedo
de la gente– da muy buenas ganancias. Palabras altisonantes como libertad,
democracia, derechos humanos y otras preciosuras por el estilo, quedan perforadas
por los disparos. “Donde hay balas sobran
las palabras”, rezaba una pinta callejera en algún arrabal latinoamericano.
Lamentablemente, es cierto.
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